rigores simétricos-euclidianos con que éste último imaginaba primero, y contribuía a escenificar después, planos, ángulos y secuencias de sus marchas y desfiles (Gubern, 1989: 83-110). Éstos eran los faustos monumentales y arquitecturales, sobre los que se asentaba el impacto y la vigencia nazistas. En un texto soslayado últimamente, Reich demuestra precisamente que una buena dosis del valor propagandístico que la política nazi puso en juego, reposaba sobre una imaginería encargada de embragar hasta el cansancio el par madre-patria, a través de la noción de reproducción (biológica/económica), amén del soporte explícito que el cromatismo y los rasgos biotípicos de la raza aria significaron para consolidar la pretendida pureza de tal etnia (Reich, 1946).
La historia nos habría hecho transitar de la logosfera, que sería la fase de los ídolos fascinantes y de los indicios glorificados por el aura, a la grafosfera, icónicamente representativa y artísticamente placentera; para arribar, en última instancia, a la videosfera, reino de la simulación y la virtualidad, donde la imagen no tiene más referente que ella misma. Del asombro ante lo sobrenatural nos deslizamos hacia la contemplación recreativa, y de ésta a una captura afectivo-cognitiva que la imagen actual, en términos de atención exclusiva aunque pasajera, exige para sí (Debray, 1994: 175-202). Se ha dicho que el mensaje es el masaje (McLuhan y Fiore, 1972). Lo eventual, entonces, será –al mejor estilo de las muchedumbres de Le Bon o de las hordas primitivas de Freud– la convergencia en el espacio, dado que para los destinatarios lo sustancial del efecto radica en la simultaneidad con que son capturados en el tiempo. Tiempo de circulación masmediática, tiempo de globalización, tiempo que todo lo sincroniza y congela.
De ahí, no es vano el especial brillo que para las tecnologías informativas de actualidad alcanzan las transmisiones en “directo”: índice de eficacia, garantía de posicionamiento, invasión del registro y, paralelamente, registro de la invasión. Tal como lo señaláramos en un trabajo anterior (Hevia, 1994: 70) el receptor tendrá la “saludable” impresión de integrar una variante posmoderna de la milenaria Ley del Talión, así pues: ojo por ojo, lente por lente. Similar es la coartada que se maneja hoy en las discotecas juveniles, especie de cronometrización “n” veces refractada, cuando el espectáculo del goce tribal y de los ritmos seriados, es devuelto en una serie de pantallas aleatoriamente ubicadas, ahí donde se recortan “en vivo” los enfervorizados danzantes. La estrategia se complementa gracias a la clonación que diversos espejos procuran a los asistentes. En esa mise en scene el espacio se fragmenta hasta el hartazgo y los tiempos surgen de una espiral que sustrae cuerpos y dona ruidos. Experiencia vertiginosa que esa suerte de caja de resonancia icónica facilita, al duplicar o multiplicar todo. Reino de tatuajes luminosos y “barridos” en continua precipitación.
Para sustentar, por ejemplo, que el cine constituye a su espectador a fuerza de recortes motrices y privaciones sensoriales, se ha apelado a las nociones de pulsión escópica y pulsión invocante, que extraídas de su matriz psicoanalítica permiten diseñar una suerte de imaginario del espectador que durante la penumbra y silencio del ritual se convertiría en un gran ojo y un gran oído (Metz, 1979: 44-66). A propósito de los despliegues tecnológicos podría aludirse, en el extremo, a una concepción experimental de la existencia, quinta esencia del laboratorio, feudo cientificista en el que, por ejemplo, se esgrimen las racionalizaciones necesarias no para reproducir a la naturaleza sino para corregirla (Deleuze, 1990: 102) e incluso, extorsionarla. Adversos a tales afanes, los ecologistas, han hecho de esa denuncia su gran bastión y también su mejor propaganda.
