aunque en esa misma medida más cómodamente analizable que el acto enunciativo que presupone. Lo mismo, más o menos, ocurre en ciencias naturales con esos materiales brutos, por así decir, demasiado vivientes, que comienzan por prepararse purificándolos y acondicionándolos antes de colocarlos cuidadosamente in vitro, porque de otra manera no podrían ser observados en buenas condiciones.
Hay que considerar, pues, la sabiduría de las precauciones metodológicas asumidas en los años sesenta, sin las cuales, probablemente, no se hubiera establecido ningún modelo semiótico eficaz. Era necesario proponerse en ese momento un plan de análisis drásticamente simplificado para sentar los fundamentos conceptuales de un método de análisis operativo y forjar instrumentos precisos de lectura. Pero hoy, gracias justamente a las conquistas obtenidas por las investigaciones conducidas desde entonces sobre aquellas bases, es posible la superación de aquellas premisas reductoras. Y ha sido, precisamente, otro libro del mismo autor –esta vez, del “último” Greimas– el que nos coloca en la nueva vía.
Ese libro, aparecido en 1987, es De la imperfección4, libro que marca el tránsito de una etapa decisiva después de un recorrido jalonado por la publicación de Del sentido I y II, de Maupassant y del Diccionario de Semiótica. En unos veinte años, esos trabajos, así como aquellos de los miembros del equipo constituido en torno al seminario semanal de la Escuela de Altos Estudios, permitieron desarrollar sistemáticamente una aproximación objetivante, inaugurada por Semántica estructural, y concretar un gran número de promesas, esencialmente acerca de una gramática narrativa de aplicación cada vez más amplia, hasta incluir finalmente, con Semiótica de las pasiones, la problemática de los “estados del alma” del sujeto5. Con el pequeño volumen publicado en 1987, trabajo a primera vista tan “literario” que la mayor parte de lectores, sobre todo en Francia, lo tomaron como una renuncia a las exigencias de una semiótica rigurosa, Greimas vuelve a las fuentes fenomenológicas de las que había partido y a las cuales nos hemos referido más arriba, y renueva con ello las perspectivas de la investigación, introduciendo un concepto clave, totalmente ignorado hasta entonces en semiótica: el concepto de estesis.
A partir de ahí, comienza a tomarse en cuenta la reintegración de las dimensiones perdidas de la significación, a las que hemos aludido antes. Por nuestra parte, después de La sociedad figurada, ensayo de descripción de las condiciones de emergencia del sentido en diversos tipos de interacciones, basado en una toma de distancia objetivante en relación con el objeto, hemos esbozado, con Presencias del otro, un primer paso en la dirección de una semiótica que trata por el contrario de adoptar lo más cerca posible el punto de vista de los sujetos implicados en las experiencias vividas, tomadas como objetos de estudio6. La ambición del presente ensayo consiste en dar un paso más en la misma dirección, proponiendo una conceptualización de tipo interactivo que permita describir semióticamente la manera como el componente sensible –estésico– interviene en la captación del sentido in vivo, es decir, en acto y en situación.
La dimensión estésica de nuestra relación con el mundo es aquella por la que nos es dado experimentar (éprouver) el sentido como presencia: formulación deliberadamente provocadora frente a los defensores de una “semiótica racional”. Hasta el presente, se han venido analizando significaciones articuladas, consideradas como pertenecientes al orden de lo inteligible y de lo cognitivo, y, de pronto, de lo que ahora se trata es de tomar por objeto un sentido del orden de lo sensible y de lo afectivo. Se pueden fácilmente imaginar, a partir de ahí, dos semióticas distintas y hasta, no tardando, dos escuelas rivales, que, en el peor de los casos, lleguen a ignorarse mutuamente, y en el mejor, puedan entrar en conflicto abierto: de un lado, los especialistas de lo discursivo, de lo cognitivo, de lo racional, de lo articulado, de lo categorial, de lo formalizable (y hoy, de lo tensivo); del otro, los amantes de lo prediscursivo, de lo sensitivo, de lo afectivo, de lo amorfo, de lo estésico, de lo impresivo (y, como veremos, de lo contagioso)… Pero en realidad, si puede constituirse una semiótica “de lo sensible” –o mejor, una semiótica capaz de dar cuenta de los principios de eficiencia de lo sensible en los procesos de constitución del sentido en general–, eso no podrá lograrse ni yuxtaponiéndose a la semiótica “de lo inteligible” bajo las diferentes formas que pueda adoptar, ni pretendiendo ponerse en su lugar. Una y otra de esas posibilidades terminarían por admitir como una necesidad incuestionable un corte, cuando, por el contrario, el verdadero desafío consiste hoy precisamente en lograr superar semejante dualidad.
