que la evidencia, la pragmática hace un llamado implícito a la correspondencia, necesariamente guardada, entre una oratoria discursiva y el aparato convencional con que se acostumbra transmitirla. Los matices ilocucionarios que tal teoría contempla han sido las más de las veces calificados como rasgos suprasegmentarios (Deleuze y Guattari, 1988: 106), modalidad engañosa de reconocerles una presencia/ausente; de atribuirles una presencia continua y global, aunque siempre inaprehensible, en el ámbito del habla.
Sin embargo por estar, tales matices, íntimamente ligados al repertorio expresivo que los ritos cotidianos reclaman, su estudio, de uno u otro modo, se instala en la óptica de autores como Goffman y Garfinkel (Wolf, 1982), cuyas metodologías parecen deberle tanto a los trabajos etnográficos. Se trata, en otros términos, del efecto teatral indispensable para la recreación de un verosímil que el oyente/espectador precisa, y sobre el cual el remitente deberá trabajar a plenitud. Jakobson, uno de los padres de la lingüística moderna, se refería al impacto dado por lo que él denominó la función emotiva, la misma que es ejercitada por el destinador. Ni emocional, ni psicológica, la expresión de tal ejercicio debía activar, en el destinatario, la función conativa; debía movilizar, en el otro extremo del circuito, alguna impresión (Peninou, 1976: 82-3).
El peso menor que hasta períodos recientes ocupó la pragmática, se correlaciona, en una gran medida, con las particulares dificultades que para el abordaje analítico representan los timbres, los tonos y las inflexiones fonemáticas delante del rigor formal que ha caracterizado, desde sus inicios, a las opciones más fervientemente ligadas al orden sintáctico y a sus estructuras subyacentes. Al lado de los funcionalismos, principalmente emparentados con la sociología y la antropología; y de los conductismos, más cercanos a la psicología y la pedagogía, la propia pragmática fue también tildada de puro andamiaje técnico, metodológicamente soslayada por detectivesca e ideológicamente afecta a la conservación del statu quo.
Sin embargo el orden del habla y la dimensión oral en la que se realiza ya han sido reivindicadas por autores de reconocida valía. Así, pues, contra todo pronóstico y recorriendo un sendero cuyo andamiaje epistémico es por demás reconocido, Derrida ha demostrado que toda la tradición del pensamiento occidental se encuentra inspirada en un platonismo que hizo de la oralidad el terreno por excelencia de los valores efímeros; de la palabra hablada, el recipiente de los atributos inefables; del verbo, una luminosidad irrepetible. Habría incluso, según demuestra el autor, una escritura primigenia en el cuerpo, una inscripción anatómica sobre la que se funda la emisión del habla (Derrida, 1971: 7-35, 97-126). No lejos se encuentra el psicoanálisis, cuando reflexiona sobre el modo en el que la letra marca el cuerpo, sobre la manera en que la letra se encarna (Lacan, 1989 I: 179-213). Ya desde la pragmática propiamente dicha suele aludirse al acto performativo, acontecimiento en el que Deleuze y Guattari se apoyan para destacar las llamadas transformaciones incorporales a las que ciertas performances dan lugar (1988: 85-6).
Desde otra orilla, y siguiendo la lección de Nietzsche en su recuperación de las superficies, Baudrillard ha demostrado que el embrujo procedente de las apariencias ha sido, en tanto objeto de pavor, sistemáticamente neutralizado por el pensamiento oficial. Los regímenes científicos procuraron típicamente profundidades no menos ficticias, detectando estructuras ausentes, y procurando apoyo en otras escenas donde a priori se objetivara lo invisible. El autor insiste en denunciar los fundamentales desvíos perpetrados por Saussure y Freud en sus propias obras; la sintomática y reveladora omisión de ciertos fenómenos hacia los que dichos autores parecieron inclinarse originariamente (Baudrillard, 1981: 55-60).
