Pedro Banos

El poder


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proceder mal».

(CAPÍTULO XIX)

      En no pocas ocasiones, por más que la intención sea hacer el bien, nos vamos a encontrar con personas que nos odien, simplemente por lo que para ellas significamos. Y aunque intentemos a toda costa evitarlo, y hagamos esfuerzos por congraciarnos con ellas, a veces no conseguiremos más que agudizar ese odio.

      En ciertos casos, ese odio ante las buenas obras no es más que un reflejo del malestar interior que padece el odiador, de su incapacidad para estar a la altura del odiado, o de conseguir el reconocimiento social que este tiene. O simplemente se trata de envidia, celos profesionales o pura maldad innata.

      Como se suele decir: «Al buen vivir y al mal vivir nunca les faltó el qué decir».

      Evita el odio del más fuerte

      «En la alternativa de excitar el odio del mayor o del menor número, conviene ganarse el favor del más fuerte».

(CAPÍTULO XIX)

      Esta oportuna sentencia da pie a varios análisis. Por un lado, siempre ha sido vital hacer frente a los enemigos, a los odiadores, de uno en uno. Un grave error es enfrentarse a varios de ellos a la vez. La división de esfuerzos no suele dar buenos resultados. Al contrario, la mejor opción es focalizarlos en un único objetivo. Napoleón fue un maestro de esta concentración de esfuerzos.

      Obviamente, lo ideal es no tener enemigos, nadie que nos odie. Pero eso es más utópico que otra cosa. Por más que nos esforcemos, por más que pensemos que estamos ayudando al bien general, o al menos no causando ningún mal intencionado a nadie, siempre habrá alguien que nos odie por el mero hecho de ser como somos, por nuestras virtudes o por nuestros éxitos.

      Si a pesar de haber intentado impedir el rechazo del grupo o del pueblo, el odio ha llegado, en su guía de actuación y recomendaciones para el líder, Maquiavelo nos transmite una manera de escalar las adversidades a modo de previsión, y de estudiar las alternativas. Si la situación ha derivado en la generación de odio, nos recomienda controlar o graduar de dónde viene y evitar a los más influyentes. Es esa estrategia la que permitirá adaptarse o acometer las medidas necesarias para mitigar el daño.

      La otra lección es que, dado que no podemos evitar ser odiados en alguna medida, un objetivo prioritario es intentar congraciarse con el grupo o entidad más poderosa, para evitar su elevada capacidad destructora. No siempre será sencillo, sobre todo si ese grupo piensa que nos podemos convertir en un rival o que le podemos hacer sombra.

      El poder puede ser militar, económico o consistir en la influencia sobre el «pueblo», pues no siempre se basa en el peso de la milicia. En cualquier caso, el poder lo tienen aquellos con mayor popularidad y peso específico, y los que cuentan con la mejor y más tupida red de apoyos en el Estado o ciudad. El príncipe no puede evitar el odio; solo debe identificar con quién le beneficia aliarse y a quién evitar.

      Evita el odio de las masas

      «Evitando todo lo que le pueda hacer odioso o despreciable».

(CAPÍTULO XIX)

      Aunque se pueda someter por la fuerza a las masas, siempre es mejor tenerlas de nuestro lado gracias al miedo o la sugestión. Y sobre todo hay que evitar a toda costa realizar actos que generen un odio innecesario en la población.

      El odio de la masa no es malo porque sea el de muchos, sino porque la irracionalidad es instintiva y no es controlable. Autores como los neocontractualistas, John Rawls por ejemplo, establecen que se necesitan nuevos modelos de relaciones sociales y pactos éticos para enfrentarse a las nuevas necesidades de una sociedad colectivista y globalista que se apodera de las acciones sociales.

      «Hazlo, pero que yo no me entere»

      «Poco tiene que temer el príncipe de las conjuraciones si su pueblo le quiere, pero no le queda ningún recurso si carece de este apoyo».

      «Una de las máximas más importantes para todo príncipe prudente y entendido es tener contento al pueblo y satisfacer a los grandes sin irritarlos con exigencias excesivas».

