Javier Protzel

Procesos interculturales


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Los componentes de aquello que, al convertirse en cultura “oficial”, encarna a la nación como conjunto son, por lo tanto, materiales simbólicos y discursivos que a menudo se han impuesto políticamente, fruto de la pugna o la negociación, a semejanza de las culturas que les sirven de modelo, las del Estado-nación occidental moderno. Dicho muy simplemente, aunque lo nacional se origina en la experiencia de la identidad vivida por cada cual, también es relato contado, leído, aprendido a través de las instituciones en que estamos inmersos y de quienes organizan esos materiales. Pero es prácticamente imposible que los discursos políticos y académicos sobre esa cultura nacional no se desfasen con respecto a los de la experiencia cotidiana. Distancia que ha sido y es constante en el Perú, sin que la diversidad pueda explicarla, debiendo más bien interrogarse el rol desempeñado por los grupos dominantes en sucesivas escenas gubernativas. El persistente telón de fondo de desigualdad y diferencias étnico-culturales impide pensar seriamente, tanto en un proceso acabado de construcción nacional, como en la existencia de élites durables y socialmente influyentes capaces de elaborar una visión consistente sobre nuestras identidades. Así, frente a los elementos de continuidad en el espacio y en el tiempo contenidos en “la promesa de la vida peruana” que Basadre quiso intuir hace más de medio siglo como principio integrador de la nación, los escenarios posteriores han tenido efectos imprevistos, disruptivos1.

      El propósito de este ensayo es hacer una síntesis interpretativa sobre las dificultades de construcción de una cultura nacional y de reflexionar sobre sus consecuencias en el marco contemporáneo de mundialización. Pretendo establecer selectivamente líneas de continuidad entre el pasado republicano y el presente, en particular de los avatares de las mentalidades, de la problemática étnico-cultural, y la evolución y acceso a los bienes simbólicos modernos, mostrando hasta qué punto ese proceso resulta frustrante e incompleto. Efectivamente, el déficit gubernativo del último medio siglo y la subsistente, aunque mitigada jerarquización económica y étnica, son señales de una modernidad incompleta por más que el país se inserte en las redes de la sociedad de información. La modernización del país ha consistido sobre todo en una serie de caminos alternativos, emprendidos desde abajo, cuyo componente integrador lo aportan menos las élites y el Estado que tres generaciones de migración y urbanización. El vacío dirigencial que de ello se deriva ubica en un lugar particular a las industrias culturales y al mercado como mediaciones de distintos diálogos interculturales que trascienden la dualidad criollo/andino, pues estos se convierten en eficaces generadores de sentido común y difusores de nuevos referentes simbólicos.

      Las innumerables mezclas ocurridas desde la Conquista no le confieren por sí una “originalidad” primordial o un carácter “único” al Perú. Suele olvidarse que prácticamente todo el planeta es territorio de mezclas. Sin embargo, ¿por qué no tiene la reflexión intercultural el mismo significado, por ejemplo, para los italianos con su multiplicidad de ancestros étnicos o para el melting pot cultural de Estados Unidos que para los peruanos? La dinámica entre matrices culturales es hoy particularmente pertinente, porque los conflictos étnico-culturales subsisten actualmente menos entre categorías sociales, aparte las unas de las otras, que “dentro” del individuo, como condicionante de procesos de subjetivación teñidos de una baja autoestima que se proyecta al resto de los campos de la cultura.

      Una encuesta de Apoyo a residentes en Lima señalaba en junio del 2005 que el 77 por ciento de la muestra se iría a vivir fuera del país si tuviese la oportunidad, contra el 71 por ciento registrado en 19912. Si es innegable que el sentimiento nacional se mantiene incluso fuera de las fronteras, de lo que tampoco cabe duda es de que vivir dentro de ellas es para muchos algo insostenible, como si la brecha entre “país legal” y “país profundo” señalada por Basadre estuviese localizada en la subjetividad, independientemente de la geografía.

