María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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te he oído antes. ¿Y qué haces aquí, Olivia?

      —Bueno, ya sabes, vivir esta gran experiencia como monitora de campamento.

      Ambos soltamos una carcajada. Normalmente los jóvenes acudían a estos campamentos para financiarse la matrícula de la universidad.

      Rodrigo tenía el pelo corto y rubio oscuro, los ojos marrones; no era muy alto, pero sí más que yo. Tenía brazos musculosos y piernas delgadas, una cara de niño para comérsela y barba de una semana que pedía a gritos que alguien la perfilara y la afeitara en condiciones. Iba vestido con una camiseta blanca básica de algodón y unos pantalones cortos de color azul marino con dos ribetes a la altura de la cintura estilo marinero. El look de recién levantado le quedaba sencillamente bien. Igual que yo recién levantada... Pero mejor no hablemos de eso.

      —Bueno, es un extra para poder empezar la universidad.

      —En realidad, vengo como voluntaria.

      —No puede ser... ¿Me lo estás diciendo en serio? ¿Quién querría hacer esto porque... sí?

      —¿Y por qué no?

      —¿Dónde vas a estudiar? —cambió de tema sin que pudiera darme cuenta.

      —En la Europea.

      —Vaya, vaya... Yo estudio ahí. ¿Casualidad? No lo creo —contestó alzando una ceja y poniendo cara de interesante, posando su dedo pulgar e índice sobre el mentón.

      —¿En serio? ¡Qué bien! ¿Cómo es eso de ser universitario?

      —Bueno, ya sabes. Macarrones a las tres de la mañana, cachilitros en discotecas y muchos compañeros de piso hasta que mudarse solo se convierte en una opción.

      —Ajá... —contesté, desinteresada y boquiabierta. ¿Macarrones? ¿De qué narices estaría hablando? ¿Era yo o recalcó con ímpetu «mudarse solo»?

      —Es genial, verás...

      Estuvimos charlando un buen rato sobre nuestras vidas, nosotros y el resto de monitores. Rodrigo y yo tuvimos una conexión especial y una naturalidad al hablar que parecía que nos conocíamos de toda una vida. Quizá en otra vida. Después, todos recogimos las litronas del suelo y nos fuimos a dormir. En el bungalow donde dormía estaban María la pelirroja, Elena y Valle.

      Estas dos últimas eran dos amigas de la infancia que habían hecho prácticamente todo juntas desde los cinco años. Un día de primavera, en plena adolescencia, Elena rompió con su novio y Valle le dijo que estaba enamorada de ella desde mucho antes de lo que pudiera recordar. Entonces eran pareja y, además, estupenda. Eran altas, delgadas, parecían supermodelos ucranianas. Elena era rubia y hippy y Valle, morena y pizpireta; tenían una química especial entre ellas que las hacía encantadoras. Se terminaban las frases la una a la otra, se amaban con locura, pero también eran muy celosas y a menudo armaban un escándalo de la hostia.

      Al día siguiente me levanté llena de energía, radiante, entusiasmada. Había descansado como nunca, la naturaleza tenía —tiene— ese poder en mí. Me fui a la ducha y después me puse el uniforme, que consistía básicamente en una camiseta blanca mezcla de algodón barato y poliéster tres tallas más de la mía, con una serigrafía que decía «MONITOR» en amarillo. ¿No faltaba una «A»? Cuánta... elegancia. Doblé las mangas hasta hacer la camiseta de tirantes y me hice un nudo a la altura de la cintura para no parecer una señora en camisón o, lo que es mucho peor, una monitora de verdad.

      Me puse unos pantalones cortos de color azul marino, unas deportivas clásicas relucientes, un collar de conchas y un montón de pulseritas de mil colores. Y no es que me hubiera convertido en una hippy (parfavar...), sino que, como ya sabes, tenía la habilidad para vestir adecuadamente en cada ocasión. María me convenció para hacerme unas trenzas de raíz y así demostrar sus habilidades y conocimientos de peluquería. Y aunque fui un poco el conejillo de Indias, averigüé que efectivamente las tenía, pues me quedaban espectaculares.

      El reloj marcaba las siete de la mañana y era la hora del desayuno. Antes de entrar al comedor, vi a Rodrigo con Joan y el otro socorrista. Rodrigo me dedicó una sonrisa seguida de un guiño de ojo que casi hizo que me tropezase con la bandeja.

