occidentales hoy industrializados92. En el Perú, pese a que el sistema educativo exhibe avances substanciales para los últimos sesenta años —el analfabetismo ha retrocedido de 57,8 por ciento en 1940 a 27,5 por ciento en 1972, y a 7,2 por ciento en el 2000—93 sus insuficiencias impiden que exista una “reproducción” cultural que vaya más allá de unos rasgos gruesos. Pero las diferencias no radican solo en las deficiencias institucionales, sino en la sociedad. Más de medio siglo de migración ininterrumpida le da más peso a mentalidades que buscan resolver su desarraigo que a conservar las marcas del pasado. Lo cual por sí está disolviendo las bases estructurales que llevaron a discursos intelectuales binarios, como los del indigenismo y el hispanismo, y posteriormente a los del criollismo y el “mundo andino”.
El propósito de crear una cultura nacional equivalente a las europeas del siglo XIX y XX fue una quimera de los grupos dominantes del pasado que nunca logró curso. Sostenido en la idea de un mestizaje negligente hacia la diversidad étnico-cultural del país, fue para Fidel Tubino
… un discurso que fracasó, porque no pudo abarcar a los otros relatos ni constituirse en un relato en que nos reconozcamos los diferentes. El relato identitario del mestizaje como esencia de lo nacional no es un relato integrador, es un relato ideológico94.
La idea de “destiempo entre Estado y nación” es útil para una comparación al respecto95. Las unidades italiana o alemana, por ejemplo, contaron con clases dirigentes (burguesías) lo suficientemente vigorosas para reunir en un Estado capitalista un conjunto relativamente heterogéneo de identidades regionales, aunque con parentescos lingüísticos y étnicos. En cambio, el Estado peruano del siglo XIX fue casi insignificante jurídica y administrativamente, y en el siguiente, débil y centralista, mientras la nación era una entelequia que no borraba las inmensas distancias y desigualdades. El “adelanto” peruano del Estado con respecto a la nación dejó pasar su momento histórico para fundarla, a diferencia digamos, del México del porfiriato y el de Lázaro Cárdenas. La particularidad de la modernidad peruana ha sido, entonces, más el resultado de una serie de errores cometidos desde el Estado, que se resumen en el de identificarla con una perniciosa homogeneización cultural inclinada hacia lo criollo —desde Leguía hasta Fujimori, pasando por Odría y Velasco—, y de numerosas omisiones, que de un proyecto nacional.
Así, muchas prácticas culturales locales y regionales reposan principalmente en los esfuerzos de las colectividades mismas o en todo caso de los gobiernos locales. La celebración de fiestas populares y cultos religiosos se convierte hoy en una manera autónoma de afirmar la identidad y de conservar la memoria heredada. Relatos, personajes y símbolos desplegados en la escena pública son expresiones sincréticas que escenifican los conflictos fundantes de la colectividad y que, cuando menos en lo imaginario, son un modo efectivo de resistencia. Este decurso intercultural en reelaboración permanente es mucho más auténtico que aquel mostrado en la emblemática oficial no solo por sus actores, sino por su supervivencia, pese a las diásporas migratorias96.
Por ello, a diferencia de modernizaciones que, al ofrecer una experiencia urbano-industrial nueva, han incorporado como elemento inherente los acervos anteriores a través de políticas de Estado (España, Corea), el Perú oficial se limita a mitigar el olvido colectivo por oportunismo político o electoral. La falta de políticas interculturales consistentes ha dejado muchos cabos sueltos y un vacío de dirección, llenado por el mercado mediante las industrias culturales. De esta suerte, los medios se convierten en recolectores y diseminadores de los distintos sentidos comunes del país que, si bien tienen la virtud de inyectar nuevos discursos en el espacio público y desjerarquizar las artes, por otro lado cumplen el rol de difundir prejuicios y promover la inferiorización étnica. En esa medida, y a falta del logro efectivo de una cultura nacional oficial y ante el adelgazamiento de la memoria nacional, los medios de comunicación relevaron al Estado de su misión constructora de hegemonía primando, por lo tanto, la visión de esos sentidos comunes97.
