– el gusto de agradar
12.2.3 Formas de logro [d’accomplissement]
12.3.1 Entre estésico y etológico
12.3.3 Problemas de epistemología y de metodología del gusto
12.4.2 De la mundanidad al ser-en-el-mundo
12.4.3 El Oso y sus congéneres
12.5 Hacia una semiótica “existencial”
Introducción
El gesto científico fundamental que hemos aprendido es un gesto de exclusión. Para conocer, es necesario –exigencia epistemológica y metodológica primera– proponerse objetos claramente delimitados y plantearse acerca de ellos cuestiones que tienen que ver con alguna problemática precisa. Nos hemos acostumbrado, pues, a descartar, o al menos a suspender, desde el comienzo de cualquier investigación, todo aquello que no nos parece directamente pertinente en relación con el punto de vista que hemos elegido a nuestro gusto para comenzar, y al cual debemos atenernos a lo largo de nuestro recorrido. Investigar, analizar, hacer “trabajo científico”, es renunciar de entrada a tratar lo real en la forma como lo aprehendemos y lo vivimos en la inmediatez de la experiencia, es decir, como totalidad.
Y, sin embargo, aun asumiendo la finitud de los esfuerzos, de los resultados y hasta de los objetivos que nos hemos propuesto, ¿cómo no aspirar a un saber que supere esos estrictos y casi austeros límites? Decir que en este asunto no se darán milagros no impide imaginar una comprensión penetrante, íntima, global y al mismo tiempo lo más cercana posible de las cosas mismas, y no, como quiere el Método, parcial, a distancia, y con frecuencia insípida. Pero como, aun soñando de ese modo, volvemos a pesar de todo, por costumbre, por escrúpulo o por necesidad, a fijar, en nombre del buen método, un punto de vista determinado y a adoptar una distancia de observación particular en relación con el objeto que nos disponemos a estudiar, nos encaminamos de nuevo, y eso es desde el principio, hacia el mismo sentimiento de frustración a la llegada: el de haber pasado, a pesar nuestro, al lado del objeto elegido sin haber podido decir de él lo que hubiera sido necesario para dar cuenta de lo que es en sí mismo, en su globalidad. Y en la descripción que finalmente damos de él, no llegamos a reconocer lo real cuyos contornos nos habíamos propuesto circunscribir y cuyo misterio hubiéramos querido comprender, como si la manera misma que hemos adoptado para abordarlo nos hubiese impedido irremediablemente captar lo que tenía de más viviente o dejado escapar lo que verdaderamente en él nos afectaba.
Desde ese punto de vista, nada nos hubiera convenido mejor que la desengañada fórmula que Raymond Queneau, en Les Fleurs bleues, pone en boca de su (anti)héroe el duque de Auge, moderno caballero del Grial, indefinidamente decepcionado de su búsqueda irrisoria, en su caso modestamente gastronómica: después de cada una de sus co-midas, festines siempre esperados, y por supuesto indefectiblemente decepcionantes, como para nosotros al término de cada uno de nuestros artículos, de cada uno de nuestros “ensayos”, una sola y misma constatación: “¡Otro desastre más!” [“Encore un de foutu!”]1.
De ahí la tentación, poco razonable tal vez, pero no por eso menos insistente, de reintegrar en el marco mismo de nuestros análisis algunas dimensiones por lo menos de nuestra relación con el mundo, lo que nos hace perder el punto de vista selectivo que hay que adoptar cuando nos decidimos a mirar las cosas como objetos de un conocimiento estrictamente “científico”. ¡Dejemos de excluir! Y resulta que las dimensiones que a uno le gustaría recuperar son precisamente, ante todo, aquellas cuyo descarte se considera, desde la otra perspectiva, como más necesario para la construcción de un saber riguroso, basado en la toma de distancia y en la objetivación. Esas dimensiones perdidas son, ante todo, la de la presencia inmediata de las cosas ante nosotros, antes de la aparición de cualquier forma de articulación y de reconocimiento convencional, y la de lo experimentado [l’éprouvé], que puede ser definido como la experiencia de un sentido que procede directamente de nuestro encuentro con las cualidades sensibles inmanentes a las cosas presentes.
¿Qué podemos, pues, recuperar de nuestra relación vivida con el otro, con el mundo, con las cosas mismas? La experiencia, entendida como momento de emergencia del sentido, ¿tiene que quedar irremediablemente para nosotros en el orden de lo que hay que callar porque, semióticamente, no tiene nada que decir? ¿O por el contrario, podemos esperar hablar de ella sin dejarnos llevar por la mera ensoñación o por un vago impresionismo, es decir, permaneciendo en los límites de una búsqueda de inteligibilidad razonada y comunicable?
Apostar, como lo haremos, por la posibilidad de una respuesta afirmativa significa, en realidad, optar por una vuelta a los orígenes. Antes de desarrollarse (durante los años 1970-1980) como una gramática del discurso, la semiótica se había constituido, en efecto, a partir de una reflexión de inspiración fenomenológica sobre nuestra relación con el mundo percibido, considerado como “lugar no lingüístico” de la emergencia de la significación2.
Pero por el simple hecho de que el discurso verbal, y solo él, puede ofrecer los medios metalingüísticos necesarios para dar cuenta (mal que bien) de otras semióticas, se ha llegado rápidamente a privilegiarlo en la práctica, aunque no por derecho. Dejando de lado el ámbito de las prácticas significantes en acto, donde lo verbal goza apenas de una superioridad relativa en relación con otras semióticas –gestual, visual o proxémica, por ejemplo–, por las que pasan nuestras relaciones con el otro, y a fortiori con el mundo natural, se ha considerado preferible, o más razonable, limitarse, al menos para comenzar, al análisis de los discursos enunciados, de los “textos” stricto sensu. Pero como lo provisional tiende a convertirse en permanente, el plano de la experiencia vivida, en cuanto tal, será permanentemente “olvidado” como nivel de realidad potencialmente analizable, en provecho casi exclusivo de aquello que los sujetos llegan a decir. Como a Greimas le gustaba repetir –el primer Greimas, el de Semántica estructural–, “¡Fuera del texto, no hay salvación!”.
Como en la época se daba más importancia al didactismo a fin de velar por la “salvación” [semiótica] de los novicios analistas, se organizó una verdadera guía de “normalización” de los textos con vistas al análisis. Se ofrecía en ella la lista de las marcas discursivas que era preciso anular para pasar del objeto empírico al objeto de análisis: aquellas, precisamente, que indicaban la presencia originaria de un yo, cuerpo-sujeto enunciante in vivo, en un aquí-ahora inasible como tal3. Como resultado de esos procedimientos de limpieza metódica que apuntaban fundamentalmente a los índices de la persona y a los “deícticos”, uno podía estar seguro de obtener, por eliminación,