      «Un príncipe, insisto, debe manifestar su aprecio a los grandes, pero cuidando, al mismo tiempo, de no granjearse el aborrecimiento del pueblo».

(CAPÍTULO XIX)

      Las herramientas para conseguir el apoyo de los seguidores, o incluso la popularidad, han ido variando y aumentando a lo largo de la historia. Nunca han existido tantas maneras y tan efectivas de influir en la población.

      El odio, o simplemente provocar rechazo en los ciudadanos, no es una buena táctica para ningún gobernante. Se debe intentar mantener contento al pueblo y delegar aquellas responsabilidades que tengan menos aceptación popular. Esta visión se ha mantenido constante de forma general como manera de gobernar.

      Como argumentaban los clásicos, es siempre preferible que todo lo favorable sea imputado a uno mismo, mientras que las tareas que exigen grandes esfuerzos, sin aportar ni dinero ni gloria, todo lo desagradable, lo odioso, sean gestionadas por otros.

      El equilibrio del mando hace que el príncipe siempre intente ponerse de perfil, derivar las responsabilidades hacia los que lo rodean y excusarse argumentando que «no le aconsejaron bien». Su voluntad, proclamará, siempre fue la de favorecer al pueblo y ser justo, pero los miembros de su «consejo» (ahora serían también los servicios de inteligencia) no le proporcionaron la información necesaria o pertinente. Por tanto, su juicio no está nublado y tampoco es responsable. Es tan victima como el «pueblo», por lo que una purga o reprimenda pública a los presuntos implicados será suficiente.

      Este proceder, propio de las épocas de la Roma imperial, e incluso desde la época de la República, hizo que siempre los grandes lucharan por los favores «del que manda», y que permanecieran desunidos, ejerciendo contrapesos dentro de la corte. Por su parte, el príncipe se limitará a administrar con serenidad los favores, haciéndolos oscilar entre los diversos bandos. En la conjura de los Tarquinos y sus efectos vemos perfectamente reflejado este caso y proceder. Hoy en día, la situación no es muy diferente en los círculos de poder.

      La mejor fortaleza es el afecto

      «No existe mejor fortaleza que el afecto del pueblo».

(CAPÍTULO XX)

      Emociones como el miedo o el odio nos alejan de la necesaria racionalidad y, por lo tanto, Maquiavelo hace bien en recomendar que se evite a toda costa que nos odien.

      Si recurrimos a la psicología positiva, existen estudios acerca de las fortalezas que conducen al ser humano al bienestar, algo que también deberá tener en cuenta el líder. Los prestigiosos Martin Seligman y Christopher Peterson han conseguido clasificarlas, llegando a identificar veinticuatro, y las han distribuido temáticamente en seis categorías o virtudes: sabiduría o conocimiento, coraje, humanidad, justicia, templanza y trascendencia. Aunque hay muchos términos intermedios cada persona tiene su propio mapa de virtudes y fortalezas. La capacidad de ser amado (una versión más suave de no ser odiado) está entre ellas.

      Obviamente, no ser odiado es una garantía de seguridad, personal e institucional. Pero nunca es fácil conseguirlo, pues el poder, por su propia naturaleza, siempre genera odios y envidias, que en muchos casos son irracionales.

      La mayor riqueza de un príncipe, sobre todo hasta el siglo XX, radicaba en las masas que le seguían o que podía movilizar. Las revoluciones nunca triunfan si el príncipe cuenta con el pueblo. La nobleza no puede subvertir el Estado si el príncipe mantiene contacto con el pueblo. Y ante la amenaza, real o no, contra él, puede refugiarse en la trinchera del pueblo. Hay quien dice que la guerra de independencia de España contra la invasión napoleónica, aparte de ser la primera prueba de guerra híbrida, es el ejemplo de una revuelta popular que se convirtió en fuerza militar.

      El esencial apoyo popular

      «Un príncipe, aunque disponga del ejército más poderoso, siempre necesita el favor y la benevolencia de los habitantes».

(CAPÍTULO III)

      Cuando