      Aclaremos esto: a lo largo de mi vida he tenido una torpeza natural que me sale sin apenas esfuerzo. Es más, si te quedas mirándome fijamente durante unos instantes, probablemente tropiece con mis propios pies, se me caiga algo, se me desparrame toda la botella de agua al intentar beberla o venga una manada de tábanos tropicales con gabardina y metralletas a fusilarme. Así era y así es. Por eso, intentaba no exponerme demasiado en situaciones comprometidas que requirieran mis encantos. ¿Te imaginas hacerle un guiño, resbalar con cualquier cosa y...?

      A las doce de ese mismo día llegarían los niños para instalarse. Iba a ser una jornada tranquila, ya que dejaríamos que se acomodaran en los bungalows y así pudieran adaptarse un poco al cambio de ambiente, pues iban a someterse a quince días muy largos —y duros— para ellos —y para nosotros—.

      Cada monitor estaba a cargo de unos diez niños; junto con otro responsable, hacíamos un grupo de veinte. El equipo que coordinábamos Valle y yo lo convertimos en el mejor del campamento. El resto de equipos nos llamaban «las estirás», ya que Valle y yo éramos las únicas dos mujeres del campamento que no tenían esa apariencia similar al resto, de vagabundo moderno o hípster, quicir. Sin duda era uno de los equipos más competitivos y ganadores, por no decir que lo lideraban dos mujeres.

      A lo largo de los días realizamos juegos, excursiones, gynkanas, deportes de agua, clases de inglés y veladas nocturnas. Estar detrás de diez o veinte niños cada segundo era agotador, pero también divertido y nos lo pasábamos en grande. Cuando terminaba la jornada, todos los monitores nos juntábamos y tomábamos algunas cervezas mientras charlábamos de las cosas que nos pasaban. Reunión nocturna de monitores lo llamaban.

      Un miércoles por la mañana me dirigía a la piscina. Hacía un día fabuloso y los gorriones canturreaban, mientras que las chicharras se quejaban cada vez más fuerte. Ese día tocaba natación y clases de baile bajo el agua. Después de mi ritual de levantarme casi a la misma hora que los gallos y desayunar, me fui a la ducha, me puse un bañador blanco ajustado y atado al cuello con abalorios azul turquesa en los tirantes y encima la camiseta que llevábamos como uniforme que me llegaba hasta prácticamente los muslos. Después de formar filas en el campamento, cada uno de los equipos se iba con su monitor asignado a realizar la actividad del día.

      Así, mi equipo de diez soldados enanos adormilados y yo desfilamos por la piscina en fila india. Saludamos a Rodrigo, que ordenaba perezoso el botiquín, y comenzamos la clase de baile bajo el agua, que se volvía cada vez más ridícula y divertida. Cuando terminó la clase, Valle se llevó a los niños al campo de batalla y yo me quedé en la piscina en remojo y agotada de tanto movimiento. Esperaba al siguiente grupo, con el que daríamos comienzo a la clase en unos quince minutos.

      Rodrigo se levantó de su silla —trona, era injusto que el socorrista estuviera todo el día sentado y el resto no parara de un lado para otro— de socorrista, mirando el agua con desidia y caminó lentamente por el borde donde yo descansaba sobre mis brazos y disfrutaba del único rayo de sol que se proyectaba en la piscina a esas horas de la mañana.

      —Bueno, ¿y a esto de las clases de baile en el agua también se pueden apuntar los adultos?

      —Claro, pero las clases para adultos las da mi compañero, el que trabaja también en la cocina. ¡Ah! Y hay que traer trikini.

      —Oh, vaya..., una pena. Hablando de trikinis, ¿qué te iba a decir? ¡Ah, sí! No es que te prestaran mucha atención los niños...

      —¿Verdad? ¿Será que es muy temprano? Tendré que mirar los horarios de nuevo... —contesté mientras salía del agua.

      Rodrigo soltó una carcajada que rozó la mofa. No entendía muy bien el porqué hasta que me trajo un espejo del botiquín... ¡¡¡¡Se me veía hasta el alma!!!! Había olvidado por qué no me ponía este bañador. Rodrigo y el