Javier Protzel

Procesos interculturales


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producidas humildemente con su trabajo y ahorradas por su comportamiento puritano. Nada más alejado, por el contrario, de personajes ibéricos que, como Lope de Aguirre, llevaron hasta la locura su obsesión por el poder y la riqueza. Por cierto, esto no significa que no hubiese habido exacciones contra las etnias nativas ni que, por otro lado, corsarios ingleses y franceses y piratas holandeses no se hubiesen apropiado de la dorada carga de los galeones españoles que navegaban de Portobelo a Cádiz52. Si el oro de Indias efectivamente solventó expediciones colonizadoras hacia el Oriente, fue en aras de fortalecer el desarrollo capitalista de estos países europeos, a cuya sombra lograban en el siglo XVIII un progreso científico y técnico hasta entonces desconocido. A cada potencia le era necesario el dominio máximo de los mares, pues la consolidación de un imperio requería de capacidad de extracción y comercio en las periferias y de formación de capital bancario en las metrópolis. Dentro de ese marco, las colonias inglesas del noreste americano ocupaban una posición singular. Eran efectivamente colonias, pero se habían asentado en regiones fértiles y poco pobladas. Practicaban una agricultura extensiva, pero de alta productividad, lo que permitía capitalizar excedentes, generar prosperidad y atraer inmigrantes de ultramar, pues las colonias pasaron de tener 300.000 habitantes en 1701 a casi 4 millones pocos años después de la Independencia53. La Revolución de Independencia se debió a la exclusión de los criollos de las decisiones políticas, pese a que nutrían las arcas de Londres con substanciales tributos. Aunque para la segunda mitad del siglo XVIII se había suavizado el puritanismo inicial, ese contexto social generó una mentalidad igualitaria y de respeto a los derechos privados que no era compatible con la tutela imperial, a lo que debe añadirse la mayoría alfabeta, gracias al precepto protestante de leer la Biblia, a diferencia de los países católicos54. Resultaban, entonces, decisivas las transformaciones materiales concomitantes al cultivo de valores cívicos nuevos, pues, a diferencia de Inglaterra, la economía del noreste americano estaba integrada por una mayoría de pequeños productores para quienes los sentimientos de libertad y elegibilidad en los cargos públicos, así como la receptividad a las ideas de Locke y de otros filósofos de la Ilustración eran fruto de ese contexto específico. Al extremo de que un corolario de la Independencia fue la expropiación y distribución de los latifundios pertenecientes a los ingleses, y más tarde la promulgación de las Homestead Acts que propiciaron el avance de los granjeros hacia el medio oeste55. Resultan claras las diferencias con las colonias ibéricas del sur caracterizadas de un lado por ser estamentales, en otros términos, constitutivamente desiguales, y de otro, por la “ética del ocio” predominante en la capa superior, más abocada al rentismo y a la conservación de privilegios que al progreso56.

