Javier Protzel

Procesos interculturales


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avenidas y plazas de la Lima cuyos gobernantes aspiraron a modernizar en la primera mitad del siglo XX fueron adornadas con estatuas y conmemoraciones arquitectónicas de batallas, héroes militares y hombres públicos insignes consagrados por la historia oficial, lo que incluso alcanzó a la toponimia de las ciudades al ponerse a las calles los nombres de personas expresamente elegidas para ser perennizadas con ello.

      Y, en segundo lugar, también hay una paradójica disyunción entre memoria nacional y modernidad. Aquella se cimienta sobre tradiciones inventadas que aspiran a la inmutabilidad, a ser las esencias de una personalidad colectiva. Lo podemos ver en los estilos arquitectónicos de las edificaciones oficiales, que pretenden cierto clasicismo y a menudo toman como modelo a la plástica monumental grecorromana (el Palacio de Justicia), o ciertas variantes estilizadas del barroco (Palacio de Gobierno, la Municipalidad de Lima), y algunas más recientes, una volumetría gruesa y ortogonal de vidrio y concreto armado cuyas connotaciones de autoridad e inaccesibilidad delatan su inspiración militarista. Todo ello funciona en los espacios sociales específicos correspondientes a cada país y se circunscriben a la temporalidad del metarrelato nacional al que simbolizan51. En cambio, la experiencia de la modernidad no tiene fronteras; en ella, imperan la racionalidad, la funcionalidad y el espíritu de sistema, y afectan la sensibilidad del sujeto inmerso en ella. Pero, frente a la fascinación de las ofertas simbólicas que trae el consumo en los mercados abiertos, está el contrapeso del anonimato en la calle y en el trabajo, de la fugacidad y despersonalización de las relaciones sociales, corolario de lo cual es la nostalgia de la tradiciones anteriores que, en el Perú de inicios del siglo XX, llevaron a la idealización del pasado.

      No es casualidad que la modernización y el estado de ánimo de aquella época influyesen en la sustentación de las élites de entonces de ciertos rasgos propios que se agregaban a la cultura nacional en formación, tanto en el criollismo como en el indigenismo. El criollismo es al mismo tiempo una forma cultural costeña urbana y un discurso retrospectivo y defensivo que ingresó al sentido común. Julio Ortega no se equivoca al comentar La flor de la canela de Chabuca Granda afirmando que “… el río, el puente y la alameda son, al final, creaciones del discurso. Mucho más importantes en la añoranza que en su modesta realidad”52.

      Pero la evocación criolla tiene algo de ambivalente. El elemento nostálgico de esa “Lima que se va”, utilizando el título de José Gálvez, se torna en sentido común, como reacción frente a lo que quizá se percibió como la desnaturalización de aquella “autenticidad” de la molicie y de lo festivo que quedó en el pasado. O como la queja de aquellos cuya pobreza se hizo intolerable ante la arremetida del pragmatismo capitalista. El criollismo es urbano, por tener como escena a la calle, los lugares de acceso común a todos, es decir, el primer espacio público que creció y se transformó en el país. Recordando que aristócratas y populares se cruzaban en las calles limeñas del siglo XIX e incluso tenían residencias contiguas, constatemos que la modernización introducía separaciones espaciales, pues la élite empezaba a mudarse a barrios nuevos. La arcadia criolla es por lo tanto integradora y policlasista, pues idealizadamente “… el pueblo ocupa ahora el espacio abandonado de la tradición y, desde sus ruinas, reconstruye la precaria salud social por lo cual (…) el espacio de lo nacional es identificado con la tradición venida a menos, con el mercado de la pobreza”53.

      De ahí que el elogio de “la gracia” y la picardía criollas, el culto a la jarana y la mitificación de cierto acervo particular (cocina, jerga, música, procesiones, etcétera), tienda a construir una identidad cultural basada en valores de transacción y ensayos de heterogénea legitimidad social, como el mismo Ortega señala. La eficacia simbólica del criollismo hace necesario precisamente distinguir entre historia cultural y tradiciones inventadas, como lo ilustra buena parte de la obra de Ricardo Palma, que es el gran relato del criollismo. Hay otros escritores, menos conocidos, que podrían dar otra visión de la vida limeña54. Si una identidad colectiva moderna se construye bajo circunstancias concretas y, por lo tanto, selectivas, la Lima de turrones de doña Pepa y calesas no es la misma que la de las coimas y los callejones. Por ello, queda una pregunta acerca de qué otras alternativas pudo haber para significar al mundo criollo fuera de las mistificaciones más conocidas55.

