Javier Protzel

Procesos interculturales


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      Clases medias en esa Lima, mestizos y mestizas en el Cusco, son también los apelativos genéricos de grupos que, viviendo procesos de diferenciación, oscilaban entre autoidentificarse y ser identificados por los demás. Estas dinámicas de interpelación y constitución de nuevos sujetos sociales son importantes para entender las transformaciones culturales modernas. Traduce un problema previo de definición de la realidad, pues la denominación del sujeto permanece como algo irresuelto y móvil, que puede cambiar según la posición ocupada por interpelante e interpelado. “Indio”, “cholo”, “campesino” o “de clase media” son significantes que designan a un sujeto específico y al mismo tiempo la posición de quien lo nombra y lo tipifica, que adquieren un cariz especial al tratarse de la generación de “sentimientos nacionales”. Movimientos sociales emergentes en costa y sierra61 y el crecimiento de Lima, que para 1920 se acercaba a los 225.000 habitantes, desafiaban a los grupos dirigentes a elaborar un pensamiento más orgánico e incluyente sobre lo nacional. Las preguntas ya no surgían ni de la desmoralización de la derrota frente a Chile ni de la quiebra económica. Al provenir de la evidencia de conflictos políticos derivados de la dominación cultural y social, convocaban con urgencia al planteamiento de soluciones. Se enervaba una “cuestión identitaria” poniendo en tela de juicio la ralas bases simbólicas sobre las que se edificó la República en el siglo XIX. Los miembros de la intelligentsia de la Generación del Centenario —Mariátegui, Haya, Basadre— plasmaron estas preguntas en unos textos que hablaban de las mayorías excluidas en toda su heterogeneidad cultural y proponían una acción política que, al menos segmentariamente, las iniciaba en la vida ciudadana62. Se inauguraba así una nueva etapa de la constitución de nuevos sujetos sociales, por ellos mismos o por el discurso de los otros.

      La entrada a Palacio de Leguía en 1919 mediante un golpe de Estado es importante por marcar la quiebra de la oligarquía. Puede afirmarse con Bourricaud que desde entonces la derecha peruana no volvió a tener un partido propio63. El régimen de Leguía buscó diferenciarse de los anteriores mediante una ampliación de alianzas y la adopción de una perspectiva expresamente modernizadora a escala nacional. Por ello, hizo suyas las banderas indigenistas, creando organismos estatales de defensa del campesinado indígena, en velado, pero insólito, enfrentamiento con los gamonales. No obstante, este indigenismo de ribetes paternalistas duró pocos años64, tras los cuales el leguiismo se volvió conservador, pero impulsor de nuevas clases medias y de abundantes obras públicas.

      Esto último es importante por cuanto la formación de una cultura nacional no pasa solo por la escena política. A Leguía se le recuerda por el crecimiento que experimentó la capital a lo largo de su oncenio, que seguramente tiene en su haber el eclipse de la añoranza criollista de las décadas anteriores. Obviamente, la diferenciación social y ocupacional que acompañó a la expansión urbana (375.000 habitantes en 1931) reforzó sin duda el centralismo económico y aumentó las distancias económicas entre el interior y la capital65. Esto implicó una transformación de las mentalidades, pues los lugares correlativos entre las élites y el sentido común popular se modificaban. Si bien es cierto que el poder económico oligárquico y su espíritu señorial quedaron poco afectados hasta los años cincuenta para quebrarse a fines de los sesenta, no cabe duda de que las matrices de la memoria popular urbana iniciaron un proceso de liberación más temprano, dejando descolocadas a las élites. Mientras los procesos políticos seguían controlados por un poder oligárquico, la secularización de una sociedad ya regida por el mercado se hacía incontenible. Recuérdese que el colapso posterior a la guerra con Chile condujo a mediano plazo a la extinción de buena parte de los rasgos de la herencia colonial. La estrictez del catolicismo decimonónico se enfrió. Más aun, el restablecimiento de la hegemonía oligárquica alcanzado durante la República Aristocrática difícilmente podía respaldarse solo en valores religiosos. Por ello, la contratación de una misión militar francesa por Nicolás de Piérola en 1896 no consistió solo en profesionalizar al ejército. Los instructores eran oficiales de la III República Francesa, de un país también derrotado y con gobiernos anticlericales66. Por ello, y seguramente sin que ello fuese algo expresamente buscado, el culto a los héroes y a los valores patrios confluyó con la ampliación de la ciudad.

