Julio Hevia Garrido Lecca

Lenguas y devenires en pugna


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inaccesible para las mayorías”.

      Detrás de las críticas de Hevia a la diseminación egotista de las posiciones del sujeto, se diseña una ética contraria a la moralidad tecnomercadológica que exalta la fuerza afirmativa de cada cual como fuente de una especie de derecho natural. Encontramos, pues, entre otros indicadores: la autoestima obtenida en terapias del ego, el esnobismo meritocrático, las posibilidades de acceso a la información high-tech, el tránsito por los nuevos códigos semióticos.

      Tras las críticas levantadas, resulta inequívoco el intento de abonar el terreno para la articulación de una ética, ciertamente novedosa y además compatible con la realidad presente. Vale recordar a Platón en el Gorgias cuando pone en boca de Cálicles el elogio del atendimiento a los propios apetitos y a su incondicional satisfacción, aunque esto implique la opresión de los débiles a cargo de los fuertes. Pues bien, el texto de Julio Hevia Garrido Lecca deja traslucir su posición crítica contra el poder de una nueva orden tal vez excesivamente remota, e incluso abstracta, para la mayoría, pero muy concreta y real para las mencionadas élites.

      Muniz Sodré Río de Janeiro, febrero del 2000

       Introducción

      El presente trabajo abre una reflexión, transdisciplinar si se quiere, en torno a un conjunto de acontecimientos que se dejan caracterizar por la metamorfosis expresiva y la mutación de sentido. A fin de despejar equívocos, es preciso señalar que la referencia a la noción de acontecimiento supone la delimitación de un paraje, de un site événementiel (Badiou, 1988). En tal paraje, el acontecimiento se manifiesta como una singularidad, como un evento pleno de huellas. Sin embargo, tales huellas no suponen la intervención de subjetividades, ni deben remitirnos a compromisos individuales, sino a cuerpos en el sentido referido por Nietzsche y por el mismo Spinoza. Esos cuerpos son los terrenos donde una serie de fuerzas convergen; son los escenarios donde ciertas conjunciones tienen lugar; son, en buena cuenta, las sedes de manifestación de colisiones permanentes (Deleuze, 1994: 59-67; Deleuze y Parnet, 1980: 69-70). Por ello, toda lucha supone una fusión, ergo, una trascendencia de los cuerpos comprometidos en esa lid (Simmel, 1986: 798); una particular abstracción que liga afectos con efectos (Canetti, 1981: 10-11 y 312-15).

      En consecuencia, más que individuos sustraídos, nos interesan las individuaciones a que tales acontecimientos dan lugar: la puesta en marcha de esas máquinas abstractas (Deleuze y Guattari, 1980: 103-6, 77, 57, 62, 70, 75-6, 170, 176, 180-2, 230). Por cierto, los planteamientos aquí esbozados no hubieran sido posibles sin una puesta en cuestión del filón orgánico y del peso estructural con que la denominada cultura fue inicialmente entendida. La revisión de tales conceptos, y la crítica a sus recortes etnocéntricos fundantes, ha producido variadas nociones de lo que hoy denominamos, en plural, culturas, subculturas o contraculturas. También ha sido preciso atenuar los puntos de vista antropocéntricos que tanto auxilio prestaron a las ciencias humanas y a las teorías sociales. Sin embargo, hoy lo sabemos, nunca fue tarea fácil combatir el peso colonizador que ciertas hermeneúticas ejercen, dada la legitimidad universal concedida a su mirada y la aristocrática coherencia de sus discursos. De allí nuestro interés en evitar, en el presente texto, a individuos y personas. Igualmente se dejarán de lado referentes como lo social o lo masivo, los mismos que a fuerza de usos y abusos devinieron lugares comunes y perdieron su alcance demostrativo (Baudrillard, 1978).

