Adriana Estrada Álvarez

Redescubriendo el archivo etnográfico audiovisual


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el origen de un nuevo cine etnográfico en México, que sin duda sentó las bases para filmar las tradiciones y culturas indígenas en el contexto de la modernidad, documentando la persistencia de lo milenario en el contexto urbano contemporáneo, las tensiones entre modernidad y tradición, lo rural y lo urbano, lo sagrado y lo profano. Es una película muy relevante también porque al menos dos de sus directores, Warman y Muñoz, después tuvieron un papel decisivo en el INI y en la fundación del AEA. Entre las novedades que introduce Él es Dios, en su afán por evitar el colonialismo característico del cine indigenista, encontramos una fuerte dosis de autorreflexividad por parte de los autores, que a lo largo de la película comparten sus impresiones a través de la voz en over de un narrador, a la manera de un diario de campo fílmico, por lo que podemos decir que la cinta habla tanto de los fenómenos y los personajes filmados, hacia quienes muestra una gran empatía, como de los realizadores, su contexto, sus preocupaciones y perspectivas. Además, es una obra pionera del cine etnográfico urbano, que dialoga con la antropología de la pobreza y la vida cotidiana en las vecindades de la ciudad de México. Este documental marca un punto de inflexión entre el viejo cine indigenista de propaganda estatal y el nuevo documental sobre los pueblos originarios con una perspectiva multiculturalista, pues demostró que eran posibles otras formas de hacer documentales antropológicos desde el Estado en la segunda mitad del siglo XX.

      El segundo segmento del libro, Otredades, aborda algunos ejemplos de películas cuyas búsquedas estuvieron estrechamente emparentadas con la misión primordial de la antropología y del cine etnográfico más clásicos. Se examinan cintas y autores que se propusieron ante todo documentar la otredad, filmar la alteridad, retratar lo más diferente, exótico o folklórico. Obras como éstas tuvieron un impacto importante en la construcción de los imaginarios del mundo indígena mexicano, aún con resabios de la mirada romántica sobre el buen salvaje, pero ya sin tintes evolucionistas, sino más bien bajo el influjo del multiculturalismo, que resalta la diversidad de los pueblos originarios, a partir de sus aspectos y rasgos más vistosos y expresivos.

      El capítulo 2: “Documentales ‘de autor’ filmados por dos egresados del cuec para el AEA (1980-1986)”, a cargo de Eduardo de la Vega, pone de relieve el papel fundamental que desempeñó el AEA como campo de prácticas profesionales para una generación de jóvenes cineastas que en aquellos años terminaban su formación universitaria e iniciaban sus carreras como documentalistas. El AEA fue muy importante como escuela para la profesionalización del cine documental en nuestro país. El texto de Eduardo de la Vega también nos da pistas para detectar en la producción del AEA el sello de una escuela de cine en particular, el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC),4 con una fuerte tradición de cine militante, heredera del espíritu del movimiento estudiantil del 68, acostumbrada a un documental de corte social y políticamente comprometido, marcada profundamente por la figura de José Rovirosa.5 El INI le dio trabajo durante años a varios estudiantes y egresados del CUEC, particularmente a Alberto Cortés y Rafael Montero, los dos cineastas estudiados en el capítulo, y a muchos otros que volvían a México después de estudiar en el extranjero. Para algunos, este contacto con la otredad indígena —con pueblos kikapúes, nahuas, tlapanecos, mixtecos, tepehuanos— marcaría una impronta sensible en el resto de sus carreras, y adoptarían el tema indígena como causa social y motivo cinematográfico coherente con su formación política de izquierda. Estos cineastas lograron, en algunos casos mejor que en otros, un equilibrio bastante difícil entre la producción de cine a escala industrial, por encargo del Estado, un cine institucional, por definición “no independiente”, y un cine etnográfico de autor, con una mirada propia, el cual no renuncia a su postura crítica, a su libertad creativa ni a su búsqueda artística.

