en un inextricable circuito, suerte de espiral retroalimentante cuyo insospechado alcance aún no terminamos de visualizar.
La sociología, por ejemplo, se fue inclinando hacia un perfil positivista (Marchán Fiz, 1982: 238-260) y hacia lo que hoy se cataloga como estudios macrosociales; la psicología, presionada por diversas exigencias, procuró la cientificidad reclamada, sesgándose obsesivamente hacia los regímenes psicométricos y, cómo no, hacia una praxis terapéutica no pocas veces tildada de reformista y conciliatoria (Deleule, 1972: 45-54, 65-9 74-6, 99-104, 136-151). Paradójicamente la visión conductista, preferentemente catalogada como conservadora, y el materialismo histórico, poco sospechoso de oponerse a los grandes virajes de la historia, coincidieron en el relegamiento del aquí y ahora que la cotidianidad acompasa. De un lado, se erigía el minimalismo psicometrista impuesto por las investigaciones enmarcadas en el laboratorio; y del otro, la hermeneútica de los grandes modos de producción y de los ciclos históricos que, a escala mayor, una dialéctica marxista impuso. De un lado, el reino del reflejo y el condicionamiento, las microcadenas de estímulosrespuestas, la sucesión de castigos y recompensas, los reforzadores positivos y negativos; del otro, el capital y la fuerza de trabajo, la alienación y el fetichismo, la explotación y la plusvalía.
Tal correspondencia se basó entonces en una especie de circularidad entre los matices ideológicos, con que las relaciones de producción alienan a los sujetos y fetichizan a los objetos (he ahí, diseminada, una cierta retórica marxista); y las modalidades inevitablemente automáticas con que tales designios son regulados vía el par gratificación/punición (pilar indiscutible de la tecnología conductual). Así, pues, a fin de aliviar los males del sujeto y atender los apremios del sistema, los “ingenieros del comportamiento” levantaron técnicas como las denominadas aproximaciones sucesivas, las que conducen, ni más ni menos, a una suerte de desensibilización sistemática del organismo ante el problema, una inhibición del sujeto ante el conflicto, un desconocimiento presente de lo pasado, y a una ignorancia de cada cual ante todo otro.
Debe enfatizarse, sin embargo, que la coincidencia entre psicologismos y sociologismos se plasmó por móviles claramente diferenciados. Así, pues, mientras la psicología de laboratorio se eximía de las esferas internas del sujeto, dada la imposibilidad de administrar mediciones y prever modificaciones (Chomsky, 1975), los arrestos sociológicos de un Marx o un Durkheim, elevados a la altura de los modos de producción o de las grandes convocatorias institucionales, dejaban necesariamente de lado el diario devenir que las historias menores entretejen al ras del piso. No es casual que hacia ese anecdotario de pequeños dramas, venganzas anónimas y sueños sombríos se incline, en la actualidad, un cierto cine de vanguardia. Efecto detectado por Deleuze cuando sostiene que la pantalla cinematográfica, saturada de ser el sacrosanto relevo del mundo, de ser el marco clásico que prolongaba las artes pictórico-figurativas, pasa a convertirse en el tablero de las permutaciones virtuales (Deleuze, 1990: 67-81, 97-112). O cuando el llamado filósofo de la imagen revela que, en el plano de las atmósferas, la ciudad deviene calle; los rascacielos, tugurios; y el héroe, antihéroe (Deleuze, 1984: 286-299).
Uno de los profetas de la maldad contemporánea es, a no dudarlo, Stanley Kubrick. Recuérdese, a título de indicador, el tono paródico y desengañado con que, en una cinta como La naranja mecánica (1971), revisa falsas armonías hogareñas y necias ortodoxias penitenciarias. Destaca el cuestionamiento radical que los propios protagonistas actualizan de las tristemente célebres terapias de “rehabilitación”, definidas estas últimas como quehaceres cuya rimbombante propagación no consigue ocultar la esterilidad de su real alcance. Con La naranja mecánica, la psiquiatrización del orden urbano y el automatismo displicente de las colectividades reflotan en medio de un futuro, si no sombrío, al menos enigmático. Entretanto los ofidios de una moralidad inquebrantable seguirán administrando dosis cada vez más fuertes de su propio veneno. Saltando a la escena actual asistimos hoy, en el plano televisivo, al auge que los talk-shows han alcanzado. Se trata de formatos que facilitan la intersección de un hiperrealismo amarillo con el impacto de los testimonios autobiográficos (Arfuch, 1995: 82-87).