      Para ser más concretos, diremos que nuestro interés responde al afán de iluminar la zona en que divergen los usos que un poder implementa, con las modalidades insospechadas de su puesta en marcha. Describir la tensión suscitada entre ciertos sentidos, indiscutiblemente sobrecodificados, y los desvíos concretos que, en su indecisión, muestran los sujetos. En tales eventos, qué duda cabe, se darán a conocer sectores particulares de un conjunto social, sectores que operan sus peculiares recursos en función de los requerimientos que el contexto dicte. Tal selección no habrá de impedir que los convencionalismos de estilo, según necesidades y posibilidades diversas, alcancen a recomponerse o revertirse. Dicho de otro modo, los usos podrán, pues, permanecer vigentes mientras los desvíos no los tornen caducos. En tal sentido, gran parte de la obra de Wittgenstein certifica hasta dónde la regla se encuentra, limitada de un lado y enriquecida del otro, a propósito de la variedad de aplicaciones y usos a los que ella da lugar (Wittgenstein, 1988: 47-49, 75-77, 105-7, 199-205, 245).

      Concretemos entonces el espíritu que nos anima. Trátese de materias expresivas, gradualmente impuestas en el orden de la comunicación más genérica o de giros implementados en lo específico del ámbito verbal; de efectos de consenso diseminados a posteriori o de acuerdos recientes que han partido de una existencia marginal; de eventos perceptibles a escala planetaria y “globalizados” a título indiscutible, o de ocurrencias que reclamen radios más discretos y vigencias menos dilatadas, el propósito será siempre el mismo: ilustrar cuán sinuoso suele ser el umbral que separa, y vincula al separar, el equívoco actual con la virtud del mañana. O, si se quiere, cuán resbaladiza es la frontera que se traza entre los rigores exigidos por la moral de los pensamientos oficiales y las diarias desviaciones perpetradas en los feudos de la lengua o en las comarcas del lenguaje. De allí nuestro interés en demostrar, con Deleuze y Guattari, que las respuestas nómades no son ajenas a sus aparentes antípodas: los propósitos sedentarios (1988: 213-34, 384-91). En otros términos, queremos hacer explícita la ligazón, fáctica y etimológica, entre el verbo errar, con toda la ambigüedad y ceguera a él atribuidos, y el error como calificación explícitamente negativa, como juicio reafirmado mediante la fuerza inquisidora que lo instituido exhala.

      Según Marzouk El-Ouriachi, el acontecimiento se define por la irrupción de nuevos significantes en un proceso. A ello habrá que añadir el carácter de fisura, de brote disfuncional, que un acontecimiento representa para la estabilidad del sistema (Arias Martínez, 1996: 18). En virtud de tales rasgos, y de su modo de operar, hemos juzgado pertinente evaluar la injerencia de una serie de acontecimientos en el diámetro que lo cotidiano delimita. No en vano se ha manifestado que la cotidianidad suele hacer las veces de inconsciente de la modernidad (Lefebvre, 1972: 148). Hoy por hoy sabemos, con Freud, que el inconsciente es ajeno a exclusiones, que allí las jerarquías pierden lugar y que, en consecuencia, todo tercero es y será bienvenido. En el inconsciente, entonces, y a la manera del discurrir coloquial, el llamado proceso primario provee las condiciones para una coexistencia plena de desacuerdos y disonancias (Freud, 1973; Tomo II, XCI: 2072-73).

      Así, se examinarán, entre aportes anónimos y asimilaciones anómalas, los exabruptos nuestros de cada día: cantera de “lapsus” sin autores exclusivos cuyo agenciamiento colectivo (Deleuze y Parnet, 1988: 33, 61, 162-3; Deleuze y Guattari, 1988: 27, 94-5, 89-90, 400-3) parece espantar tanto los intimismos psicocríticos como las matrices socioculturales. Dichas reticencias responden al hecho de verse contrariada la estabilidad de las significaciones y, sobre la marcha, de las subjetividades que le otorgan consistencia; así planteado el asunto, los sujetos del enunciado y los de la enunciación van a perder su valor analítico imperial, su lugar inamovible. Dichos cuestionamientos no son, según se ve, poca cosa para una tradición logocéntrica.

      Debe notarse, a propósito de la disolución de unas siempre caras subjetvidades, que incluso la misma noción de individualidad no es –ni tendría por qué ser– patrimonio exclusivo del diámetro personal, de ahí que la veamos reaparecer, quizá engañosamente ataviada, en toda designación que el orden social articula (Simmel, 1986: 741-808). Así, más allá de las atribuciones que en su aparente aislamiento recibe el sujeto, habrá que pasar por