      Pero el democratismo de las trece colonias independizadas no significaba una disposición universal. La prosperidad traída por el capitalismo a Inglaterra y sus colonias norteamericanas conllevó comercio de mano de obra esclava africana, que aumentó notablemente en el siglo XVIII con el dominio inglés sobre los mares, y mantuvo en los Estados del sur una economía esclavista y señorial de plantaciones aceptada por los políticos del norte. No escapaban entonces los anglosajones a la misma contradicción entre Estado liberal y esclavitud de los países del sur, con la agravante de que en los Estados Unidos esto ocurría en una configuración colonial interna, puesto que los cálidos Estados algodoneros proveían la materia prima para las incipientes industrias textiles de Nueva Jersey y Massachussets. El nuevo Estado-nación democrático era también explícitamente racista y excluyente. La manumisión de los esclavos, tras la derrota de los confederados del sur ante el ejército yanqui norteño en 1864, provocó una masiva migración afroamericana hacia los Estados vencedores, que requerían de mano de obra intensiva. Como bien se sabe, esto no llevó a la población negra incorporada a la sociedad urbana a tener ingresos ni remotamente equivalentes a los de los WASP (White Anglo-saxon Protestants), ni siquiera a gozar en todo el territorio nacional de los mismos derechos hasta un siglo después de la Guerra de Secesión, al calor de las luchas sociales encabezadas, entre otros, por Martin Luther King57. Por substanciales que sean los avances mencionados en esta última nota, no podemos dejar de percibir que la permanencia de esa desigualdad dio una impronta característica a las culturas urbanas norteamericanas, tanto en el plano de la división del trabajo y de las clases sociales, como en el de lo simbólico. Llama la atención el mantenimiento, hasta el día de hoy, de una situación de “segregación” que, al margen de su significado de inferiorización racial, muta a una versión benigna de “compartimentación”, que es una verdadera matriz norteamericana de contacto entre culturas. Cuando se consolidó el principio de la dignidad igualitaria para todos en los años sesenta, de conformidad con los ideales de la Ilustración y de la Independencia, se inauguraban las “políticas de la diferencia”, vale decir, de búsqueda de medidas de lucha contra la discriminación implícita derivada de la neutralidad del Estado frente a la desigualdad para que, al revés, haya acciones de discriminación positiva que restauren el equilibrio. Esto fue teorizado en Estados Unidos como la existencia de una multiculturalidad sobre la cual gira un intenso debate. En su trabajo sobre las mutaciones de la familia norteamericana, Coontz señala que la tensión existente entre las bajísimas condiciones materiales de vida de la población negra y los valores anglosajones de ahorro, disciplina y progreso, más allá de generar problemas de autoestima y anomia, contribuyen a reforzar el espíritu comunitario étnico y sus símbolos58. Entonces, la lógica capitalista de la desigualdad racial ha traído como consecuencia un enclaustramiento cultural que no cesa. Ahora bien, esta escisión ha sentado una base por su arraigo en el tiempo que por cierto no dibuja todo el fresco de la compleja configuración cultural de los Estados Unidos, tierra de inmigración. Debemos disfinguir dos momentos importantes en la llegada de poblaciones foráneas a este país en el último siglo. En el primero, los picos de inmigración alcanzaron aproximadamente entre 1890 y 1920 su punto más alto, en que, según Portes y Rumbaut, los extranjeros eran alrededor del 13,2 por ciento del total de habitantes, mientras que en la actualidad son un poco más del 7 por ciento59. Italianos, polacos, irlandeses, judíos centroeuropeos, rusos, finlandeses, griegos, entre otras nacionalidades, formaban esos inmensos contingentes mayoritariamente de origen campesino que debían pasar un estricto control sanitario en Ellis Island antes de poder ingresar a Nueva York para buscar trabajo y fortuna. Buena parte de ellos iletrados, tuvieron la posibilidad de ser enrolados en calidad de obreros en grandes ciudades como Boston y Chicago, de autoemplearse en pequeños negocios, o bien de avanzar hacia el medio oeste para la producción agropecuaria, como ocurrió con polacos y escandinavos. Portes y Rumbaut subrayan que, por heterogénea que hubiese parecido entonces esa ola migratoria, no dejaba de estar formada por gente de origen europeo. La sinergia de estos dos factores, de un lado, el crecimiento económico sostenido, con una agricultura moderna y extensiva, y una industria que inauguraba el modelo fordista de manufacturas en serie, con alta productividad e intensiva mano de obra, y de otro, la común extracción europea, facilitaban un proceso de asimilación a un modo de vida nuevo y común. Como señala Kymlicka, la necesidad de impedir el caos ante tanta diversidad obligaba a los migrantes a ceñirse a la “angloconformidad”, aceptando el aprendizaje de la lengua inglesa y las costumbres del país60. Además, y con las salvedades del caso, la superioridad de las condiciones de vida iba borrando una parte de las particularidades étnicas de origen (la lengua en segunda generación), lo que, sin que fuese totalmente cierto, daría lugar al mito del crisol (melting pot) americano. Estas hornadas de recién llegados fueron objeto de promoción —la Alien Land Act (1913) ofrecía tierras en el interior bajo ciertas condiciones—, pero también de segregación, pues la National Origins Act (1921) marcaba diferencias entre oriundos e inmigrantes. Parafefamenfe, debe tomarse nota de la llegada de asiáticos por la costa occidental desde mediados del siglo XIX para trabajar en el tendido de líneas férreas. Por ejemplo, los chinos, que en el Perú fueron excluidos y confinados por etnocentrismo y, en Estados Unidos, explícitamente por ley (la Chinese Exclusion Act, 1882).

      No es de extrañar, por lo tanto, que esa ola migratoria modificase substancialmente la concepción demoliberal originaria. El Presidente Theodore Roosevelt mitificó su historia en un libro que construía una narración racista que la caracteriza como una epopeya de “conquista del Oeste” protagonizada por los “pueblos de habla inglesa” que establecen avanzadas de civilización sobre tierras baldías, ignorando a las poblaciones indígenas61.