Acaso la década del sesenta marcó el apogeo de una matriz metodológica, cuyo énfasis y propósitos impregnaron en términos prevalentes lo tratado en materia de códigos, textos y significaciones. Con Saussure y Jakobson, Benveniste y Lévi-Strauss, Greimas y Barthes nació, creció y maduró el estructuralismo (para muchos, sin embargo, debe hablarse de “estructuralismos”, dada la autonomía, riqueza y talento de sus más preeminentes cultores). Tal propuesta fue acusada de apolítica, dada la asepsia que su labor analítica exigía; e incluso de hiperformalista, por la predominancia de estratos categoriales, unidades opositivas y un metalenguaje ad hoc en los desmontajes operados. Aquellos que muy fácilmente pretendieron reducir el estructuralismo a la pura moda, solían olvidar en su énfasis sarcástico, que no hay fenómeno social que consiga escapar a los vedetismos y decadencias de turno y que, a la manera de los seres biológicos, los valores culturales no pueden liberarse de la forzosa sucesión dada entre el protagonismo de actualidad y el olvido que los turnos exigen.
Plenamente instalados en el ámbito de la investigación etnográfica (Godelier, 1974 y 1975) o interesados en una sociología de la literatura (Golmann, 1967), autores marcadamente heterogéneos intentaron demostrar, en sus obras respectivas, que no existe una exclusión necesaria entre un marxismo cuyo materialismo histórico parecía ajeno a las complejidades lingüísticas, o a las que sólo daba lugar en el dominio de las superestructuras; y un estructuralismo casi siempre tipificado como un metalenguaje sin historia y que, dada su hermética autosuficiencia, habría de limitar las demandas coyunturales al cruce de diacronías y sincronías. Tales empresas, tempranamente transdisciplinarias si se quiere, no hacían más que certificar el espíritu con que un Althusser intitulara a su texto capital sobre el marxismo Para leer El capital (Althusser y Balibar, 1970). De otro lado, figuras claves de la escena intelectual francesa como Lacan y Foucault mantuvieron un diálogo fructífero con el estructuralismo y más allá de las resistencias que ambos levantaron ante la “amenaza” de ser tildados de estructuralistas e incluso de las críticas que supieron esgrimir, se puede certificar –en negativo, por así decirlo– el influjo que tales métodos tuvieron sobre sus respectivas posturas.
Lo cierto es que, a juzgar por lo acontecido en las últimas décadas, el sueño semiológico de Saussure ha sido concretado, en gran medida, por una semiótica de corte estructural que supo nutrirse de la enseñanza propuesta por la gramática generativa de Chomsky (Quesada, 1992). Tal vez esa semiótica fue la respuesta más acabada que las ciencias del discurso podían ofrecer ante los frecuentes ideologemas de las disciplinas sociales (Kristeva, 1981). Es posible que así se expliquen también las denuncias planteadas respecto de la excesiva distancia que, ante los efectos sociales, ha marcado una lingüística dominante (Labov, 1983: 235-243). Política a la que no ha contribuido poco la implícita predilección, jerárquicamente sancionada, que recibe la lengua sobre el habla, en Saussure, y que correlativamente supone, en Chomsky, la focalización de la competencia en detrimento de la performance. De ahí que tanto el habla como la performance hayan sido, según el hábito consuetudinario de muchos lingüistas, paradigmáticamente trasladadas al claustro del gabinete e idealmente descontextualizadas por un enciclopedismo bibliotecario (ibídem, 238).
Ese relegamiento de usos, estilos y tendencias que el habla y la palabra suponen, fue confirmado por el modo con que algunos lingüistas, aparentemente interesados en las consideraciones sociales, han procurado, no sin cierta ingenuidad, imaginar “experimentos” que conectaran a hipotéticos usuarios de una lengua. Labov informa que, además de los ya clásicos relatos sobre náufragos, del tipo Robinson Crusoe, han prevalecido, entre otros artificios, pretendidas reconstrucciones de diálogos materno/paterno/filiales. En estos últimos el paso de la emisión (adulta) a la recepción