de eximir al antropólogo de juicios de valor y de subjetividades condicionadas desde el origen, propuso que las investigaciones aprendan a nutrirse, en vez de sentirse contaminadas, de las marcas con que el informante destila sus enunciados así como del particular perfil que el investigador principal comporta. A este último dispositivo Nadel le llamó ecuación personal, aspecto que al ser “culturalmente” integrado en el balance de la exploración permitiría entrever la manera mediante la cual el antropólogo recorta, sustrae y potencia ciertos rasgos o acontecimientos de un mundo que se desplaza ante su mirada, y que él, recíprocamente, desplaza con su propia mirada (Marzal, 1996 V.III: 161-2).
Tales temáticas anticipan la encendida polémica del Etic-Emic que dividiera a los antropólogos norteamericanos a partir de los años sesenta y cuyos planteamientos más audaces dan cuenta de la necesidad de transformar al participante original en observador familiarizado, en vez de procurar más artificiosamente convertir al observador distante en participante súbito (Geertz y Clifford, 1991). A propósito de lo mismo, aunque centrándose en las técnicas de grupo, se han adicionado las nociones de preceptor (Ibáñez, 1979) o de prescriptor (Canales y Peinado, 1995) que, a diferencia del moderador o del monitor tradicionales, destacan la necesidad de que aquel que conduce al grupo se constituya como un dispositivo propiamente dicho, operador suficientemente plástico como para reajustarse a las variantes del discurso que contempla y del que además es parte constitutiva.
Ni siquiera los espectaculares presupuestos que las ciencias duras solicitan –para acelerar las partículas, por ejemplo– consiguen dejar de lado las variantes microscópicas, las diferencias milimétricas, los saltos infinitesimales dados entre una experiencia y su esforzada repetición. Combatientes fantasmales, todos ellos, encargados de trastocar, más allá de toda prueba, el artificio experimentalista. Desmitificación de una visión que se pretende abstracta y de la abstracción a la que esa visión se ve impelida: ideal hegeliano cuyas huellas textuales han sabido detectar los llamados posmodernos (Derrida, 1991: 129-30). En esa misma línea de trabajo parece encontrarse Escohotado cuando al caracterizar el real-ideal de la ciencia de Galileo y la de Newton, demuestra el pavor con que la logometría huye del caos en general o de todas las bifurcaciones irrepetibles (Escohotado, 1985).
La retracción hacia un campo cerrado, luminosamente prometedor, el desplazamiento hacia aquello que se celebra como inteligible y profundo, e incluso inteligible por profundo, supone desde ya la prejuiciosa supresión de las superficies mutantes, calificadas en masa y sin lugar a dudas, como superficiales. Con la superficie se aborrece automáticamente el cuerpo y el espectro dinámico que lo caracteriza, reservando las variantes posturales y las transiciones gestuales para su ulterior inclusión en la remota esfera del juego, de la danza y el teatro. El monopolio de las técnicas diegéticas y miméticas parece establecerse allí donde lo lúdico y lo artístico fueron elevados, para separárseles y desactivárseles mejor. Se sabe que la admiración funciona a manera de defensa: es la agresividad de la que los ideales se tornan soporte. Sólo se envidia a los más próximos, afirmaba Faulkner, pues a los distantes nos limitamos a admirarlos (Faulkner, 1985: 83). O, para decirlo con Derrida, compete a la admiración neutralizar los resentimientos (Bennington y Derrida, 1994: 35).
Afortunadamente Nietzsche tuvo la iniciativa de poner en vitrina los devenires apolíneos, recuperando ahí el valor múltiple que las máscaras encarnan (Vattimo, 1989). Supo, de esa manera, devolverle a la humanidad el efecto histriónico-estético que es consustancial a su existencia corporal. ¿Qué habría de más humano que el trucaje y la simulación? Recordemos, con el filósofo de los aforismos, que en los simulacros se replica a lo real, siendo la simulación el signo mismo de la pretendida apropiación que el hombre procura de la naturaleza. Transitando entonces de la analogía a la variación, de la reproducción a la desviación, las colectividades van imprimiendo sus huellas sobre cada objeto utilizado, dejando sus marcas sobre cada acto civilizatorio. La simulación encarnaría lo falso como potencia (Deleuze, 1989: 265-71). Actuar supondría operar una máquina; espectacularizar equivaldría a invocar dobles autónomos, personajes vivos, fuerzas desmontables.
