María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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hasta una terracita muy acogedora en Malasaña, con bancos de madera con cojines, velitas por todas partes y plantas en todo el establecimiento. Era un lugar para crear un ambiente muy íntimo. Nos sentamos en uno de los rincones con los sofás y nos pedimos una botella de vino y algo de picotear. Hablamos de todo lo que habíamos vivido en el campamento, nos partimos de la risa y, después de dos horas y dos botellas de vino, la cosa se puso seria.

      —Bueno, Olivia, cuéntame, ¿cuáles son tus planes para el futuro?

      —No podría hablarte de un futuro lejano, pero sí de uno próximo. Pidamos otra botella de vino. ¡Claro!

      —Después no podré conducir... ¿Lo harás tú? —Colocó su mano sobre mi antebrazo.

      —¿Y para qué están los taxis? Qué quieres que te diga. No sé lo que me espera mañana, ¿cómo voy a saber lo que viene mucho después?

      —La vida en la universidad te va a encantar. Es algo que hay que hacer en la vida, es una experiencia que uno tiene que vivir. Mis planes son, por ahora, poder terminar el año que viene los estudios y ponerme a trabajar para tener un poco de estabilidad.

      —Hablas como alguien que está a punto de jubilarse, ¿cuántos años dices que tienes?

      Se rio, nos reímos, soltamos carcajadas, estuvimos —como tantas veces— hasta las tres de la mañana en esa terracita en la que yo ya no veía ni las lucecitas ni absolutamente nada. Bueno sí, doble. Entre mi cansancio, el vino, los kilómetros... mi cerebro estaba como una pasa sultana.

      Rodrigo decidió que era el momento de irnos a casa cuando me vio levantar mis dedos índice y corazón al joven camarero que nos traía esas deliciosas botellas de vino. Responsable por su parte, compartimos un taxi con doble destino. Cuando estábamos a medio camino, el alcohol me hizo ese efecto de «venga, dilo ya, que vas a reventar. Y si no lo dices, te van a salir subtítulos». Así que, con mis ojos medio cerrados y totalmente despeinada, vomité mis palabras:

      —Así que Jessica y tú... ¿eh? —pregunté, levantando las cejas una y otra vez.

      —¿Qué dices, Olivia? —Me miró incómodo.

      —¿Estáis juntos? —Volví a realizar el movimiento de las cejas y me mareé un poco más, pero me acerqué para oír su respuesta.

      —Creo recordar que esta conversación la hemos tenido antes. La respuesta sigue siendo la misma —sentenció.

      —Entonces, ¿por qué os estabais abrazando cariñosamente antes de salir del campamento? —Subí mi tono de voz, dándome cuenta de que estaba enfadada y, además, sorpresa, borracha. Y cuando uno o una ha bebido más de la cuenta, todos, absolutamente todos los sentimientos se multiplican por diez como mínimo. Bueno, depende del estado de embriaguez. El mío iba más o menos por diecisiete y subiendo.

      —Verás, yo... quería contártelo, pero no creo que tenga nada que ver con nosotros. Jessica tiene pareja, bueno, al menos la tenía. Venían discutiendo desde hace meses, el campamento fue el detonante de su relación. Nos hemos hecho amigos, pero nada más. ¿Es que estás celosa?

      —¿Pereedona? —dije lentamente, pronunciando a duras penas y en un tono en el que solo me oían los perros—. No estoy celosa, es solo que...

      Un beso de Rodrigo me sorprendió en el taxi. Sin previo aviso y, además, justamente cuando llegamos a la primera parada, mi casa. El vino, los kilómetros que llevaba encima, el cansancio..., todo se esfumó en un segundo. Me bajé del coche sin articular palabra, el señor taxista esperaba fuera impaciente con mis maletas. Salí zumbando de aquel taxi, necesitaba procesar lo que había ocurrido hacía exactamente dos segundos.

      En el silencio de la noche de verano, me quedé por un momento mirando mi casa. Era un bloque de apartamentos bastante elegante en una buena zona de Madrid. Era color vainilla y no demasiado alto. Tenía pequeños balcones decorados con barras metálicas ornamentadas negras y persianas mallorquinas de color verde aguamarina oscuro. Era totalmente simétrico y poseía nueve apartamentos y tres pisos. Como buen edificio de Madrid, en la parte baja había una tienda de ultramarinos, de esas de toda la vida. Mis padres compraron uno de los nueve apartamentos y unos años más tarde, cuando yo nací, decidieron comprar los otros dos de la última planta para convertirlos en uno solo, el ático. Este era un apartamento antiguo, pero tenía su encanto. Era acogedor, tenía cuatro habitaciones y una terraza enorme en la que solíamos hacer barbacoas con amigos casi todos los fines de semana.