Saussure, por ejemplo, huyó sin dilaciones de la trama visiblemente escurridiza que, a sus ojos, representaban los anagramas. El conflicto lo vivía el teórico a propósito de la probable incompatibilidad entre el ingenio multilineal y los despliegues lúdicos que los anagramas suponen, respecto al quehacer analítico más riguroso. Información al margen, es preciso recordar que para el célebre lingüista ginebrino tales urdimbres escriturales fueron, desde su juventud, materia de irresistible atractivo. Es probable que su posterior rechazo, opina Baudrillard, respondiera a motivos análogos a los que el lingüista levantara contra el fenómeno del habla, adjetivado como heteróclito, como diverso, cuando no inconvenientemente marcado por iniciativas individuales (Saussure, 1974: 49-66). En consecuencia, el gesto de Saussure supuso, en buen romance, dejar de lado características no sistemáticas, ajenas al sistema de la lengua o a la estructura de su funcionamiento.
De otro lado Freud, luego de haber confiado en su teoría de la seducción como pivote explicativo ante el discurso histérico, optó en su trabajo clínico por dejar entre paréntesis esa noción e insertar, en su lugar, el célebre trauma inconsciente. Luego de ello se pudo entregar abiertamente a la sustancial tarea de capturar las ramificaciones y distorsiones manifiestas de dicho trauma, y aplicar ahí el bisturí de la interpretación psicoanalítica (Laplanche y Pontalis, 1977: 467-71, 209-11). En tal movimiento el padre del psicoanálisis no sólo adelgaza el valor de lo manifiesto, y enfatiza lo reprimido-latente, sino que además descarta el peso de los otros reales para incidir en las resonancias que, en un sujeto inconsciente, dejan aquellos.
Más globalmente se sabe que la semiótica y el psicoanálisis, bajo el aura de un Greimas o un Lacan, fieles a sus textos o a sus discursos se esforzaron en rescatar, debajo de aquéllos, o al lado de éstos, semas y significantes que a manera de vehículos ad hoc permitieran que nos aferremos a los recorridos del sentido o a las pulsiones del deseo. Dicho de uno u otro modo, en una u otra jerga: planos profundos, dimensiones de base o estructuras primigenias, éstas debían ser inevitablemente, una y otra vez, reconquistadas, recargadas, puestas a buen recaudo. Y si es cierto que el proceso primario sólo cobra valor en la terapia psicoanalítica en tanto materia princeps a ser esculpida, o enigma a ser traducido para y en el proceso secundario, cobra plena vigencia aquello de que no se trata de interpretar al inconsciente sino de permitirle producir; que no se trata de encontrarlo sino de construirlo (Deleuze y Guattari, 1973: 11-42; 1988: 285).
No faltan las demostraciones que revelan hasta qué punto la sesión analítica puede convertirse en un diálogo de sordos o en un paralelo delirante entre regímenes discursivos irreductibles (Laing, 1983: 70-3; Deleuze y Parnet, 1980: 92-3). Mientras que, en otra línea, Goffman ha sabido detectar la destreza y plasticidad con que los internos de un hospital psiquiátrico devuelven a médicos y enfermeras el ritual que éstos le destinan a aquéllos: el estigma se torna, en estos casos, identidad y el artificio, naturaleza (Goffman, 1972). Incluso este autor se plantea no tanto la necesidad de ubicar divergencias o desvíos como opositores de una norma abstracta, sino más bien inventariar los grados de divergencia posibles en un orden social dado o, para decirlo en sus propios términos, caracterizar más que las divergencias poco habituales que se apartan de lo corriente, las divergencias corrientes que se apartan de lo habitual (Goffman, 1970: 149).
Si de pragmáticas se trata, habrá que recordar que no sólo están las que se despliegan bajo la lupa de la observación oficial, sino también las que concretan los propios especialistas, observados a su vez. Se trata de un conjunto de efectos que tales agentes, más protagónicos de lo que su supuesta neutralidad les hace creer, destilan en su propia labor. Toca pues sopesar, en medio de los escrúpulos y las resistencias clásicamente esgrimidos por los estrategas del saber, el modo y grado en que la presencia del investigador, con su química y física particulares, limitan, sesgan y en el límite, transforman la calidad de la observación. Cuestionamiento medular, entonces, de la neutralidad de la técnica y del llamado tratamiento objetivo de los datos. Hénos aquí, confrontados ante el principio de incertidumbre que Heisenberg desde la física cuántica anunciara. Tal llamado permite entonces, recortar de modo menos iluso los umbrales y paradojas a los que el deseo investigativo no podría dejar de someterse (Ibáñez,