Desiderio Blanco

Pasiones sin nombre


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analizable. Además, si contribuye de manera decisiva al modo como lo real hace sentido, es en función de la competencia estésica de sujetos capaces de experimentar sus efectos, y esa competencia reclama también la mirada semiótica.

      ¿Pero qué es lo que quiere decir exactamente “experimentar” [éprouver]? Para elaborar semióticamente esta noción (ausente también de nuestro dominio hasta que Anne Hénault la introdujo por primera vez7), conviene tomar en cuenta, en el plano del metalenguaje, las dos acepciones principales que recubre este verbo en la lengua usual. Como se entiende en general casi exclusivamente, probar [éprouver] consiste en probar algo, es decir, resentir pasivamente el efecto de algún proceso que nos afecta, trátese de metabolismos internos (tener náuseas, adormecerse), de un dato exterior que viene a marcarnos con su huella (experimentar la sensación de una quemadura, la voluptuosidad de una caricia), o de una combinación de ambos (experimentar un sentimiento de bienestar, de angustia o de pánico).

      Pero es también, activamente, probar a alguien, dicho de otro modo, someterlo a prueba. De hecho, el sentido –el sentido sensible, estésico, resentido, experimentado– solo puede nacer de un encuentro en el que el sujeto se halle ante todo puesto a prueba, casi ante el desafío de vivir la presencia sensible del otro, del mundo, del objeto (y en última instancia de su propio cuerpo) como haciendo sentido: es necesario que el sujeto encuentre, en relación con la configuración sensible que el mundo le ofrece, una manera de ajustarse de tal modo que pueda emerger, para él, sentido y valor. Eso requiere de su parte un mínimo de apertura al otro, con frecuencia un verdadero trabajo (en relación con su propio grado de sensibilidad), en otros casos la aceptación de un riesgo (el de ser contaminado por la alteridad con la cual se enfrenta), y siempre una suerte de generosidad consistente en reconocer en el otro, más allá de su posición de objeto probado, la cualidad al menos potencial de otro sujeto, de un sujeto probante; probante, primero, en el sentido de que el otro nos prueba [nos somete a prueba] con su presencia, y luego, porque jamás puede excluirse por completo que ese-otro-que-nos-pone-a-prueba no esté a su vez en trance de experimentar los efectos de nuestra propia presencia ante él.

      Considerado desde esta perspectiva, el “probado”, en tanto que hace sentido, no es un simple dato: se construye en la interacción, gracias a una puesta a prueba (con frecuencia recíproca) del sujeto por medio de las cualidades sensibles inmanentes al otro. Y no culmina en una fusión cuyo efecto sería reducir el uno al otro, sino en una realización mutua y coordinada, que presupone la autonomía de uno con relación al otro. Ciertamente, para sentir en primer grado, para “resentir” una sensación determinada, de ningún modo es necesario vivir la relación al otro como una relación dinámica. Lo es, en cambio, para captar en esa relación la emergencia de un sentido y la creación de un valor, por ejemplo estético. Por el contrario, aquello que no nos ha probado primero podrá sin duda tener significación, ser reconocido, descifrado, decodificado, interpretado, leído, pero, en comparación, tendrá poco sabor y no contribuirá a nuestra realización, a hacernos ser diferentes de lo que somos; a lo más podrá contribuir a que tengamos más, más posesiones o más saber.

      En esas condiciones, si probar tiene que ver, sin duda, con los estados del sujeto y con lo que habitualmente se llama las “pasiones”, se trata no obstante, desde nuestro punto de vista, de un género de pasiones paradójicamente muy activas en tal caso. En realidad, aquí están en juego dos maneras distintas de concebir el acercamiento a las pasiones. Al lado –y no en lugar– de la descripción de una pasión determinada (el sentimiento de “frustración”, por ejemplo) en términos de estados que pueden ser definidos con la ayuda de un vocabulario de la gramática modal (se siente “frustrado” aquel que se encuentra disjunto del objeto que quiere y que cree que le es debido), se pueden tomar también como objeto de una analítica de la pasión los procesos que se desarrollan entre un sujeto y su otro en el estadio de la puesta a prueba, unilateral o recíproca, en que consiste su puesta en contacto, cuerpo a cuerpo –relación que solamente se podrá describir, en cambio, en términos estésicos–.