      Como señalamos más arriba, el trazo de las grandes vías, plazas y parques obedecía a una versión criolla de urbanismo europeo, pero la abundancia de monumentos escultóricos y de toponimia militar en las nuevas calles respondían al peso que secularmente habían tenido los institutos armados67. Además, el mantenimiento de un espíritu jerárquico y una simbólica castrense confluyó con una modernización en que los referentes culturales tradicionales tendían a diluirse. En otros términos, debe prestarse atención a que una cultura se va construyendo de modo no consciente, pero sistemático, como un paquete de prácticas y bienes simbólicos más o menos integrado, pero con elementos contradictorios y dispares entre sí. De los años diez a los setenta, la urbanización limeña contuvo una reescritura de la historia sobre el espacio urbano que, observada retrospectivamente, es un relato que ensalza sobre todo al poder, acaso más militar que civil. Plástica monumental, que es uno de los tantos ladrillos con que se edifica una cultura moderna, de cuyos aspectos políticos es mejor observar el largo plazo, pues cuenta menos fijarse en cuántos regímenes militares ha habido y cuándo, que en la continuidad de un largo proceso de secularización. En este, siguiendo la idea de Weber, la religiosidad se disipaba y trasladaba al fuero interior, pero sin un Estado moderno que validase o proveyese una simbólica secularizada de recambio convincente y una ética social. En suma, quedaba de manifiesto la fragilidad política de los regímenes civiles oligárquicos que, por mantener buenas relaciones con la Fuerzas Armadas entre las décadas del treinta y el sesenta, fomentaron esa iconografía castrense, descuidando además la integración nacional que necesariamente entrañaba la modernización. Desde los años veinte, el crecimiento de Lima, inimitable en el interior del país por su monumentalidad, por los largos recorridos que sus amplias vías permiten y por su variada oferta de consumo, consolidó un centralismo tan económico como mental que no era solo corolario del poder económico, sino del centralismo de las sucesivas clases políticas mismas.

      Por el contrario, la región serrana durante el mismo periodo no experimentó una modernización equivalente. La baja productividad, el mantenimiento de técnicas tradicionales y las exacciones de los latifundistas fueron provocando un lento declive de las comunidades a medida que el comercio y el salario se implantaban en las pequeñas localidades serranas. El intercambio desigual ha ido erosionando una autonomía comunitaria que, de ser idealizada por indigenistas como Castro Pozo, reveló ser una mistificación, de cuya evidencia dan cuenta los estudios antropológicos a partir de la década del cincuenta, mostrando que las relaciones con el exterior habían determinado una dinámica permanente de adaptación68. Además, la tesis de José María Arguedas sobre las comunidades de Extremadura sustentaba que las andinas no eran una simple supervivencia precolombina, pues su organización se basaba en los ayuntamientos españoles69. Pero, pese a que la atomización del trabajo comunal en 1961 era un hecho antiguo y las grandes migraciones hacia la costa entraban a su momento de mayor intensidad, aun en la sierra sur70, estos contrastes económicos no dejan de sugerir una figura dualista en la relación costa-sierra. Sin embargo, desde la óptica de la construcción de una cultura nacional, lo interesante es confrontar el cambio diferencial de mentalidades entre estas regiones. Cotler recoge un indicador interesante: en 1966, solo el 0,4 por ciento del parque de receptores de televisión estaba en la sierra71.

      Por cierto, las desigualdades estructurales explican el ahondamiento de estas diferencias, aunque no hayan sido el factor exclusivo. Luis E. Valcárcel, el más conocido de los intelectuales indigenistas, fue nombrado Ministro de Educación en 1945. Durante los dos años de su gestión, creó unos Núcleos Escolares Campesinos (inspirado en un modelo norteamericano) que debían impartir una educación en comunidades (consideradas en la época prácticamente como reproducción del ayllu precolombino) en la que se perennizasen la “pureza” de la particularidad cultural indígena (lengua, costumbres, creencias, técnicas, etcétera) para mantener a estos “indígenas” fuera de la contaminación occidental. Tracy L. Devine72 considera que, pese a lo avanzado de la medida para la época (balanceaba el peso del hispanismo, además),