Ciertamente, los semióticos no hemos inventado la distinción entre lo inteligible y lo sensible –entre alma y cuerpo–. Y nuestra meta tampoco consiste en descubrir la manera de pasarla por alto. Lo que nos debe preocupar en este momento es cómo dejar de oponerlos en teoría, y lograr mostrar, por el contrario, que más allá o más acá de la diversidad aceptada de los regímenes de construcción y de captación de sentido, el sentido es uno.
Lo cual viene a postular que el acto de “comprender”, entendido como la captación de significaciones discursivamente articuladas, no excluye sino que incorpora la experiencia sensible de un mundo vivido en el momento mismo en que hace sentido, y que, inversamente, el “sentir” constituye ya en sí mismo un primer modo de captación del sentido, de tal suerte que en la manera misma como experimentamos, incluso físicamente, nuestra presencia ante el mundo, está ya diseñada una forma de comprensión. Lo cual quiere decir que, desde nuestro punto de vista, lo sensible no constituye una suerte de suplemento cuyo estudio vendría ahora a enriquecer una problemática primera, más fundamental, que sería la de lo inteligible considerado como el terreno propiamente dicho de la investigación. De hecho, las dimensiones en cuestión son constitutivas, en conjunto e indisociablemente, de nuestro objeto.
Estos puntos de vista, que antes de De la imperfección hubieran chocado a no pocos semióticos, han llegado a constituirse ya, por así decirlo, en banalidades. Lo que resulta aún más difícil de hacer aceptar es la idea de que la superación de la concepción dualista que durante tanto tiempo ha llevado a fundar el desarrollo de la semiótica sobre el descarte sistemático de la presencia, de la sustancia, de la vivencia y de todo aquello que tenga que ver con lo sensible, pasa además por una revisión conceptual que concierne al estatuto, a la función, a la identidad misma del sujeto –el enunciador, que se considera que vive las interacciones que analizamos, y también el enunciante, que efectúa su análisis, los cuales tienden, por lo demás, a encontrarse, si no a confundirse–.
Mientras que la identidad ha sido definida en semiótica por el tipo de roles que un sujeto cumple dentro del universo narrativo, organizado este como un sistema de relaciones cerrado sobre sí mismo, no ha habido necesidad de entrar en los detalles de ciertas especificidades individuales, de orden existencial o material. En el marco de esos sistemas, toda identidad individual estaba dada de antemano en términos generales bajo la forma de funciones, de recorridos y de programas a realizar. La vida, o su simulacro narrativo, no hacían más que actualizarlos. Pero se puede defender también una concepción dinámica que haga de la persona-sujeto una construcción que adquiera forma en situación, en función de interacciones concretas con otro, con las cosas, y, por supuesto, con los textos, considerados igualmente como realidades de orden indisociablemente inteligible y sensible. Eso supone cierta disponibilidad para la interacción con las realidades de todo tipo con las que el sujeto se encuentra confrontado, una participación plena y total en los contactos con el otro, cualesquiera que sean su forma y su estatuto, una presencia efectiva y directa en el mundo sensible.
Desde este punto de vista también, la misma lógica de la marcha comprensiva que tratamos de desarrollar, nos impone la integración de lo somático y de lo sensible –de lo estésico– entre las dimensiones pertinentes del análisis.
Lo sensible no debería, por consiguiente, oponerse jamás a lo inteligible. Ni siquiera como su contrario por naturaleza. En cuanto objeto de conocimiento teórico y analítico, no difiere esencialmente de la otra dimensión. También él extrae su eficiencia de articulaciones que le son propias, de cualidades sensibles diferenciadas y modulables entre sí. Y, sobre todo, en cuanto que está investido en la materialidad de los seres y de las cosas, tiene sus figuras, su consistencia, un espesor, una plástica