Julio Hevia Garrido Lecca

Lenguas y devenires en pugna


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llegar, en el otro extremo, a la denominación de los colectivos institucionales más explícitos (Lourau, 1975: 25-71). Obviamente, en tales alineamientos se incluyen, además de los grandes órganos del poder (familia, escuela, trabajo, Iglesia, Estado) identidades grupales de prestigio menor (niñez, adolescencia, feminidad, grupos étnicos diversos) y todas las expresiones que éstas y aquéllas perfilan. A tal convocatoria asisten también, y a título de individualidades plenamente reconocibles, aquellas comunidades siempre “desprestigiadas” por el cautiverio real y simbólico que soportan (demencia, encarcelamiento, exilio) y, como es típico, las que son puestas en cuestión por la transitoriedad de su impacto (cuadros técnicos, grupos artísticos, modas en general).

      Por ello, más que un fenómeno, la individualidad es un valor o, mejor aún, constituye la sede de un conjunto de valores apreciados en grado sumo. Valencias como la dignidad, la entereza, la autonomía o la coherencia serán, según los casos, atribuidas idealmente o impugnadas amargamente al fenómeno que se quiere particularizar. La búsqueda de tales valores, o el reclamo de tales valencias, hacen parte de su invocación universal, ratifican su condición de imprescindibles. Entre los grandes marcos de referencia y principales cotos semánticos de la mencionada individualidad se distingue, por ejemplo, la vertiente religiosa, la política y la económica (Dumont, 1987). Tales perspectivas que suelen coagular o petrificar algunos principios, constituirán, en consecuencia, una sensibilidad pública, un imaginario fuertemente ideologizado, un unitarismo indiscutible: gesto etnocentrista pues, que se autoriza a sí mismo. Y sin embargo, no lo olvidemos, tal operación suele estar franqueada por un gesto humanista, o para decirlo con Nietzsche, por una actitud demasiado humana (Nietzsche, 1993). Contra esos dogmas inerciales, y las cegueras que su sobrecodificación implica, contra esos gruesos pilares que son los psicologismos y sociologismos más diseminados, es que el presente trabajo se despliega.

      En principio esbozaremos el peso y la autoridad que el denominado discurso científico ha establecido, y la intensidad con que su influjo se reproduce en el ámbito de las ciencias humanas. Así, por ejemplo, el impulso experimentalista que el proyecto de Bentham supuso, vía el panoptismo, desde finales del siglo XVIII; de otro lado, el alcance y las limitaciones que las concepciones macrosociológicas han impreso durante los dos primeros tercios de la centuria anterior; además, por cierto, de los rigores formales que la oleada estructuralista, a través del lujo atomístico de sus desmontajes, consiguió desplegar. Sin pretender ser exhaustivos, éstos serán temas sobre los que se insistirá en diferentes pasajes del presente texto.

      De uno y otro modo, los ítemes anteriores tendrán carácter de preámbulo, dado que su mención permitirá el abordaje de lo que en la terminología posmoderna se conoce como la caída de los grandes relatos (Lyotard, 1989: 73-78). Así, pues, el impacto que abre la posmodernidad ha supuesto un disloque de la profundidad a interpretar, en favor quizás de las superficies de la descripción; ha gestado un tránsito de una estructura, más o menos estable, a la variabilidad de los acontecimientos; ha facilitado cierta involución hacia las complejidades de lo real, en obligado desmedro del discurso y su prestigio simbólico; en fin, la posmodernidad traduce el relevo de la visión telescópica a cargo de todo un espectro de miradas microscópicas. Tales aterrizajes, con frecuencia súbitos, forzados por descalabros coyunturales e insospechadas erosiones históricas, han hecho posible la recuperación de concepciones filosóficas fuertemente polémicas. De ese modo, obras como las de Nietzsche, Hume, Wittgenstein, Peirce y Bergson han pasado a constituirse en baluartes de nuevas propuestas, o en agentes emblemáticos de descubrimientos alternativos.

