Julio Hevia Garrido Lecca

Lenguas y devenires en pugna


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podrían ser descompuestos en tres planos, de repente inextricables, aunque analíticamente distintos:

      El acto como acción, implícitamente ligado a una reacción posible y necesaria. Manifestación que se conecta a un patrón de estímulos y respuestas inscritos en una secuencia reconocible.

      El acto como actualización. Sintagma que quiebra la quietud paradigmática. Performance que, en su producción y dinámica singulares corrige e, incluso, desvirtúa la pura y virtual competencia.

      El acto como actuación, valor que posiblemente englobe a los anteriores, en tanto se ve asistido por recursos ilocucionarios y convenciones comunicativas altamente ritualizadas. Haciendo pues abstracción de las imposturas recusables al destinador, de sus maldades e ingenuidades, toda actuación se afirma en la credibilidad despertada en el destinatario. Impacto perlocucionario que un contexto siempre cambiante, que una dicción más o menos precaria, provee.

      A propósito de ello, Deleuze nos llama la atención sobre el abrumador peso que el hecho de pensar sobrelleva, sobre las pautas típicas que suelen regir su “correcto” funcionamiento. Tal trabajo se vincula, no lo olvidemos, con ciertos valores en los que “obligatoriamente” el pensar habrá de inspirar sus modalidades y propósitos. Groseramente sintetizadas, rememoremos esa suerte de mandamientos de la cognición occidental, taladrando precoces las lógicas del discurso. Desde el principio, por ejemplo, habrá que confiar ciegamente en la buena voluntad del pensador y en el respaldo que la hipotética transparencia de su pensamiento ha de significar; cercano a tales maniobras, el tan mentado sentido común reclamará un lugar, pues su carácter armónico y conciliatorio suele defendernos de los yerros pecaminosos que nos apartan del camino “correcto”. En fin, se nos obligará por encima de todo, a re-conocer lo real o, en términos menos diplomáticos, a despejar el panorama de entidades no clasificables; a desconfiar de factores que no se dejen subyugar; a coger con pinzas las dispersiones que nos remitan, alegres, al caos de la superficie (Deleuze y Parnet, 1980: 29-31).

      Superadas así todas las trabas, concretadas todas las proezas, ascenderemos, cual héroe narratológico, hacia el cenit de la logosfera, escenario donde nos eseran los laureles de la verdad inmaculada. Emblema que ha de iluminarnos la testa por la lealtad mostrada ante el llamado principio de suavidad/producción/provecho (Foucault, 1976: 221).

      Ante tales cercos y tamañas advertencias, en lugar de la resistencia pasiva o de la simple y pura huida, ambas paranoicamente afectadas por los encuadres graficados, será conveniente trazar líneas de fuga, desarrollar otras velocidades y aplicar diversos frenos. Tales tácticas supondrán trastornos moleculares que en su sigilo abran surcos en los continentes gramaticales, grietas en las secuencias sintácticas; transparencias en las significaciones impuestas. Debe comprenderse que de las ruinas de tal edificio, de sus escombros arqueológicos, otros personajes emergerán, otros jugadores saltarán al campo, otros actores se mostrarán en la tarima, no necesariamente marcados por binarismos opositivos, ni dotados de atributos jerárquicos.

      En consecuencia, varios son los planos que reclaman ser considerados al cabo de las digresiones referidas:

      • La pregunta en torno al límite entre lo correcto y lo incorrecto. Borde en el que subsiste, entre animales, el anomal de Deleuze y Guattari; frontera en la que emerge el analizador de Lapassade y Lourau; meandros en donde se aloja el desviante; dinámica que particulariza el perfil del outsider de Lovecraft.

      • La pregunta sobre el umbral, en cuyo interior todo permanece bajo control e identificación, y cuya naturaleza va a verse alterada por la manifestación de un afecto cualquiera. Dado que los afectos se inscriben, pues, como efectos puros, como expresiones fugaces o indicadores incomprensibles resultará pertinente distinguir los grados de resquebrajamiento que éstos suscitan en un orden dado. Dicho de otro modo, se tratará de sopesar el recibo que el poder acusa ante el grado del daño infligido; ante los niveles de desterritorialización consumados.