De ese cuerpo, hecho de flujos, opuesto al organismo que los poderes estatales le fabrican inefables; de esa combinatoria flexible en cuya momentánea intersección nos encontramos y que la administración orgánicoinstitucional insiste en encasillar; de esa fuerza indisciplinable e impredecible se suelen desconectar, contradictoriamente, el antropólogo foráneo y el psicoanalista nativo. El primero sorprendiéndose con la excentricidad que observa conscientemente en el otro –y que encarna inconscientemente para ese otro–; y el segundo, pretendiendo salvar el escollo de la tentación contratransferencial que la alteridad del analizante constantemente le provee. No son esos, por cierto, los alcances que un Foucault le adjudicaba a la etnografía y al psicoanálisis cuando, catalogándolas como contraciencias, recordaba que eran las únicas disciplinas que solían encontrarse, por su misma praxis, con los límites del saber humano, o si se quiere, con sus reversos: la ley, el deseo, la muerte (Foucault, 1968: 362-5).
Distingamos planos: una cosa es asistir a la revelación que un acontecimiento supone, otra encararlo hasta sus últimas consecuencias; una cosa es el modo como Malinowski, por ejemplo, creyó haberse ganado la confianza de los nativos, otra el grado en que éstos incorporaron la intrusión del observador (Marzal, 1996 V.III: 48-56). Más concretamente: una cosa es lo que el psicoanálisis y la etnografía pueden permitir, en términos puros, y otra lo que el psicoanalista o el etnógrafo, a título particular, hacen con lo que encuentran. Los acontecimientos, como recuerda Derrida, se suceden una y otra vez, siendo esa característica, precisamente, la que les da valor de acontecimientos (Bennington y Derrida, 1994: 38). Súbitamente catastróficos o propagándose imbarajables (Deleuze y Parnet, 1980: 77), los acontecimientos desmoronan los pronósticos y desafían la previsión. Bion ha señalado, a propósito de la mentalidad de grupo, que es preciso aceptar la conjunción constante de datos, pues éstos suelen aparecer, como Hume dijera, singularmente unidos (Grinberg, Sorg y Tabak de Bianchedi, 1976: 21). Podemos ahora preguntarnos sobre los particulares cortes epistémicos o metodológicos, que cada época y disciplina ha impuesto sobre los acontecimientos del entorno, al punto de fabular lo inexistente y negar lo indiscutible, por respeto a las consignas del caso.
Recordemos que, desde el siglo XIX, los imperios de ultramar movilizaron a sus especialistas de la sociedad y a sus exploradores de la cultura, a fin de que registren lo que hoy llamamos sincretismo, aculturación o transculturación. Los poderes de turno nunca fueron ajenos a los saberes alternativos o a sus afanes libertarios. De ahí que, según las coyunturas y posibilidades, el estudio del “otro” antropológico tendiera a orientar las fuerzas de los ayudantes y de los oponentes; aspirara a diluir o a negociar; procurase imponer o concertar las políticas en juego (Marzal, 1996 V.III: 13-40; Valles, 1997: 21-46). He ahí, agregamos, el obligado itinerario que los expansionismos van a cumplir.
Es curioso que huyendo hacia el Tercer Mundo la población turística de los países avanzados suela reconocerse, vía la diferencia, consigo misma: es la opinión de Baudrillard, quien incluso llama la atención sobre el hecho de que las fotos premiadas en los grandes eventos internacionales suelen tener como objetivos a indígenas, niños hambrientos o víctimas de genocidios bélicos y catástrofes naturales (Baudrillard, 1990: 153-63). Tal identificación por oposición, tal fascinación por lo ajeno, todo ese conjunto de efectos narcisísticos secundarios, encuentra su proceso inverso en las oleadas migracionales con que los hemisferios subdesarrollados perturban turísticamente y alivian económicamente, a las realidades más avanzadas. Al ser interpelado por residir en California, G. Gómez-Peña, editor chicano de la revista bilingüe La línea