conflictiva que, mal que bien, enriquecía su saber. He ahí uno de los hábitos que un régimen paranoico consolida y “naturaliza”: cuanto más preocupado esté el sujeto en detectar problemas afuera, más alterado, más alerta, menos indiferente se encuentra por dentro: transfiguración topológica que no debe soslayarse, dado el peso que en tales contextos adquieren los denominados analizadores (Lapassade, 1979). Al analizador hay que entenderlo como un emergente, cuya sola expresión suele dar cuenta de un sentir más o menos generalizado; como un vocero que consigue sopesar las condiciones existentes, en un tiempo y lugar dados; como un ente protagónico que provoca variaciones respecto de las crisis, o que madura una alternativa contra éstas.
Hay también, en el reino animal, un imaginario compartido entre el animal predador y el animal presa, entre el perseguido y el perseguidor, conexión que obliga y faculta a cada cual a ponerse en el lugar del otro. En virtud de tales procesos, la suerte de atacantes y atacados, o las posibilidades de devorar y sobrevivir, dependerán, en gran medida, de poder anticipar los movimientos del enemigo y/o sorprenderlo con un viraje insospechado. No es vano que esa lección etológica haya sido ejemplarmente rescatada por la teoría de las catástrofes (Petitot, 1981: 134-35, 148-50, 165-67). Tanto las competencias de grupo como las propiamente individuales –las que en buena cuenta suelen ser pasajes o fases constitutivas de las primeras– presentan numerosos ejemplos de la dialéctica señalada por Poe en su célebre relato La carta robada (Poe, 1991 I: 514-34). Recordemos que en algunos trechos de dicha narración Poe se dedica a ilustrar el modo en que ciertos juegos alojan a sus participantes en una situación especular, inscribiéndolos transitoriamente en una trampa simétrica. Incluso se nos ilustra sobre la manera en que las identificaciones van a diferenciarse por la flexibilidad con la que los sujetos las operan, sea colocándose plásticamente, en el lugar del otro; sea trayendo rígidamente al otro al lugar de uno.
Esa es, incluso, la diferencia que el cuento revela entre la competencia, presuntamente admirable, del detective Dupin, y la inoperancia del cuerpo policíaco respecto del escondite que el ministro ha elegido. No se trata de buscar, sino de encontrar dirían Deleuze y Guattari. La policía buscaba no la carta, sino el sobre que debía contenerla; no el texto sino su envoltura, e incluso, peor aún, una envoltura intacta; no lo que brillaba ante sus ojos sino el inefable “escondite”. El ministro jugaba, inversamente, a la mostración pública, aunque retocada, del objeto. Aquél personaje procedía entonces, con una política, si se quiere anti-paranoica que sólo Dupin iba, irónicamente, a desenmascarar. Todo ello merced a un trabajo para el que las llamadas abducciones de Peirce parecen ideales (Peirce, 1987).
Y tratándose de mecanismos de control, no estará demás recordar que la inmensa mayoría de ellos son sólo variantes actualizadas de aquél panóptico que imaginara y concretara Bentham a fines del siglo XVIII, y cuyos efectos aún se hacen sentir (Foucault, 1992: 199-230). He ahí el eje que liga al vigía con toda la hipervisibilidad y omniubicuidad que le ha sido regalada; he ahí el riguroso dominio que aquél alcanza sobre unos objetos plena y generosamente exhibidos; estrategias que se reconstituyen en espacios diversos, y en nombre de múltiples regímenes discursivos. Bastaría señalar que en los ámbitos familiares suelen detectarse, sin demasiado esfuerzo, instrucciones escolares, restricciones penitenciarias, prohibiciones hospitalarias, bajo el pretexto de una adecuación futura a las exigencias laborales.
Tales préstamos (constantes, súbitos, retroalimentados), tal circuito (siempre actualizado), tal transitividad (hecha de canjes y equivalencias) tornaría legítimo hablar de un panoptismo generalizado. En este sentido el voyeurismo clásico (aquél que se ejercita por la ventana y al que la cinematografía supo otorgar suspensos espectaculares y placeres sublimes) no pasaría de constituir una versión subalterna, una traducción restringida a la comarca erótica, del afán más amplio por suscribir dominios, a través de la mirada. El negativo de tal operación se registra, claro está, en la renuencia a someterse al efecto inverso: no querer ser vigilado, evitar ser sorprendido, no secretar el secreto.
