Javier Protzel

Procesos interculturales


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entre el sujeto y su colectividad que por mediación de la industria cultural implica una reflexividad sobre el cuerpo propio, que es autoconstrucción de la imagen física deseada al mismo tiempo que reciclamiento de una identidad étnica o de varias confluyentes en un mismo espacio104.

      Y tercero, de la extensión de estas hibridaciones a escala nacional no resulta un conjunto nacional integrado y diferenciado respecto a las culturas de otros países. Las industrias culturales de cierta magnitud, como las finanzas y el comercio, se apartan fácilmente de las lógicas de los mercados internos y pasan a circular en redes mundiales de comunicación. Este intercambio va borrando fronteras y cambiando los imaginarios sociales, aunque imperceptiblemente en el corto plazo.

      Hay que hacer una observación sobre la desterritorialización del consumo. Cambia substancialmente el significado del “espacio”, convertido en una categoría analítica disociada del “lugar”. El primero es el ámbito imaginario y móvil de una experiencia que tiende a comprimirse: la televisión muestra en “tiempo real” un partido de fútbol jugado a miles de kilómetros de distancia o hace vibrar simultáneamente a gente de diversas regiones. Espacio, además, móvil: la Procesión del Señor de los Milagros de hecho ha recorrido la Quinta Avenida de Nueva York y otros sitios en el mundo. El segundo es el topos físico concreto, irreductible a la mediación tecnológica y escena insustituible de interacciones directas: la vida del barrio en la gran ciudad o la del poblado pequeño105. Ahora bien, de una generación a la siguiente se erosionan los referentes simbólicos territoriales basados en relatos y destinos comunes que se intentó depositar en la memoria y la cultura nacionales. Por un lado, los referentes nacionales republicanos se ven crecientemente agujereados por bienes simbólicos y materiales foráneos, lo que no significa la desaparición de los sentimientos nacionales, sino su restricción a determinadas posiciones y momentos del sujeto. Por ejemplo, los emblemas clásicos provenientes del siglo XIX no funcionan como tales, pero sí reaparecen bajo formas nuevas del equipo nacional de fútbol jugando un partido cuya transmisión televisiva tiene más convocatoria que cualquier otro acontecimiento. Y por otro, las identidades locales tienen la posibilidad, al menos teóricamente, de “saltar” por encima de esos referentes conectándose al movimiento mundial, conservando el lugar tradicional, o eventualmente creando uno nuevo, como ocurre con la lucha por el control del territorio con las pandillas juveniles en muchos sitios del mundo.

      En conclusión, el déficit histórico del Estado y de las élites para construir una cultura nacional no ha sido óbice para que esta se constituya. La dinámica generada desde el mundo popular utilizando sus formas tradicionales de organización y la apropiación selectiva de los recursos modernos, los medios de comunicación entre otros, es una respuesta equivalente que viene dándose desde hace varias generaciones. Empero, lejos de idealizar al mundo popular, hay que dejar constancia de que el genuino diálogo intercultural en el país moderno no significa que el Estado y las élites dirigentes sean innecesarios. Al contrario. Si el paradigma criollos/andinos ya no define las culturas del país y hemos ingresado a una nueva época con nuevos conflictos de ribetes culturales —la delincuencia, las pandillas—, estos se agregan a otros que aún no desaparecen, como el subtexto racista y el espíritu jerárquico que perviven en la vida cotidiana. Lo peor de una cultura nacional homogeneizante es la dosis de falsedad con que oculta realidades y la retórica con que destaca idealidades. Bajo la desgastada oratoria de los políticos y la estereotipia oficial y acrítica sobre las virtudes del mestizaje presentada en el espacio público, subyace —además del cinismo y el “choleo”— la “criollada”, que designa un substrato cultural al mismo tiempo que, como lo ha señalado Gonzalo Portocarrero, una emoción característica y extendida, la del goce con la trasgresión, la “pendejada”, signo de ausencia de una verdadera cultura cívica nacional y de baja autoestima106. En ese marco, las imágenes y discursos de las industrias culturales, motivadas comercialmente, nutren con falsos estereotipos los distintos sentidos comunes existentes en el país, recortando así los esfuerzos que la sociedad civil despliega en la materia cuando asume su misión, según términos de Antonio Gramsci como “el contenido ético del Estado”.

      En su estudio de la sociedad de la información, Manuel Castells hace una puesta al día de la idea de cultura nacional. Distingue tres tipos de identidad, la “identidad legitimadora”, la “identidad de resistencia” y la “identidad proyecto”. La primera, la legitimadora, es introducida por las instituciones dirigentes, vale decir, la instauración de un “nosotros” simbólico que en el Perú fue débil y ahora sigue siendo controversial. La segunda, la de resistencia, acompasó a la primera y, gracias a su supervivencia, el país siguió conservando un valioso acervo. La tercera, la identidad proyecto, se desarrolla con la crisis del Estado-nación y de sus políticas de redistribución. La generan “… basándose en los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social”107.

      El eclipse de la identidad legitimadora y el cuestionamiento prácticamente mundial de la capacidad de los Estados para atender las demandas de la población no lleva, sin embargo, a la crisis y disolución del Estadonación como forma jurídico-política de integración. Pero sí a un reciclamiento en el que pierde su centralidad simbólica, del mismo modo en que las identidades de resistencia van perdiendo importancia a medida que las creencias que las animan se desvanecen y las cercan las fuerzas del mercado. En cambio, desde la identidad proyecto, es posible conciliar la memoria histórica con la razón instrumental que rige las sociedades actuales. Hay dos diferencias específicas que la separan de las otras: la inevitable mediación del mercado y la centralidad del individuo. Más bien, uno envuelto en una dinámica constante de “subjetivación” que, tomando el término de Alain Touraine, es la lucha por construir y “defender la individuación contra la lógica impersonal del mercado, y por otro lado, un abrirse paso contra los poderes personalizados de la comunidad tradicional y de la tecnocracia”108. Las limitaciones de esa subjetivación son severamente puestas a prueba con la globalización, interconectando lo nacional y lo subjetivo. Cuando hay déficit educativos clamorosos, baja autoestima y un país sin horizontes claros, es difícil no permanecer excluido. La competitividad, virtual motor de la globalización económica, tiene también dos caras desde la óptica del desarrollo humano: cada una de ellas, un reto. Para el mercado, es búsqueda instrumental de la eficacia, pero esta solo es posible recuperando y afirmando las identidades fragmentadas, reconciliándolas como diversidad que nunca dejó de ser.

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