Julio Hevia Garrido Lecca

Lenguas y devenires en pugna


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He ahí el indubitable carácter introspectivo que, de uno u otro modo, ha afectado la concepción, mítica a veces, agorafóbica en otras circunstancias, que los lingüistas han insistido en trazar respecto de las identidades grupales; a la cultura de los pares; a los saltos generacionales, y a otros acontecimientos que perfilan la comunicación cara-a-cara. No es gratuita, en ese plano, la familiaridad de las conexiones entre la lingüística y la psicología (ibídem, 333-4). El psicologismo, pues, también ejerce sus yugos entre los investigadores más rigurosos, confirmando, en este caso, que el trabajo de abstracción no alcanza sólo a la distancia “neutra” con que ciertos instrumentos se aplican e instalan respecto del fenómeno, sino que correlativamente perfila y protege la indivisible individualidad del especialista ante la pluralidad de los factores entrecruzados en el acontecimiento.

      Están también, por cierto, las batallas libradas por Lacan quien supo salvaguardar al psicoanálisis freudiano tanto de la farmacopea psiquiatrizante como de una (in)voluntaria esterilización psicologista, aferrada a pedagogías de reajuste normativo y utilitarismos vocacionales, laboralmente orientados. Las exigencias del mercado se encontraban, y se encuentran, fuertemente preocupadas por performances y rendimientos de cuño productivista. Sin embargo, dada la densidad epistémica y el hermetismo con que fue levantada la obra de Lacan (Fages, 1973; Juranville, 1987) sus denuncias y propuestas fueron mayormente ignoradas.

      Considerando su alcance y plena actualidad es preciso no confundir acá los terrenos de la semiótica y el psicoanálisis franceses, es indispensable no entremezclar el corpus textual de una con la intersubjetividad simbólica de la otra. Bastaría recordar hasta qué punto la categoría de sujeto es trabajada a título autónomo y diferencial, en cada una de esas perspectivas. El propio significante, célebre entidad saussureana, se conecta en el caso de la semiótica con programas, recorridos y modalidades, respetando además su conexión con otros tantos significados y, en planos más profundos, con semas nucleares; mientras que en el psicoanálisis el significante, en cambio, va a ser pretexto para comprometerlo con los fundidos-encadenados que las condensaciones y los desplazamientos estarán permanentemente figurando: es aquí, incluso, que se da pie a la conexión con el despliegue retórico de las metáforas y metonimias que, como se sabe, fue adelantada desde la lingüística por Jakobson. Así, pues, la primacía de los significantes de cuño lacaniano se apoyaba en la consideración de que el funcionamiento de estos últimos implicaba un entredicho, un efecto de fuga, velado y efímero, entre cuyos meandros había que atisbar más que significados, sentidos. Aunque en otro sentido, la propia semiótica nos habla, por ejemplo, de efectos de sentido.

      Lo cierto es que, por ser deudores de un auténtico redimensionamiento de lo real del discurso e incluso de los discursos sobre lo real, semiótica y psicoanálisis emergen, el primero como gran decodificador de la cultura, traductor intertextual de signos y rótulos, sueño translingüístico possaussureano; y el segundo como recuperador de la palabra y marco interpretativo de sus contorsiones y extorsiones, haciendo foco ahí donde el discurso del sujeto, o el sujeto del discurso, revela, entre erotanatismos y sadomaquismos, entre latencias y manifestaciones, entre tiempos cronológicos y tiempos lógicos, toda la esquizia que lo habita.

       CAPÍTULO II

       Vigilancia estatal y desprendimiento de significantes

      Hasta el aura del siglo XX, la concepción del mundo seguía reposando en dos pilares fundamentales: la perspectiva euclidiana y la estructura tonal (Lefebvre, 1972: 143-44). Tales nociones habrían proporcionado verdaderos sistemas de representación cuyo panorámico alcance se constata a propósito de la diversidad de planos por ellos comprendidos. De ese modo, la visión euclidiana no sólo garantizaba la comprensión de las artes figurativas más elevadas sino que además constituía el límite inteligible para la lectura e interpretación de los garabatos infantiles. Complementariamente, la estructura tonal sumía toda creación y ejecución musical en los niveles correspondientes, de tal manera que la degustación elitista o el consumo popular proporcionaban indicadores para diferenciar cada producto e inscribirlo en el casillero correspondiente. Cualquiera fuese, entonces, la naturaleza de los eventos en cuestión, y gracias al alto nivel de correspondencia entre significantes y significados, los códigos imperantes podían garantizar, en el mismo movimiento, la continuidad del referente y la permanencia del sentido.