En términos de Deleuze y Guattari, los aparatos estatal y lingüístico alcanzan su manifestación condensada, su mínimo común múltiplo, en las denominadas palabras de orden, funciones de una lengua mayor, de una lengua oficial o vernacular que, a título permanente, reproduce sus principios y asegura su expansión (Deleuze, 1990: 44). Así pues, fijando, manteniendo, dividiendo, separando es como los órganos y los saberes oficiales luchan contra los flujos mínimos. Sea que se soslayen los asomos imperceptibles; sea que se procure la domesticación de los devenires minoritarios; sea que se opere por omisión, por distanciamiento, a título implícito o del modo más agresivo. Y es que los nomadismos no se circunscriben a la pura dislocación física, a la mera sofocación indecisa, pues habitan en todas las respuestas u operaciones apenas esbozadas; en los más leves virajes; en cada disconformidad; e incluso, y sobre todo, cuando éstas maniobras han sido silenciadas o desoídas.
Sin embargo, los microfascismos reaparecen en las manifestaciones y fenómenos más distantes del poder; habitan, como posibilidad, cualquier manifestación rizomática (Deleuze y Guattari, 1988: 15). Una razón más para advertir que no se trata de focalizar el radio de acción del poder; de sociologizar su entendimiento por la vía de las clases dominantes y los alcances macroinstitucionales; o de psicologizarlo a punta de constructos como el “interés”, la “voluntad” o el “sadismo” de unas cuantas personalidades. Es preciso desbordar la figura piramidal del poder, válida tal vez para su funcionamiento clásico pero definitivamente ajena al orden burgués y a la progresión geométrica del desarrollo capitalista. Menos preocupado por una continuidad histórica que suele configurar bloques irrestrictos, el poder moderno tratará de diseminar, en su horizonte geográfico, el mayor número de mecanismos de control. En vez de otorgarle prioridad a las grandes estrategias, lo que el poder moderno fomenta es el ejercicio simultáneo, en paralelo, de innumerables disciplinas.
Así, pues, los devenires, explícita o implícitamente contestatarios, suelen disfrazarse de incomprensión, de intransigencia o de radicalidad; de falta “a” la orden, o de falta “en” el orden; de pérdida de orientación, de dispersión del sentido, de errores u horrores. Sin embargo, no cabe un entendimiento rígido de tales ocurrencias, máxime si se considera que tales fuerzas operan al lado de otras líneas de fuga, constituyendo en esa asociación imprevisibles traiciones a las expectativas cifradas e, incluso a las ya convenidas modalidades de protesta: casilleros en los que el poder hospeda a las reacciones negativas. Hay una labor de contraespionaje, de robo, de bombardeo interno, de efecto en boomerang, de estrategia fatal, que permite a los lobos actuar como Caperucitas, a los guerreros como presas, y a los vengadores como párrocos. No es infrecuente que las potencias indómitas aparenten docilidad mientras maquinan su reacción, mientras apilan recursos y se hacen sedes de nuevos agenciamientos.
Retornemos al poder: conforme los sujetos ascienden de status o “maduran” sus cronologías, en la medida que “progresan” cultural y profesionalmente, suelen verse maniatados por la corrección y las “buenas formas”; tratando de “expresarse mejor” o de “aspirar a más”; portarse “a la altura de las circunstancias”; de “pensar” y “ser pensados” del modo más correcto. Es ahí donde la pragmática del habla abona el terreno para todas sus consignas, incluyendo entre éstas no sólo las órdenes explícitamente autoritarias, sino a todos y cada uno de los enunciados que nos remitan a las llamadas “obligaciones sociales”. Las consignas, debe recordarse, son reiterativas en más de un nivel y lo más contundente de su impacto no se liga directamente al orden de los contenidos que transmite, o de los supuestos valores que toma como referencia, sino al de los formatos en que se inscribe su manifestación. Sólo así se explica la obsesa frecuencia con que se les afirma