      Cuando llegué al portal, suspiré. Estaba en casa, por fin. Era tarde y todos dormían. Sin embargo, vi a mi madre asomarse al rellano con la bata de seda china y estampado floral; me abrazó y me obligó a tomar un té caliente. En verano. Así que lancé todas mis cosas al cuarto mientras ella hervía el agua. ¿He dicho ya que era verano? Estuvimos charlando unos diez minutos. Dijo que me había echado de menos y que tenía unos pelos que un peluquero tardaría años en colocar y unas pintas horribles. Nada nuevo. Como siempre. También me dijo que al día siguiente teníamos una barbacoa en casa con los compañeros de trabajo de mi padre. Cuando llegué a la habitación exhausta, encontré un mensaje en el teléfono:

       «Espero que la próxima vez no huyas tan rápido, Olivia. ¡Que descanses!».

      Efectivamente. Era Rodrigo, el canalla casanova que me había besado hacía menos de una hora en un taxi delante de mi casa. Apagué el teléfono y la luz, estaba derrotada.

      A la mañana siguiente, Gonzalo decidió tirarse en bomba sobre mi cama. Eran las seis de la mañana.

      —¡Joder! —grité—. ¡Quítate de encima!

      —Qué pasa, ¿no ha dormido bien la princesa? ¿Demasiados kilómetros? ¿O demasiado vino?

      —Déjame dormir y haz el favor de cerrar la puerta cuando salgas.

      —De eso nada, señorita. Ahora mismo vamos a nadar. ¡Ponte el bañador!

      Me di la vuelta y me puse la almohada en la cabeza para no escucharlo más. Aun así, logró tirar de la sábana, retiró todos los cojines que se iba encontrando y me agarró por los tobillos mientras yo me enganchaba a los barrotes del cabecero de la cama. Un circo.

      Así era Gonzalo. No lo he dicho antes, pero mi hermano era todo un chulo de playa lo miraras por donde lo miraras. Un actor de Hollywood de esos que te encuentras un día cualquiera por la calle.

      Siempre estaba moreno aunque no le diera el sol y tenía una percha que igual se ponía unos mocasines con traje o una sábana sucia hasta arriba de barro y le quedaba estupendamente bien. Igualito que yo.

      Mi hermano tenía cinco años más que yo. Desde que era un niño ya apuntaba maneras y aires de grandeza. Era siempre el más inteligente, el más guapete de la clase, el más simpático y el más deportista. Medía metro ochenta, era moreno y atlético. Tenía el pelo castaño y los ojos de chocolate negro. A pesar de no haber llevado nunca ortodoncia, tenía los dientes perfectos y relucientes... De anuncio. El muy cabrón. Con tan solo dieciocho años fue campeón de natación, cinturón negro de karate y había hecho más triatlones de los que podíamos recordar. Era una persona deportista, pero no obsesionada con su físico. No hacía deporte por lucir palmito, sino para sentirse bien, porque le daba alegría y se lo pasaba en grande. Se licenció en Económicas y antes de terminar sus estudios ya tenía un puesto asegurado, por lo que con tan solo veintiún años era la mano derecha del director financiero de una multinacional de la moda. Casi igual que yo: ortodoncia desde los doce años, deporte solo cuando me lo exigían, quitando lo de nadar, y un carácter de mierda acompañado de mi cara de gato.

      Gonzalo me obligaba a hacer deporte con él y lo peor es que, cuando me sacaba a correr, se aburría tanto, pero tanto, que daba vueltas sobre sí mismo, ralentizando su ritmo de velocidad, y eso me cabreaba muchísimo. Era el tipo perfecto, en una familia perfecta y con los amigos perfectos. Ah, y la novia perfecta, claro.

      Así que ese día Gonzalo decidió despojarme de mis dulces sueños a las seis de la mañana y no tuve más remedio que doblegarme. Bajamos a la piscina de la urbanización a nadar y, cuando volvimos,