      Sin embargo, ante el subrepticio espacio conquistado por la teoría de la relatividad, el suceder histórico dará paso a la incontenible variedad de los avances tecnológicos. Aquí sólo compete señalar a qué grado los llamados medios masivos, y la cultura que destilan, se configuran como el reflejo más claro de una modernidad en perpetuo desborde. Dimensión conflictiva que, con inigualable claridad, Heidegger avizoró (Heidegger, 1968) cuando advertía a la humanidad del insospechado poder que sobre el destino del hombre habría de adquirir la técnica como tal. Otras búsquedas, centradas en el terreno de la filosofía, la ciencia y el arte contribuyeron a cristalizar ciertas rupturas en las configuraciones perceptuales, en las dimensiones imaginarias y consecuentemente, en las jerarquías valorativas ancladas a título secular.

      En consecuencia, tiempo y espacio como entidades per se, otrora dueños de ontologías y metafísicas que norteaban el destino de Occidente, debían recomponerse entre tantos tiempos y espacios como lo exigía la multiplicación de los nuevos descubrimientos, y la diseminación de sus nuevas prácticas. Imágenes visuales y auditivas comenzaron a alcanzar protagonismos imprevistos en los intercambios comunicativos, transitando, en ese proceso, desde el paralelo enriquecedor hasta la concreción de novedosas e imprevisibles fusiones. Así, pues, la fantasmática del audio ya no tenderá, como antiguamente, a una visualización que la represente, o a una figuratividad que la releve, pues inversamente la propia visualidad de la narración irá a procurar, en términos constantes, cercos acústicos que le faciliten un territorio, u oleadas rítmico-melódicas que soporten la dinámica a escenificar. Más que imperio visoauditivo, estaríamos certificando una dominancia audiovisual.

      Lo cierto es que con la cultura masmediática, las dimensiones percibidas van a sujetarse a otros ejes, pues en vez de que la pantalla imite al mundo se constata cuánto el mundo se mira en la pantalla. Probablemente esa infraestructura permitió anunciar el modo en que la televisión, luego de ser simulacro, reflejo o mero apoyo de lo real, amenazaba con pasar a constituirse en paradigma de la experiencia, orientador de la opinión, instrumento de captura de la “verdad” (Colombo, 1977). Ello justificaría hablar de un abandono de lo real y un correlativo apego a los efectos de la realidad (Sodré, 1983: 65; 1989: 132). O, en términos más amplios, describir la creación contemporánea de un porno-estéreo que habrá de añadirse a lo real (Baudrillard, 1981: 33-9).

      En consecuencia, la realidad actúa en función de la televisión e incluso procura parecerse a ella, en el mismo sentido que las calles romanas terminaron imitando a su correlato fílmico, ése que fuera concebido para el filme La dolce vita (1960). No poca es la sorpresa, e incluso el desconsuelo, que tal efecto duplicador suscita en su genial realizador (Fellini, 1978: 85-98). Según sugieren Bazin y Rohmer habría un efecto, circular si se quiere, aunque de alcance catastrófico, entre un Hitler patéticamente chaplinesco conmocionando al mundo, y el Charles Chaplin lúdicamente hitleriano de El gran dictador (1940) (Deleuze, 1984: 241-43). A la rigidez del bigote, la nerviosa movilidad, y la pequeña estatura, habría que añadir el insustituible impacto de los despliegues gestuales que caracterizara a tan disímiles personajes. Syberberg ha llegado incluso a señalar que el poder alcanzado por el xenofóbico Hitler no puede únicamente explicarse por la emergencia de una serie de valores autoritarios y chauvinismos requeridos de expiaciones objetivables, sino fundamentalmente por sus dones de “cineasta” o, si se quiere, de escenificador ceremonial