      El momento de la pasión no viene en ese caso después de la acción, como resultado de un dispositivo modal presupuesto, sino que coincide con el momento de la interacción. En lugar de preocuparnos por afinar semióticamente la tipología de los estados pasionales ya repertoriados por la tradición filosófica y la gran literatura –admiración (Descartes), amor-pasión (Stendhal), avaricia (Molière), cólera (Nietzsche), entusiasmo (Kant), celos (Proust), y así sucesivamente–, nos interesaremos más bien en explorar la dinámica sin fronteras a priori de toda suerte de pequeñas pasiones vividas día a día, en cuerpo y alma (porque no ponen en juego la psique sino tocando al mismo tiempo el soma), en la experiencia de una confrontación de todos los instantes con las formas más diversas del otro en cuanto presencia sensible a nuestro lado.

      Gracias a los clásicos de la fenomenología francesa, comenzando por Sartre y Merleau-Ponty, y a una vasta literatura volcada a la exploración de la propioceptividad del sujeto en contacto con el mundo sensible, donde encontraremos autores tan diversos como Musil o Svevo, Proust, Simon o Sarraute, Sterne o Woolf, las pasiones de este tipo, en cierto modo modestas –vinculadas a nuestro simple ser-en-el-mundo–, tienen también, desde hace buen tiempo, su lugar en nuestro imaginario. Pero tal vez porque forman parte, muy humildemente, del curso ordinario de la vida, y además, sin duda, porque apenas se distinguen de las fluctuaciones o de los tropismos cambiantes a cada instante, ligados a la manera misma de sentirnos, o a nuestros “humores”, no forman parte, como dice Simmel, de las “formaciones puras a las que la lengua les presta nombre”8.

      Como de ellas vamos a hablar a lo largo de este libro, las llamaremos pasiones sin nombre. Dado que toda denominación tiende a congelar las identidades y a fijar programas, es claro que al sustraernos de este modo a la denominación, al sustantivo, tratamos de evitar deliberadamente circunscribir a priori y de reificar lo que, en nuestra opinión, debe quedar en el orden de lo abierto y de lo procesal. Como la semiótica solamente se ha ocupado hasta el presente de pasiones con nombre, faltaba, en efecto, explorar aquellas otras innombradas, que pueblan el espacio de las formaciones impuras, es decir, indefinidamente en formación, y mostrar que no se confunden necesariamente con lo indecible. Porque si esas pasiones no tienen nombre, tienen en cambio un principio general y común que nos va a permitir dar adecuada cuenta de ellas. Dicho principio es el que nosotros llamamos contagio del sentido.

      Con ocasión de un coloquio organizado en 1995 por Ignacio Assis Silva, ya desaparecido, sobre las condiciones de una aproximación semiótica a las relaciones entre cuerpo y significación, introdujimos la idea de contagio como matriz de un conjunto de pasiones interactivas y estésicas9. La explicitación de esa propuesta a lo largo del presente volumen se inscribe en el marco de la teoría del sentido en general, y representa, por lo menos para nosotros, una vía posible para superar la visión dualista evocada más arriba, que se mantiene aún hoy fuertemente arraigada en nuestro dominio.

      Para poner a punto estas propuestas, hemos tenido que proceder a un examen crítico de diversos aspectos de la teoría semiótica clásica, y sobre todo del modelo de la junción, en torno al cual ha sido articulada, así como de sus prolongaciones más recientes en términos de “tensividad”, y a fijar en contrapartida los contornos de un segundo régimen de sentido posible, el de la unión. Lo cual nos ha conducido a completar el aparato conceptual ya establecido, añadiendo un conjunto organizado de nociones nuevas, entre las cuales, además de las de unión y contagio, se encuentran las de ajuste y realización [accomplissement], y a título complementario, las de costumbre, proximidad, dispendio, e incluso imagen. Esta construcción constituye el objeto de la primera parte: De la junción a la unión. La segunda parte: El contagio del sentido, está consagrada a la confrontación del régimen de sentido anteriormente esbozado con diversos planos de la experiencia vivida (relación a la alteridad, a la temporalidad, al objeto visible). La última parte: Entre estesis y sociabilidad, propone una serie de ilustraciones en forma de análisis de casos, donde podremos ver cómo opera el contagio del sentido