Javier Protzel

Procesos interculturales


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por los limitados ámbitos de circulación de un discurso republicano que, para efectos concretos, resultaba ser una utopía. Y tanto más en una sociedad estamental como la peruana cuyas dirigencias se han caracterizado durante dos siglos por ser tan propensas al rentismo e inhábiles como agentes económicos de la integración. Es por lo demás inverosímil creer, mucho más antaño que hogaño, que pudiese haber un ejercicio estatal de la autoridad sobre vastas extensiones de un país que, tierra de nadie, quedaban libradas a la exacción abierta y al bandidaje. Bajo tales condiciones, con desgobierno y sin élites transformadoras, la protesta violenta cunde mientras el Estado se convierte en un botín que, como señala la lectura que McEvoy hace de Theda Skocpol26, cobra una autonomía particular. Me parece necesario agregar un gran aporte de Skocpol, pertinente para el Perú, acerca de la naturaleza del Estado, que no es una “arena” de la que se apropia la clase que vence en la lucha —interpretación marxista— o bien el lugar hacia el cual convergen la lógica del mercado y el consenso en aras del bien común —interpretación liberal. En casos de crisis económica y descomposición social, el rol real del Estado es efectivamente el de un actor con intereses propios que maneja una lógica autónoma27, como en este patrimonialismo poscolonial de anteayer, y con cierto aire de familia en los populismos y mercantilismos de militares o civiles de ayer, así como en el saqueo del erario público con amplio dispendio asistencialista del régimen de Fujimori al voltearse el siglo.

      Desde ese enfoque, es más difícil reconocerle al Estado la representatividad permanente del interés nacional y su rol arbitral, que su frecuente condición de facción en pugnas por motivos de lucro, incluso en el conflicto con Chile. Así, el Estado prefirió conciliar con los ocupantes chilenos contra la rebeldía étnica y de clase de los campesinos que resistían en las montoneras, como ocurrió en la sierra norte y central en 1882. Estando Lima ocupada por tropas chilenas y Cáceres replegado en Ayacucho, el invasor pasó a la sierra central a pertrecharse mediante un pillaje devastador. Esto involucró directamente a las comunidades del Mantaro en la defensa contra el saqueo. Aunque terratenientes y campesinos tomaron acción conjuntamente, pronto los terratenientes se vieron desbordados por reclamos de tierras originados en derechos ancestrales. Deseosos de una paz rápida que los protegiese del peligro de las montoneras, ponían al desnudo las hondas diferencias étnicas y de clase entre campesinos y terratenientes, motivando que estos últimos acudiesen a pedir auxilio a las fuerzas de ocupación para ser protegidos de la rebelión popular de sus connacionales, lo que les valió la acusación de ccala-cuchis (puercos desnudos)28. Y por el lado de Lima, fue la pluma misma de Cáceres que señaló posteriormente la tibieza de la oligarquía para resistir al invasor29.

      Firmado el Tratado de Ancón, la conflagración con Chile concluía, pero los combates internos proseguían en virtual guerra civil entre las fuerzas oficialistas del general Iglesias, quien aceptó la rendición, y las montoneras rebeldes del general Cáceres, con reclamos patrióticos y étnicos. Esto duró varios meses hasta que este último se avino a aceptar los términos de la paz que originalmente consideró indigna, y se volvió más adelante él mismo, como presidente, contra estas montoneras, con lo cual se arrebataba a los pueblos de la sierra central el inmenso mérito de haber sido probablemente los más esforzados combatientes del Perú30.

      Además de un Estado débil, la guerra con Chile mostró una nación con profundas enemistades internas. Las clases superiores hicieron una lectura racista de la derrota, influidas por las teorías sobre el determinismo biológico. La inferioridad atribuida al indígena —”una máquina”, diría posteriormente el filósofo Alejandro Deustua— llevó a culparlo del fracaso, ya sea por su incompetencia militar, ya sea reprochándole su rebeldía. ¿Cómo hablar de nación, incluso como “comunidad imaginada”, con esas mentalidades? Más allá del racismo antiindígena y del divorcio militar y político entre montoneras caceristas rebeldes en la sierra y burócratas limeños conciliadores, existían divisiones dentro de los sectores subalternos mismos que llevan a Wilfredo Kapsoli a afirmar que “… no existía en la base misma de la sociedad, la posibilidad de una unión nacional, mucho menos una conciencia nacional que permitiera una resistencia férrea y orgánica a la agresión chilena”31.