El ablandamiento de la jerarquización étnica y la emergencia de nuevas formas culturales, yuxtapuestas, pero ajenas a las precedentes, es señal de un avance efectivo en materia de integración, gracias a tres generaciones de migración, al mercado y, en parte, a la acción política. Hay dos rasgos de esas formas culturales que merecen ser mencionados. Por un lado, son hibridaciones cuyos componentes provienen menos de matrices tradicionales. La falta de referencias suficientes de modernidad provistas por un proyecto nacional generó un vacío que llenan selectivamente los bienes simbólicos modernos ofrecidos por el mercado. De modo muy general, ahí en donde no ha habido condiciones para la reproducción, prima la apropiación. No es una lógica nueva, sino una constante del cambio cultural, combatida por el indigenismo, pero cuya aceleración en décadas de urbanización y de oferta cultural transnacional le dio más visibilidad. Hay apropiación cuando la gramática de lectura de los bienes simbólicos no se logra reproducir entre dos grupos culturalmente diversos y asimétricos98. En tal situación, los préstamos, las lecturas aberrantes o de doble código dejan de ser excepción, y el diálogo intercultural se va haciendo una realidad. Pero la reciprocidad hace de las apropiaciones un juego de espejos. Jorge Thieroldt ha señalado acertadamente que el auge musical de Chabuca Granda fue una apropiación aristocrática del vals criollo —que hace medio siglo no era muy admitido en los salones de la buena sociedad—, como la “tecnocumbia” de Rossy War, versión sofisticada de la “chicha” lo fue de los sectores alto-medios de los años noventa. Al mismo tiempo, debería añadirse que previamente hubo otro movimiento de vector opuesto, de apropiación desde lo subalterno. El vals antiguo (de “la guardia vieja”) fue originalmente una apropiación popular de los valses europeos bailados en las clases altas99, del mismo modo que los orígenes de la “chicha” están en los géneros bailables caribeños a gusto de las clases medias desde los años cuarenta. Ambas, criollismo y “chicha”, afirma, son creaciones populares que habrían generado un “nosotros” nacional en sus respectivos momentos100. La diferencia entre las dos épocas reside en la masificación de la industria cultural y en la corta vida de estos bienes, sujetos a las vicisitudes de la moda. Estas hibridaciones se generalizan a escala de todo el territorio, pero con tres aspectos que deben mencionarse.
Primero, la centralización y la relativa homogeneización de diferencias interregionales, que pudo acompañar a la consolidación del Estado-nación en los países centrales, se ve acompañada aquí de un proceso casi simultáneo de diferenciación del consumo simbólico moderno, que genera a escala del país una serie de segmentos desterritorializados, matizando la visión de conjunto.
Segundo, los cambios económicos a partir de la década de los ochenta confluyen con el auge de los medios masivos. Entre 1979 y el 2000, el número de televisores pasó de aproximadamente 47 por ciento de los hogares del país a 79,2 por ciento, y la tenencia de receptores de radio de 80,6 por ciento a 91,7 por ciento, ubicando al Perú en los estándares altos del Tercer Mundo101. Periodo de ingreso a los avatares del subempleo, de la inestabilidad laboral y la recesión, en el que declinan con pérdida de protagonismo grandes actores colectivos modernos como el movimiento obrero y el gran empresariado nacional. En medio de mapas sociales borrosos y efímeros, el sujeto social se define menos por su ubicación en las relaciones de producción que por sus identificaciones en el consumo. No hay que caracterizar a este deslizamiento solo por los problemas de exclusión laboral que acompañan al Estado neoliberal. Es acaso más importante buscar en los modelos de vida que genera la cultura de masas tras la apertura de las importaciones. Así, los escenarios de supervivencia y la ética popular de trabajo y ahorro familiar conviven con los proyectos de vida que el márketing llama “aspiracionales”, cuyos referentes son las vitrinas de los malls y los medios audiovisuales. Como plantea Romeo Grompone: “La consecuencia, entonces, puede ser un replegarse a lo estrictamente familiar como valla de contención, o en su defecto, que esta debilidad se extienda a los círculos mismos de parentesco, provocando total o parcialmente su disgregación”102.
La permisividad derivada de la secularización acentúa la búsqueda de la particularidad propia que se convierte en fenómeno colectivo de apropiación de emblemas de lo transnacional procurando satisfacciones inmediatas de pertenencia a colectivos imaginados como puede percibirse en los jóvenes populares. Con lo precario