      Mayor que la combinación de orientaciones modernistas del Perú oficial y el elogio ambivalente del criollismo por la clase media, es la distancia que separa la cultura costeña del indigenismo cusqueño. En una y otra, la relación entre superiores y subalternos es determinante para definir la cultura nacional. Mientras el afán oligárquico consistía en occidentalizar y fomentar el productivismo controlando la presunta holgazanería y sensualidad, en la visión cusqueña, había una idealización de lo indígena.

      La Revista Universitaria, mencionada más arriba, catalizó un movimiento intelectual con intereses en varios campos, comprometido en el rescate de la cultura del campesinado, en incorporarlo a la vida nacional y en “borrar las diferencias étnicas y sociales que lo colocan en un plano inferior”56. Según reseña un estudio de Marisol de la Cadena, el doctor Alberto Giesecke, rector de la Universidad San Antonio Abad y animador de la publicación, emprendió en 1912 un censo del Cusco en que figuraba la adscripción racial de cada censado (“blanco”, “mestizo” e “indio”). Esta taxonomía estrictamente fenotípica tendía a “poner a cada uno en su lugar”, en otros términos, a esencializar la condición de indígena, diferenciándola de la mestiza, y a “blanquear” a los cusqueños no indígenas poniéndolos en la élite57. Esta primera etapa del indigenismo cusqueño era la traducción de un clima social que exigía marcar esas distancias, afirmando lazos comunes de una región que, por historia, debía ser una especie de ombligo identitario de la nación, sin que los enunciadores de esas ideas perdiesen su superioridad. Pero ¿a título de qué pretendía esa oligarquía cusqueña ser capa dirigente en un discurso cultural indigenista? De la Cadena destaca el distingo de estas élites indigenistas cusqueñas entre el indígena real de entonces y su idealización incásica. El primero era la versión degenerada por siglos de coloniaje del segundo. Y a cada uno correspondía una competencia lingüística: el estamento superior reclamaba su dominio del cápac simi, lo que fue el habla de la nobleza incaica, la “académica” efectivamente conservada; en cambio los indígenas habían seguido expresándose en el quechua demótico, el runa simi. Esta línea de demarcación lingüística entre unos y otros exoneraba a la clase superior de ser incluida en las zonas borrosas del mestizaje biológico, justificando también su misión local de redención paternalista mediante la preservación de la “raza” sin la contaminación de la mezcla, considerada dañina. Con ello, esta élite se proyectaba a escala del país, pues constituía una visión de la nacionalidad con una continuidad en el tiempo. Después de 1920, la cuestión del indigenismo ingresa a un segundo momento en que se matizó. Bajo el influjo del comunismo y del aprismo incipientes, la realidad y la conveniencia del mestizaje fueron aceptadas58. Estas ideas “neoindianistas” contienen un planteamiento intercultural, pero con un fuerte acento en lo autóctono, interpretado como una esencia de elementos naturales, determinantes por su fuerza telúrica. Así, este momento pleno del indigenismo va a descalificar al hispanismo de las élites capitalinas: “Los intensos discursos y escritos de los cusqueños tomaron cuerpo como ‘serranismo’: un fuerte sentimiento desde donde se construyó una versión de nacionalismo, contestataria del promovido por Lima”59.

      En este serranismo y en el criollismo, había (y aún hay) una jerarquización que distingue entre la “gente decente”, es decir, la capa superior, y las categorías comprendidas en el genérico “pueblo”. El celo por distinguirse de los subalternos implicó cultivar valores señoriales y de honor de origen español, como lo ilustra David Parker en su estudio sobre las apariencias de “decencia” de las clases medias empobrecidas de la Lima del Novecientos. La “decencia” en el Cusco era la de un aristocratismo incásico, quechuahablante y autodenominado blanco, así como, en Lima, correspondía a afirmar la cuna y el apellido, antes que el dinero. Entonces, así como en el Cusco el ingrediente antilimeño de las élites era defensivo, en Lima lo era la reivindicación del linaje frente al dinero de las clases sociales ascendentes de origen no hispánico60. En las situaciones que tipifican ambas ciudades, se reconoce una dificultad de ubicación de las categorías