María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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nuevo campus que tenía que compartir con otras dos chicas que pusieron un anuncio en internet. No sabía si allí encontraría unas pirómanas o vete tú a saber, pero cuando uno es joven no se detiene a reparar en detalles. Esto no viene al caso, como nada viene al caso nunca. Algo así es la vida.

      El hecho es que en agosto decidí trabajar como voluntaria en un campamento para niños. Me divertía la sensación de saber que estas personas pequeñas fueran más inmaduras incluso que yo. Me alegraba saber que tenía absoluta autoridad sobre los niños, pero en el fondo me reía tanto por dentro.

      El campamento de verano se hacía cada año en la sierra de Madrid, donde el personal llegaba un día antes para planificar los siguientes quince días de batalla. Éramos ocho monitores, dos socorristas, tres cocineros, dos guardias de seguridad y una persona de mantenimiento. Nada más llegar encontré a María: era pelirroja teñida y de piel blanquecina, tenía unos ojos verdes brillantes como el agua del mar cuando le da el sol y era seria y corpulenta. Se acercó a mí, vestida con unos pantalones bombachos de todos los colores que pueden existir y una camiseta de manga corta azul marino de algodón, rota y seguramente cortada por ella misma. Noté su presencia acercarse, dando pasos firmes y con pocas risas.

      —¿Trabajas aquí o es que has llegado pronto? El campamento empieza mañana.

      Vale. No hemos hablado de esto. Aparento menos edad de la que tengo, tanto que en ocasiones resulta molesto. Mido un metro sesenta y ocho. Tengo el cabello castaño claro que se enreda con un soplo de aire y, si le da demasiado el sol, parezco albina. Es largo hasta debajo del pecho y ondulado, si es que ondulado significa de cualquier manera. Me he peinado unas siete veces en mis casi veinte años de vida. Mis ojos —palabras de mi madre— son dulces como la miel y amargos como el café.

      Mi rostro no revela ningún estado de ánimo y, aun así, mis ojos parecen decirlo todo. Lo sé porque a veces la gente me entiende sin que diga una palabra. Es pecoso y, aunque la mayoría de la gente piensa que estoy constantemente enfadada, mis mofletes siempre están sonrojados. Pertenezco a ese grupo reducido de personas cuyos carrillos, con un poco de calor o una copa de vino, se vuelven rojizos.

      Tengo una ridícula e insoportable obsesión con la delineación perfecta de mis cejas, y lo mejor de todo, la herencia de mis padres: huesuda de clavícula y unas caderas en las que podrían construir un aeropuerto. Vale, sí, estoy exagerando.

      No puedo ver un gato y no acariciarlo. Por algún motivo, creo que las almas gemelas siempre se encuentran porque vuelven a su escondite. Siempre he tenido un carácter bastante tranquilo, quizá dominante. El único lugar en el que me siento feliz es cerca del mar, esté donde esté. Nunca he encajado con demasiada gente. No soporto a los matones ni a los que te miran por encima del hombro; mucho menos a toda esa gente que no tiene educación. Mis padres me educaron en el respeto y no se puede decir eso de todo el mundo. No era mi caso ni tampoco el de Gonzalo, mi hermano. Por decirlo así, ambos éramos los perfectos hijos de un matrimonio feliz con grandes expectativas de futuro.

      Pues ahí estaba, vestida con una blusa blanca de lino con escote de pico y mi falda vaquera desgastada de talle alto, con unas sandalias hechas a mano que costaban más que todo el armario de la tal María. Llevaba un cinturón de piel con abalorios de colores similares a las sandalias y un sombrero de ala ancha de rafia. Mi cabello rebelde volaba ondulado con la frescura de la sierra.

      —¡Hola! Soy Olivia. ¿Qué tal? Vengo al campamento de La Sierra —así se llamaba— a trabajar como voluntaria.

      —¡Ah! Qué bien, soy María, una de las monitoras. ¿Las voluntarias sois... monitoras también?

      —Sí... Supongo. ¡Espero! ¡Genial! Encantada de conocerte, María. El correo electrónico decía que había una reunión en la sala de la cocina en un rato, ¿vamos?

      —Iremos juntas —sentenció.

