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Congreso Internacional de Derecho Procesal


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      CONFERENCIA MAGISTRAL

      Estándares de buenas prácticas para un proceso amigable y eficiente

       Francisco Ramos Méndez*

      Muy buenas tardes a todos. Excelentísimo señor decano; autoridades de la mesa; queridos amigos. Es un honor y un placer estar de nuevo ante ustedes en la Universidad de Lima. Quiero hacer llegar mi agradecimiento a los organizadores del Congreso, agradecimiento que personifico en el doctor Raúl Canelo. Es inmensa mi gratitud porque me permite una vez más reunirme con amigos y maestros, unos más centrados en el oficio y otros más jóvenes; pero de los cuales siempre aprendemos cada día más. Por lo tanto, este honor es impagable. Siempre que tengamos un auditorio así y una reunión de este tipo, cuenten con mi presencia voluntaria.

      Cuando me propusieron participar en el congreso, no me indicaron algún tema: yo tenía elegir —o más bien hablar de— “realidad, reforma y tecnología”. Ya que se trata de la primera conferencia de la reunión, ustedes entenderán que de momento no tengo ninguna referencia acerca de cómo va el congreso; por lo tanto, no tengo datos. En esta situación, he tenido que improvisar y me he lanzado a la piscina para hacer una especie de pisco sour procesal, de tal manera que no esperen ustedes que ahora les proporcione una ponencia contundente que responda a esas tres grandes cuestiones. Otras personas, profesores e intervinientes con muchísimo más autoridad y conocimiento de causa, les responderán cumplidamente a lo largo de los tres días que dura este evento.

      Como dije antes, voy a hacer un pequeño aperitivo y me he inclinado por un tema que puede que resulte desconocido, utópico, o puede que se quede en nada, eso lo dirán ustedes. Yo cumplo con hacer lo que pueda: una faena meritoria.

      Tenemos que partir del hecho de que el instrumento con el que nosotros trabajamos es el proceso, pero nunca nos hemos puesto de acuerdo en qué es el proceso. Sin embargo, tenemos una idea intuitiva. Voy a tomar esos tres o cuatro datos en los que parecemos estar de acuerdo todos y que me van a servir como punto de partida para desarrollar las breves indicaciones que quiero hacer sobre estos estándares de buenas prácticas.

      Por un lado, en este proceso cuyos objetivos acaba de definir muy bien el señor decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima, no se puede hacer lo que a uno se le da la gana. En un proceso que tiene un orden que establece lo que se puede y lo que no se puede hacer. Raras veces podemos elegir en nuestros procesos. A veces incluso hemos recordado la posibilidad de mutar la norma procesal rodeándola del orden público. La “inmutabilidad” es un concepto que vamos a abandonar, pues el caso es que tenemos un proceso cuyo recorrido está pautado de antemano.

      En segundo lugar, tenemos unas leyes procesales que son como un manual de instrucciones. Es decir, es el librito en el cual miramos lo que hay que hacer, lo que se hace antes y lo se hace después. A menudo nos hemos preocupado por hacer un diseño más o menos elegante, brillante, estable o cambiante, pero ese es uno de los elementos con los que trabajamos. Por otro lado, sabemos que estas leyes tienen una vocación operativa. Es decir, no son meras cuestiones ideológicas ni abstractas, sino que son normas operativas. Fíjense que, en las leyes procesales, casi todas ellas están redactadas en futuro y se refieren a actividades. Por ejemplo: “El proceso iniciará por el recurso de formular de esta manera, etcétera […] por lo tanto hay que actuar”.

      Esperamos que ese funcionamiento de las normas procesales que conforman el proceso responda a los objetivos que persigue este proceso: esa es la gran aspiración. Y entonces, además, decimos que el proceso debería tener un resultado satisfactorio. Esa sería la aspiración máxima. Por último, también observamos —y en esto me parece que hay una opinión común general que forma parte de uno de los tópicos del progreso— que a veces se produce una discordancia entre el instrumento, el diseño, la norma operativa y la realidad: unas veces se habla de crisis, otras se frustran los objetivos, y otras más los resultados son insatisfactorios.