Consecuentemente espacio y tiempo, en vez de ser las coordenadas sensibles del entendimiento van a constituirse en meras variables (dependientes, independientes, de control) que coadyuvan a la reconstrucción de un espacio real según los intereses de la observación sistemática; entretanto el tiempo será convertido en la simple materia del registro cronométrico. Por lo tanto, el espacio se reduce a la arquitectura de un set y el tiempo es vaciado a manera de un replay: tecnología sintética. A propósito de esto último se ha propuesto que lo que le otorga a la contemplación fílmica su magia y fascinación irreductibles, es ese poder de privarnos del tiempo inmediato para proceder, más libremente, a la entrega de los avatares narrativos (Scheffer, 1980: 7-23). Tal sustracción, que es la de lo real del cuerpo, supone invocar otras memorias, remotas, distantes, incluso ajenas. Episodios que recuperan la cándida expectativa y el terror paralizante con que el mundo era atisbado en su intimidad y espectado desde sobrecogedores contrapicados.
Se ha ido quebrando, en la visión de Lefebvre, la bipolaridad sígnica, la sacrosanta correspondencia entre los mensajes y sus contenidos, y en ese descoyuntamiento emergen masas fluctuantes de significantes; camadas dispersas de imágenes; series caóticas de impresiones, atravesando múltiples circuitos e imponiendo, por exceso o por carencia, usos y consumos del más variado espectro. Así, pues, tal como lo demostrara Barthes, los diseñadores de moda suelen manipular un ideolecto estacional, una futurología de corto aliento, como quien da el reporte del tiempo y grafica el techo atmosférico, auxiliándose en una terminología cautiva (Barthes, 1978: 49-59, 169-75). Tal dispositivo se constituye como un filtro, incluyendo a los iniciados y bloqueando, en el mejor estilo platónico, a los falsos pretendientes. Las sectas místicas, dado el discurso paranoico del que se hacen cargo, (Guattari, 1976) leen apocalipsis, redenciones y exorcismos ahí donde el ciudadano común no pasa de distinguir, y con mucha dificultad, probabilidades dramáticas y azares insospechados.
Los aparatos publicitarios desgastan y renuevan sus propuestas afectando eróticamente cuanto objeto alcanzan, entremezclando advertencias y exhortaciones con el cliché de sus gags y la ironía aplastantemente efectiva de sus jingles y slogans: administración farmacográfica para el siempre entusiasta fetichismo del consumidor (Peninou, 1976: 107-26, 166-227; Baudrillard, 1974: 88-107). El fútbol, caleidoscopio privilegiado de la era actual, torna fraternas en sus locuciones las isotopías bélicas con las señalizaciones topográficas; los desequilibrios hidráulicos con las trayectorias geométricas; y, por si fuera poco, resuelve y disuelve crisis económicas y disconformidades políticas, nivelando la expectativa general y potencializándola con el festejo colectivo (Verdú, 1980: 44-67, 156-92).
Una de las inequívocas consecuencias del crepúsculo referencial que la entrada del siglo XX supone fue, sin lugar a dudas, la afirmación de una filosofía del lenguaje, que entre prescripciones y descripciones cumplió con el propósito analítico de disolver el culto a la lengua. En esa línea, y luego de una paternidad que no es ajena a la obra de un Russell, se eleva con brillo propio un personaje de la talla de Wittgenstein. Con inusual rigor, este pensador interroga incansablemente al discurso científico y al sentido común, desenmascarando por partida doble los más caros sueños de una metafísica conceptual que desoye las variaciones que el contexto dicta (Wittgenstein, 1988: 423, 435, 485, 497). Acaso sin esas precedencias no es posible sopesar el reconocimiento que hoy se otorga a Austin, lingüista norteamericano y sistematizador de la denominada pragmática. Tal disciplina, que fuera definida como la del espacio ocupado por los actos del habla, se ha orientado principalmente a demostrar cómo y cuánto los aspectos ligados a la locución (lo dicho) y a la ilocución (lo expresado y actuado durante esa dicción) se encuentran inextricablemente ligados. Ese ejercicio desarrollado al unísono apunta, en último término, a crear en el otro (receptor o destinatario, auditorio o enunciatario, terreno del trabajo conativo) una serie de refracciones; una secuencia de respuestas abiertas o sesgadas; un conjunto de expresiones intencionales o involuntarias, materias todas con las que se configuraría el denominado efecto perlocutivo (Austin, 1971: 139-52) En otras palabras, el efecto perlocucionario emerge como una suerte de impresión suplementaria, de impacto en el oyente o interlocutor, suscitado tanto por la naturaleza de la expresión como por la escenificación ritual de lo expresado.
Al insistir en la complementariedad entre lo dicho –a título, si se