      En el capítulo 3: “Imaginarios cinematográficos de los pueblos rarámuri en la segunda mitad del siglo XX”, Adriana Estrada Álvarez analiza diversas miradas fílmicas al pueblo rarámuri en un periodo reciente de la historia de México, y destaca cambios y continuidades en las formas de representación a través de distintos géneros fílmicos: el cine documental, el etnográfico, el de ficción y el experimental. Además de la película producida por el AEA, Rarámuri ra itsaara: Hablan los tarahumaras (1983), de Oscar Menéndez, el capítulo aborda y comenta otras películas como Tarahumara, cada vez más lejos (1965), de Luis Alcoriza; Sukiki (1976), de François Lartigue y Alfonso Muñoz; Teshuinada (1979), de Nicolás Echevarría, y Ciguri 98: la danza del peyote (1998), de Raymonde Carasco. La autora analiza cómo estos filmes dialogan con una larga tradición de estudios sobre los rarámuri, desde diferentes registros —lo literario, lo histórico, lo etnológico y lo artístico—, y hace una recapitulación de la obra de autores como Neumann, Lumholtz, Artaud, Zabel y Zingg. En cuanto al documental de Oscar Menéndez, cabe mencionar que es la primera película sobre este pueblo hablada parcialmente en rarámuri y no sólo en español. Tras explorar las raíces del imaginario colonial que ha pesado sobre los rarámuri, con su característica mirada crítica, Menéndez denuncia la deforestación de la sierra Tarahumara y consigue una documentación excepcional de la tradicional carrera de bola, con un alarde de pericia y talento en la cinematografía a cargo de Héctor Medina. Estas aproximaciones fílmicas, realizadas con diferentes intenciones, tienen en común ser todas miradas occidentales, de gente externa a las comunidades, lo cual da pie a la pregunta con la que cierra el capítulo acerca de la posibilidad de un cine hecho por los propios rarámuri, que en vez de representarlos desde fuera, recoja su propia mirada.

      Espacios, el tercer apartado del libro, se concentra en los lugares donde se ubican las culturas originarias y en los sitios en los que ocurre la interacción entre los indígenas y el Estado, mediada por los antropólogos y los cineastas. Los dos textos que lo integran pueden entenderse como ejercicios de una antropología del espacio, de las diversas formas de habitarlo, que le confieren identidad y lo convierten en lugar, paisaje o territorio. Las películas del AEA del INI brindan una fuente de imágenes e intuiciones muy útiles para la geografía humana y los estudios sobre la geografía simbólica de los pueblos; asimismo, retratan patrones de asentamiento, la cultura material y la relación simbólica con el entorno y los recursos naturales, entre otras cuestiones.

      Por su parte, el capítulo 4: “Los albergues infantiles en el discurso audiovisual del INI”, de Aleksandra Jablonska, se enfoca en uno de los bastiones más importantes de la educación indigenista en México: los albergues escolares infantiles del INI. Durante varias décadas, éstos fueron el epicentro de la aculturación de los niños indígenas, del aprendizaje del español, del disciplinamiento y la imposición de hábitos de higiene, salud y alimentación, del desarrollo de oficios y prácticas artesanales deseables. La autora analiza el discurso audiovisual y la postura oficial del Estado mexicano sobre estas instituciones, a partir de documentales de diferentes épocas y de distintos tipos, como videos de carácter propagandístico e institucional, financiados por programas y organismos internacionales, y mediante dos películas de autores antropólogos y cineastas: Días de albergue (1990), de Alfonso Muñoz, y Generación Futura (1995), de Alberto Becerril. Cabe mencionar que este último documental también es analizado más adelante por su propio autor, en el apartado Memorias de este libro.

      El capítulo 5: “Geografías audiovisuales del Altiplano Potosino”, de Frances Paola Garnica, estudia una muestra de películas que tienen como escenario principal una región árida y desértica del país, que ha sido el escenario de rodajes de westerns hollywoodenses, así como el trasfondo de muchos documentales etnográficos sobre uno de los grupos étnicos más emblemáticos y visualmente atractivos de nuestro país, los wixaritari o huicholes, que tienen en el desierto de Wirikuta, dentro del Altiplano Potosino, su territorio sagrado en el que realizan peregrinaciones y rituales ancestrales. A partir de la noción de paisaje, Garnica teje un diálogo entre el cine, la antropología y la geografía humana, que sustenta un minucioso trabajo de recopilación y clasificación de las películas filmadas en esta región, y las geolocaliza exactamente en el mapa del Altiplano Potosino. El corpus fílmico que integra la autora comprende películas de diferentes géneros, épocas y países, entre ellas Virikuta, la costumbre (1976), de Scott Robinson, un antecedente crucial del AEA que anuncia el viraje en el INI hacia un nuevo cine etnográfico postindigenista, con sustento antropológico y una mirada de autor. Este capítulo