      El rígido dualismo denunciado medio siglo antes mediante la expresión de Basadre dejó hace mucho tiempo de tener curso como imagen nacional. Del mismo modo, el sentido común suele adelantarse a los manuales escolares oficiales. Una rápida revisión de la historia republicana deja percibir un orden evolutivo relativamente estructurado de las distancias entre el comportamiento de las dirigencias y sus discursos sobre lo nacional y las mentalidades populares. Conviene abordar aquí ese tema, subrayando el ámbito de difusión de los discursos sobre lo nacional, los actores enunciadores, vale decir, quién define y quién es definido, y los repertorios simbólicos de referencia. Para este efecto, pongamos a la época actual en la perspectiva de dos otros momentos anteriores: uno, el que comprende los dos militarismos del siglo XIX, entre las guerras de Independencia y la posguerra con Chile, y otro, que va de la República Aristocrática de inicios del siglo pasado hasta la bancarrota de la oligarquía en 1968. La proclama de San Martín en 1821 dijo a la letra que “… los aborígenes no serán llamados indios ni nativos, son hijos y ciudadanos del Perú, y serán conocidos como peruanos”, mostrando que el naciente Estado se fundaba, si no en una real comunidad de destino, en una “comunidad imaginada”, utilizando el concepto de Benedict Anderson, en cuyo libro se cita esa proclama3.

      Pero el nacionalismo de esta declaración es muy distinto de aquellos originados en afinidades étnicas, religiosas o lingüísticas preexistentes. Estos últimos se han plasmado históricamente en movimientos colectivos de liberación, siguiendo el razonamiento de Anderson, cuando una lengua común impresa ha sido capaz de vincular a élites y masas bajo una motivación compartida. A falta de unidad lingüística y cultural previa a la Emancipación entre los ciudadanos del nuevo Estado, la creación de una identidad cultural nacional habría radicado, según señala Anderson, en el hecho de compartir un territorio común, sucedáneo geográfico del virreinato español4. Pero lo que el principio del uti possidetis convalidaba en lo jurídico-administrativo resultaba debilísimo en lo antropológico. El pensamiento republicano de las élites criollas difícilmente podía ir más allá de ser una buena intención respecto a esos “peruanos” excluidos del significado del nuevo ordenamiento, si de formar una nación basada en afinidades culturales se hubiese tratado.

      En cambio, la mayor parte de esas dirigencias sí avizoró desde entonces —obviamente apenas como proyecto— la posibilidad de una nación de ciudadanos con igualdad de derechos y deberes, confrontándose en tal virtud dos visiones opuestas, aunque mutua y confusamente imbricadas desde 1822. Por un lado, la de una “nación cultural”, de inspiración germana, basada en lazos históricos, de suelo y de sangre, y por otro, la de una “nación contractual”, de origen francés, cuyo fundamento era la adhesión consciente y libre del sujeto a la ley, al orden público y al destino de la colectividad. Fueron los grupos criollos de “gente de bien” —no los más adinerados y apegados a la corona española— aquellos que, mediante la crítica periodística y parlamentaria, sentaron las primeras bases de la tradición política republicana, correspondiente a los ideales contractualistas5. Mientras la opción monárquica de San Martín logró acoger la aspiración de una parte de la remanente nobleza limeña a conservar un poder autoritario y fuertemente centralizado en la capital, que mantuviera las instituciones hispánicas inspiradas por el despotismo ilustrado borbónico6, los criollos liberales se opusieron y se amotinaron con amplio respaldo popular en julio de 1822 contra el régimen del Protectorado establecido el 28 de julio de 1821. La caída del argentino Bernardo Monteagudo (Secretario de Guerra y Marina encargado a la sazón por el ausente José de San Martín) fue el resultado de una lucha “con la pluma y con las armas”, en palabras de Hipólito Unanue, que llevó a la dimisión de San Martín7. Aunque se la soslaya, esta victoria de los republicanos sobre los monárquicos marcó el verdadero inicio de la vida nacional8 y la vigencia de criterios gubernativos igualitarios que, si bien reconocían las insondables diferencias económicas y culturales del país, proponían desde entonces la construcción de una sociedad regida por la ley que daba al indígena un estatuto igualitario. La existencia de una comunidad de destino multicultural se expresó en una carta del Congreso de la República redactada en quechua dirigida “a los indios de las provincias interiores”, que les ofrecía libertades, derechos económicos y educación9.

      No