      • Tales criterios son los que gobiernan, por ejemplo, la polaridad subjetivo/objetivo; el par interno/externo; o el binomio racional/emocional. Sabiendo de la fuerza con que el poder inscribe esos binarismos; del cuidado con que los jerarquiza; reconociendo, en fin, la inversión masiva que en ellos se concreta, puede explicarse también todos sus afanes por evitar mezclas y mestizajes. En consecuencia, se podrá comprender también todo el escándalo que suele diseminarse ante la emergencia de cualquier desborde; la resistencia física o la rigidez ideológica, ante cualquier tipo de entrecruzamientos.

      Manteniendo esas interrogantes abiertas, e incluso considerándolas como tareas a asumir en las líneas sucesivas, sólo agregaremos que será en esos territorios, a-paralelos, a-centrados, oblicuos, indefinidos o furtivos; y en medio de la dinámica que precipita su desprendimiento y acelera su reconstitución, que serán concebidas las minorías, los devenires menores, los usos menores de la lengua: co-incidencias de las que se ocupa este escrito. Es evidente que en los puntos enumerados arriba, que son otros tantos modos de decir lo mismo, subyace la cuestión del pensamiento externo (que Foucault toma de Blanchot y éste de Bataille), así como la del borde y del revés, temas determinantes para una topología orientada al advenimiento de los fenómenos catastróficos.

      Por ejemplo, la cuestión del borde indeciso, de la frontera mutante, del derrumbe mismo de una lógica opositiva puede ilustrarse de modo inmejorable en algunos productos actuales de la televisión animada. Vemos como el Dr. Katz (Comedy Partners) muestra un flujo de imágenes que tornan inútiles las tradicionales brechas entre las esferas internas y las presiones externas; perceptos que desestiman las jerarquías sobre las que un sujeto supuestamente articulado ejerce su soberanía y control. Katz es un psicoanalista; es, por así decirlo, un ser de la escucha y del diálogo. Sus pacientes y su secretaria son recortados una y otra vez, en cada capítulo, en virtud del lugar, eventual o furtivo, que ocupan en el discurso; su único hijo y sus amigos más entrañables, entran y salen del cuadro, esgrimiendo puntos de vista y pugnando por imponer sus saberes. El fondo físico sobre el que se mueven los personajes suele ser fijo, suele permanecer inalterable, en blanco y negro; los cuerpos, en cambio, se adueñan del color y aparecen como dotados de una extraña y nerviosa movilidad. La zona de la divergencia es la que asiste, simultáneamente, a todas las convergencias. Se trata de la línea, inquieta y sugerente, que separa la silueta de unos cuerpos más o menos móviles, respecto a unos objetos indiferentes, a unos sets relativamente ajenos, instalados como presenciaausentes. Algo parece romperse, resquebrajarse, deslizarse de éstos cuerpos hacia esas otras cosas; algo parecen devolver también aquellos entes medioambientales. Así, pues, entre lo interno y lo externo habría una contigüidad sospechosa: falsa frontera burlada por un vaivén de líneas. Intermitencia de la expresividad. Permeabilidad de los afectos.

      Sería preciso, entonces, que los intelectuales revisaran sus estrategias molares y la universalidad de sus concepciones: los abismos que cavan y los cercos que levantan. Cuestionar incluso la mecánica del doble mensaje que utilizan, mientras son utilizados por él. Mensaje que, por un lado, los hace procurar una distancia insalvable con el “mundo”; y establecer de retorno, acuerdos sospechosamente fáciles con las expectativas del “mercado”. He ahí la figura, tristemente célebre, de los denominados “fiadores de la cultura”, profesionales que, al opinar sobre comportamientos y modas imperantes, suelen conciliar los apetitos del sentido común con el refinamiento técnico de las jergas científicas. Bajo ese artificio los abanderados del saber consiguen saciar la curiosidad del lector, el radioyente o el televidente promedio al destilar una versión especialmente digerible en las mismas fauces de una masa ávida de confirmar las