      En suma, lo que separa al discurso estatal oficial de las mentalidades existentes hasta la guerra con Chile, más que un desfase, es una contradicción flagrante entre dichos y hechos. Las estructuras de dominación estamental corresponden tanto a la sobrevivencia de prácticas coloniales como al desorden provocado por el “desconocimiento”: así llamaríamos a la forma social republicana del siglo XIX que es parte de un pacto social no escrito. Y en un doble sentido. Por un lado, el no saberse sujeto de derecho es rasgo cultural de la mayoría excluida de la república e ingrediente de la mentalidad criolla, que ignora la ley, en el sentido de pasar persistentemente por encima de ella. Y por otro, el no-reconocimiento del Otro cultural, el menosprecio y el prejuicio inveterado. Reflejando de modo benigno esa orientación, García Calderón escribió unos años después de la guerra un libro en el que, sin dejar de ser crítico, señalaba que los verdaderos “peruanos” eran los occidentalizados, mientras que la inmensa mayoría de sus habitantes lo serían al cumplirse un inexistente proyecto nacional32.

      Estas confusiones de nombres no son curiosidades irrelevantes, sino indicaciones semióticas de la posición de fuerza desde la que un sentido se produce. Que una mayoría genérica sea considerada extranjera dentro del país en que ancestralmente vive por quienes se llaman a sí mismos “peruanos” nos hace recordar —más acá de las anteojeras ideológicas— que en la identidad hay dos elementos que deben resaltarse aquí. Por un lado, el juego de interpelaciones entre los sujetos, el Mismo y el Otro, con inevitables definiciones y valoraciones recíprocas, pero asimétricas. Esas definiciones no están alineadas siempre en el mismo eje; lo que el Mismo piense sobre el Otro puede no ser lo que este último piense sobre sí mismo y viceversa, lo cual genera confusión y lucha por imponer esa definición. Por otro lado, en la medida en que una identidad nacional designa un agregado complejo e inasible para una percepción localizada, pensar lo identitario es ubicarse en el plano del discurso; por ello, la identidad nacional se hace inteligible articulándose como un “relato”, para alcanzar estabilidad en el tiempo y difusión social como un “paquete” discursivo, al que se le van incorporando otras piezas, las de un repertorio simbólico, que progresivamente la integran como una cultura.

      Ahora bien, es necesario observar cómo las consecuencias sobrevenidas después de la guerra con Chile no son solo de tipo económico y político, sino principalmente culturales. Los despojos territoriales, las bancarrotas morales y materiales y la pérdida del horizonte llevaban a interrogaciones radicales, con lo cual la figura del desconocimiento perdía curso, y se reactualizaba el tema de los clivajes étnico-culturales y la definición de lo nacional. Así, la noción de “raza” como principio identificador y diferenciador cobró rango intelectual, propulsada en Europa por una mezcla del positivismo precisamente con cierto nacionalismo. Es curiosa la oportunidad en que esta combinación aparece. Fue erigida por las capas conservadoras como argumento “científico” sustentatorio del atraso nacional aunque ya desde principios del siglo XX fuese de mal tono esgrimirlo en público. Gonzalo Portocarrero plantea que “las doctrinas racistas fueron la ideología implícita del Estado oligárquico”33 subyacente al mantenimiento de un régimen señorial hasta 1968, basado en la presunta incapacidad de los indígenas para modernizar al país y legitimando su autoproclamada superioridad. Portocarrero insiste en el carácter “invisible” de ese racismo, pues ha atravesado transversalmente la vida social peruana pese a que las leyes, las instituciones y los discursos públicos lo negasen.

      Esta relación contrariada entre ideas sociales y realidad no ha resultado solo de la validez científica de sus asertos; es en buena parte una cuestión de actores sociales y políticos, así como de factores materiales. El “problema del indio” se expresó en una serie de discursos que inicialmente cargaban la resaca de la derrota y el fantasma de la inviabilidad señalando con el dedo la inconsecuencia de las élites, como aparece en los textos de Gonzales Prada, aunque la discusión se cristalizase recién en las