      Tenemos estos cuatro puntos de partida que conforman el escenario en el cual vamos a hablar de “buenas prácticas”. La pregunta inicial es: ¿pero acaso los códigos procesales no son los suficientemente buenos como para proporcionar un proceso fiable, satisfactorio y regular que cumpla con los objetivos? Empecemos a analizar qué queremos decir con “buenas prácticas”.

      No tengo que explicar con muchísimas palabras ese concepto tan intuitivo que llevamos ínsito en la mente del derecho procesal. El derecho procesal nunca ha tenido que justificar que sea una asignatura práctica y no teórica. Nuestros grandes maestros, como Alcalá Zamora, distinguían varias épocas del procesalismo: las prácticas, las procedimentalistas, el procesalismo científico…

      Los prácticos ya estaban en la práctica. La práctica siempre es un criterio operativo que tiene que ver con la actividad; por tanto, no es un criterio en el cual nos podamos refugiar solo como concepto. También explicaremos lo que queremos llamar “buenas prácticas”. Hablar de una ley buena o de una ley mala es recurrir a un concepto intuitivo y no me interesa profundizar en una definición más o menos académica. Basta con que tengamos esa misma intuición de lo que significa. Obviamente, puede que las normas no sean buenas y malas a priori, por lo tanto, ya estamos introduciendo ahí un elemento un poco perturbador, lo cual significa que no sacaremos nada en limpio por este camino.

      Tampoco hablamos de un concepto axiológico sobre “buenas prácticas” y bondad, o ¿qué es el bien y qué es el mal? Nada de eso nos interesa en este momento, no es objeto de esta observación. Tampoco la buena fe —y eso que lleva el calificativo de “buena”, ese estándar tan utilizado muchas veces en la terminología procesal y en los criterios operativos que venimos defendiendo—.

      Entonces, ¿qué tratamos de identificar? Pondré un ejemplo de esos que nos frustran inicialmente: ¿qué diríamos del litigante que solo se preocupa por dilatar el proceso, formular incidentes, buscar las vueltas en las normas procesales para que el pleito no se defina, etcétera? ¿A eso le llamamos una conducta buena, mala o reprobable? Si pensamos en los objetivos que persigue este tipo de litigante, la conducta es óptima, pero si pensamos en un criterio más estándar, considerando la finalidad lógica del proceso, probablemente desacreditaríamos esa conducta. Por tanto, el término es un tanto polivalente y al final solo acaba por señalar esos esfuerzos y criterios que tratamos de aplicar extraídos de la propia norma procesal, no inventados. Son criterios de conducta —o criterios operativos— que nos permiten hacer las cosas con menos esfuerzo (criterio de eficiencia) y también con mejores resultados (criterio de eficacia) en el sentido de las propias “buenas prácticas”, pues contribuyen a la calidad del producto y, por tanto, propician estándares de calidad.

      Bueno, digo todo esto para volver a la pregunta inicial: ¿dónde colocamos las “buenas prácticas”? Si el proceso se compone de normas procesales que regulan actividades testadas, y en definitiva trata de conseguir un resultado predeterminado y unos objetivos nobles, pues efectivamente, ¿a qué vienen las “buenas prácticas”? Nos damos cuenta de que el código procesal no se basta por sí mismo.

      Si empezamos a hablar de temas (parece que hay una sensibilidad acerca de esto en todos los países) relativos a la corrupción o a la disfunción, aquí la buena práctica no tiene mucho que hacer. Si hablamos de partes corruptas, de jueces corruptos, de órganos corruptos, estamos hablando del Código Penal. Esto no tiene nada que ver con las buenas prácticas. De seguro estamos en un estadio en el que la “buena práctica” ya se da por superada. Es probable que podamos hacer algo para evitar esa corrupción o las ocasiones de corrupción, pero es un tema de puro Código Penal.

      Si las normas procesales del propio código tienen una serie de disposiciones que están de adorno y no se cumplen —y ponemos el ejemplo típico, clarividente o clásico de que los plazos procesales raramente se cumplen u obligan al juez—, entonces tampoco tendríamos que hablar de “buenas prácticas”, porque es un problema de pura inobservancia del código. Por lo tanto, no añadiremos nada: primero debemos cumplir el código y luego hablaremos de “buenas prácticas”.

      Así, me interesa que quede claro que colocaremos este concepto en un momento que en suponemos que no existen estos “obstáculos” previos