      Dejamos las maletas en la entrada con el resto y nos encaminamos hacia la cocina al encuentro del resto de personal, pero antes tuvimos que atravesar las instalaciones. El lugar gozaba de una localización excepcional. Rodeado de naturaleza, riachuelos, pequeñas lagunas y montañas. Había bungalows en fila, bien organizados y de madera, que me parecieron preciosos. Siempre me gustó estar en contacto con la naturaleza, es uno de los disfrutes más absolutos de mi vida.

      Había diferentes zonas bien distribuidas para hacer gynkanas u otro tipo de actividades, una piscina infinita y bien cuidada con sombrillas de brezo... ¡Había hasta una barra para preparar cócteles! Campo de fútbol, baños totalmente limpios... ¡Me enamoré de ese sitio! Además, tenía una cocina gigantesca, bien dividida y organizada para reunir a mucha gente. Las mesas eran largas y de madera, tipo pícnic. El lugar poseía una caseta con cuatro aulas totalmente equipadas para dar las clases de inglés. ¡Ah!, para eso había venido, para dar a los niños algunas clases de inglés y natación.

      Cuando entramos en la cocina, todo el personal ya se encontraba allí. Sí, llegamos tarde. La historia de mi vida. El chillido que causó el movimiento de la puerta al abrirla hizo que todos los que estaban allí se percataran de nuestra presencia. No nos miraron, nos hicieron un escaneo de arriba abajo o de abajo arriba, según quién. Intentamos ser lo más sigilosas posible, pero el director del campamento, Joan, nos sorprendió mientras tomábamos asiento en silencio. Y cuando parecía que habíamos pasado desapercibidas...

      —¿Hola? ¡Hola! ¿Quiénes sois? ¿Podéis presentaros? —exigió Joan, agitando su bolígrafo mientras cruzaba una pierna con la otra.

      ¿Sabes cuando le dices a cualquier humano «disimula» y de repente estás con la niña de El exorcista? Pues así.

      —Bu... Bueno, yo soy Olivia y ella es María, venimos a la reunión.

      —¡Claro que sí! Mucho mejor así, ¿eh? ¡Bienvenidas! Por favor, tomen asiento, señoritas —exclamó mientras chequeaba una lista entre sus manos y hacía un movimiento exagerado con el bolígrafo.

      Y así lo hicimos. Tomamos asiento cual dos palurdas adolescentes que han llegado tarde a clase y escuchamos a Joan. Era un hombre de unos treinta años, seguramente estudiaba alguna carrera complicada como ingeniería o arquitectura y venía en función de director. Era alto, fornido y la cabeza rapada le quedaba sorprendentemente bien. Llevaba puestas una retahíla de pulseritas de cuero y colgantes con conchas.

      Nos asignaron las habitaciones y las funciones, hablamos de cómo recibiríamos a los niños al día siguiente y minutos después empezaron a volar litronas de cerveza y bolsas de ganchitos por mi cabeza. Así funcionaban los campamentos. Si alguna vez has estado en uno durante tu infancia, has de saber que todos tus monitores se ponían ciegos en cada momento que tenían oportunidad.

      Casi todo el personal del campamento parecía estar cortado por el mismo patrón. Adornaban sus brazos, tobillos y cuellos con pulseras y ropas de mil colores, un grito de locura hacia la moda. Vi alguna que otra rasta y demasiados colores.

      ¡Ah!, se me olvidaba. Siempre he sido una apasionada de la moda. Más que de la moda, de la elegancia del ser humano. Nuestra querida Audrey decía que «la vida es una fiesta y has de vestir como tal». Estar vestida perfectamente para cada ocasión es imprescindible, y se me daba de maravilla. Buscaba las últimas tendencias y cada estación del año renovaba mi armario por completo. Desde los dieciséis empecé a interesarme por la armonía de colores y las prendas de calidad, así que tenía una colección de ropa desmesurada. Al igual que con mis cejas, tenía la fabulosa obsesión con los fondos de armario, las paletas de colores para cada ocasión y los detalles. Algo que me hacía parecer «repipi». ¡Bah! Esa fue la primera palabra que Rodrigo me dijo cuando nos conocimos.

      Cuando fui a meterme en la boca una aceituna, noté una presencia, alguien se acercaba a mí por la espalda.

      —¿Este lugar no es un poco hippy para alguien tan repipi?

      —¿Perdona? —Esta expresión siempre suele venir acompañada de un fruncimiento de ceño.

      —Me llamo Rodrigo, seré el socorrista que te salve la vida cuando esos monstruos enanos estén intentando ahogarte en la piscina.

      —Espero