María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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      SALITRE EN LA PIEL

      © María Benítez Sierra

      © Ilustración de portada: Florencia Sudy

      © Corrección ortotipográfica: Álvaro Martín Valcárcel

      © de esta edición: Olé Libros, 2021

      ISBN: 978-84-18759-63-5

      Producción del ePub: booqlab

      No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código Penal). Las solicitudes para la obtención de dicha autorización total o parcial deben dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).

      KALOSINI, S. L.

      Grupo editorial

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       www.olelibros.com

       Este libro está dedicado a todos aquellos que celebran siempre el mar de fondo, estén donde estén.

       Tantos kilómetros, tantas ciudades, tantas batallas, tantas personas... y al final llegas a un lugar del que no quieres huir.

      I

      DECISIONES

      Ahí estaba yo. Insegura, delirante, con las ganas de salir corriendo a cualquier lugar que estuviera a tantos kilómetros que no pudiera recordar. La escena no era nada agradable. Para empezar, hacía un calor que te derretía hasta los huesos. Estábamos en pleno mes de agosto, hacía una noche de verano de esas en las que saldrías a pasear cuando el asfalto dejara de radiar calor. Lo hubiera hecho si no hubiera sido porque estaba metida en un coche con los cuatro pestillos cerrados. Miraba al horizonte y solo veía oscuridad, quizá una remota luz, una farola de luminosidad anaranjada abandonada a su suerte en una callejuela de la ciudad.

      Aunque las ventanillas del coche estaban ligeramente bajadas, sentía que me faltaba el aire. Intentaba pensar en las cosas que me habían pasado durante toda mi vida. Qué voluble es nuestro cerebro cuando decide acceder a ese archivo guardadito, ese momento tan lejano en el que fuiste inmensamente feliz, ¿verdad? En mi cabeza revoloteaban algunos momentos de felicidad: la arena en los dedos de los pies; el envolvente sonido que emite un vinilo justo antes de que suene la melodía, puros surcos sin nada de música grabada; un salón con chimenea en el que la banda sonora es el fuego crujiente; el burbujeo de una cafetera vieja, bonita; un jarrón de flores en la mesa de la cocina... Y de repente, vuelta a la realidad. Volví a mirar a mi izquierda y lo cierto es que no estaba sola en aquel coche.

      A mi izquierda estaba la persona que conducía. Tenía las manos agarradas al volante, en sus brazos podía notar sus venas hinchadas, así como en su frente. Su expresión —aunque la noche estaba demasiado oscura como para profundizar en expresiones— era desafiante, recuerdo que tenía el lateral del labio superior levantado. Era una mirada de repulsión. Sabía que estaba enfadado. Tantas veces pensé en quitarme de encima a este ¿personaje?... Y ahí estaba. «Tonta. Que eres tonta. ¡Serás estúpida! Podrías estar disfrutando de una noche espectacular o manteniendo alguna conversación interesante mientras meneas una copa de vino. Y no. Aquí estás encerrada».

      Durante un tiempo, estuve en una cueva. Una cueva de la que es bastante difícil escapar, casi imposible. Pero ese día lo tenía claro. O acababa con esa situación o con mi vida. ¡Por favor! Pero ¿te has visto? ¿Dónde está la Olivia que eras antes? ¡Estás hecha un desastre! Hacía unos meses —quizá un año— que no sentía que fuera yo misma. No lloraba, pero tampoco dejaba de hacerlo.

      —Hay una pelota de tenis en el tubo de escape, tú sabrás lo que quieres hacer. Subiré las ventanillas y conduciré hasta que uno de los dos deje de respirar. Es lo que tú has querido. No estaríamos en esta situación si me hubieras hecho caso, Olivia.

      Despertarse en un lugar inesperado. Tranquilo. Bello. Bello no, hermoso. Un trozo de tierra en el que todo está diseñado para el disfrute del ser humano. Para el disfrute y el sentir. Uno de esos lugares que crean recuerdos de sal en la piel y en tu memoria, y que, estés donde estés, siempre vuelves a rescatarlos. Robar unos rayitos de sol de agosto para ir disfrutándolos a lo largo del año. Acceder a ese archivo en la memoria y volver a sentir el suave oleaje de las olas, el brillo que se proyecta en un azul turquesa intenso, un color que no es fácil de describir... o sí. Azul mar, azul mediterráneo. ¿Mejor?

      Un lugar al que viajar física o mentalmente cada vez que la realidad venga de visita. Agarra una maleta vieja, poca ropa, un par de bikinis, y sal pitando a ese lugar aunque solo sea para hundir tus dedos en la arena. Para pensar y reflexionar que nada de lo que nos ofrece este mundo es real y mucho menos necesario. El mar...

      El mar no suele pedir mucho. Tampoco es que le importes demasiado como individuo. El mar simplemente es, y estará ahí cada vez que quieras visitarlo. Te mece entre sus olas, te pide un poco de protección solar para no abrasarte el corazón y... nada más. Bueno sí, que te dejes llevar. Una cerveza fría, quizá. Que te quedes mirando la inmensidad de su horizonte. Allí donde la vista al mar es infinita, allí es donde has de estar.

      Y allí es donde yo quería estar, pero durante mucho tiempo. Sin buscar recuerdos en la memoria y sin tener que rescatar archivos del cerebro. Volver a una ciudad seca, contaminada en la que todo el mundo tiene prisa es asqueroso. Me crie en un pequeño pueblecito a las afueras de Madrid, bastante mediocre pero aceptable, y con algunas personas maravillosas. Así es. Me llamaron Olivia porque mis padres eran unos modernos en su tiempo y decidieron evitar nombres como Julia, Esther o cualquier otro nombre común nacional como «Antonia» —Jesucristo—.

      Mi infancia fue bastante bonita, basada en el respeto y el amor. Cada verano gozábamos de un mes cerca del mar, en la costa. Los veranos allí eran eternos, en el buen sentido, claro. Mamá nos levantaba a las ocho de la mañana para desayunar. Ella siempre ha sido una mujer espectacular: rubia, alta, con unas curvas tan pronunciadas como las de las carreteras de Cuenca y que todo amante del motor se moriría por recorrer. De ahí que fuera modelo de una marca de refrescos reconocida mundialmente. Mi padre, sin embargo, se crio en una familia de esas que llamaron de nuevos ricos. El abuelo trabajaba en finanzas; la abuela era, como era de esperar en esa época, regordeta y menuda, ama de casa y madre de nueve niños repelentes que en el futuro serían banqueros o directivos de multinacionales.

      Mis padres se conocieron en un concierto tributo a The Beatles en una discoteca cutre que ofrecía cacharros y cubos de cerveza. Antonio se fijó en Carmen y le ofreció un baile, una copa, después otra copa y después lo que surgiera. Y surgió un amor de verano que decidieron prolongar hasta el «sí quiero».

      La parejita voló por toda la costa mediterránea de la Península y después visitó las islas del Mediterráneo, y allí engendraron a mi hermano mayor, Gonzalo. Unos tres años después aterricé en el mundo. Digo aterricé porque yo ya iba a las casitas de la playa antes de nacer.

      Cada verano que pasábamos cerca del mar era único e irrepetible. Inevitablemente el verano terminaba y volvíamos a la ciudad; a la seca y aglomerada ciudad. Aun así, vivíamos en un apartamento increíble a las afueras de Madrid, y no es que estuviéramos mal, pero cuando olíamos —olía— la brisa húmeda y nos mojábamos el culo en el mar, todo cambiaba por completo.

      Era