      Hemos de constatar, en función de lo anterior, que las grandes explicaciones se tornan cada vez más discutibles, mientras que la observación del aquí y ahora adquiere otra relevancia; entre tanto, y a título paralelo, un saber asépticamente distante sufre la impronta del hacer más próximo. Nada gratuito va a resultar, entonces, que la pragmática de Austin, la microsociología de Tarde o el interaccionismo de Goffman sean rescatados de un modo enfático, ya por el lado de los actos del habla, ya por el de los convencionalismos de todos los días, ya por el de las estrategias decisorias a pequeña escala. En tal sentido, las psicologías y las sociologías contemporáneas tienden a auxiliarse, no con poca frecuencia, en recursos etnográficos, con la finalidad de emplazar o acompañar los más leves movimientos; con el propósito de esclarecer los propios cambios de velocidad que las micropercepciones deslizan (Deleuze y Guattari, 1988: 58, 231, 282-7); en fin, para concretar acercamientos diferentes al conjunto de rituales y rutinas que los regímenes de la cotidianidad solicitan (López Petit, 1996: 192).

      Tal cual se percibe, la propuesta en la que principalmente nos apoyamos es aquella que Deleuze y Guattari articulan, a la que habrá de añadirse una serie de reflexiones tomadas de la obra de Foucault. Así, pues, en medio del caos que deprime o sofoca a la mayoría de especialistas contemporáneos, tales estudiosos proporcionan una serie de claves, cuya amplitud y plasticidad permite confrontar el panorama actual de modo distinto, más flexible, menos deudor. Por ejemplo, en el texto Mil mesetas se habla del devenir mayor como equivalente del conjunto de códigos, relaciones y posiciones que los poderes imponen. Paralelamente, Deleuze y Guattari ilustran el modo en que los devenires menores quiebran, en términos constantes, el orden referido (1988: 291-3). Tales devenires minoritarios, sin embargo, se arriesgan a desaparecer en los llamados agujeros negros: suerte de casilleros o de trampas encubiertas hacia los que el devenir mayor habrá de atraerlos (ibídem, 179-94).

      Para decirlo más puntualmente, una sociedad disciplinar sólo aplicará la llamada selección binaria para completarla y consumarla por la vía de una atribución diferencial; sólo efectuará marcaciones opositivas a fin de distribuir asignaciones coercitivas (Foucault, 1976: 203). Planteado en otros términos, una sociedad disciplinaria no se limitará a imponer, a secas, binarismos del tipo normal/anormal, masculino/femenino, blanco/negro, si bien es verdad que a través de tal operación configura un primer ordenamiento que aquieta y separa a los protagonistas. Lo sustancial es que ese efecto inicial permitirá, en segunda instancia, reacomodar las piezas, sopesar los recursos y estratificar los alcances. Allí es que se hace explícita una política que protege a los normales de los anormales; que eleva lo masculino por encima de lo femenino; que reserva para el blanco lo que le niega al negro. En pocas palabras, se trata de separar para jerarquizar; de polarizar para diferenciar. A la separación de tipo horizontal que ambas partes han de sufrir (selección binaria), le sucede la separación, más vertical, que impone uno de los polos sobre el restante (atribución diferencial).

      Nos topamos, de un lado, con el sedentarismo, y, del otro, con los nomadismos; con las instancias normativas que el primero impugna, y las potencias con que los segundos desordenan el panorama (Deleuze y Guattari, 1988: 240-315, 359-431, 433-82). Asimismo, se confronta la territorialización con que se imponen, codifican, e incluso sobrecodifican, las disciplinas y los rendimientos; todo ello en inagotable pugna con las siempre insospechadas desterritorializaciones (Deleuze y Guattari, 1973: 145-247; 1988: 49, 60-3, 66-7, 291, 386, 391-29). Fuesen opciones abiertamente contestatarias o réplicas subrepticias, éstas desterritorializaciones deberán entenderse siempre como líneas-de-fuga (1988: 45, 61-2, 190-1, 220, 225-7). Las fugas, en este caso, no responden a la fenomenología del pavor o del miedo, ni coinciden con el orden de una huida que tiende a olvidarlo todo. Pertinente es recordar que el pánico y el desmayo, según comenta Sartre, suelen ser formas de no estar, formas pasivas de desaparecer del caos (Sartre, 1973: 90-92).

      Por el contrario, las líneas-de-fuga operan por desterritorialización, atrayendo a los segmentos duros del poder, y proveyéndose de armas que contrarresten los afanes reterritorializantes de éste. Para decirlo de otro modo, se trata de flujos que desbordan las redes institucionales (Deleuze y Guattari, 1973: