María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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patatas como puedas del plato, sino que es más relajado, más casual y entonces el espacio del diálogo entra en el aperitivo.

      Mientras me cambiaba de ropa, miré el teléfono y decidí contestar a Rodrigo:

       «¿Es eso lo que le dices a todas?».

      Antes de que pudiera dejar el teléfono en el escritorio sonó. ¡¡¡¡Era ÉL!!!! Pero ¿qué coño le pasaba? ¿Por qué me llamaba? Me aclaré la voz y me atusé el pelo. Luego me di cuenta de que no podía verme y puse los ojos en blanco:

      —¿Dígame?

      —Olivia, ¿cómo tengo que decírtelo? Lo que pasó con Jessica no fue mi culpa. Eres tú la que lo has interpretado mal. Si anoche te dije que me gustas demasiado...

      —Ay, Rodrigo, no tienes por qué darme explicaciones de tu vida. Está todo bien. —«Hola, soy Olivia, tengo casi veinte años, soy madura, estoy relajada y soy independiente». Intenté que mi tono de voz sonara lo más casual posible—. Es solo que no te conozco y, como comprenderás... Bueno, no quiero que me des explicaciones, solo quería zanjar el tema.

      —Pero si está más que zanjado, ¡eres tú, que no me crees! No seas dramática. Por favor, no saques más el tema de Jessica. Además, ¡vive en Asturias! ¿Podemos dejar esto atrás?

      —Está bien —refunfuñé.

      —¿Qué haces hoy?

      —Tengo un evento en casa de mis padres, viene un montón de gente aburrida y beberemos cosas raras como daiquiris de melón garrapiñado.

      —Suena divertido y arriesgado. ¿Y por la noche?

      —Probablemente me tire por el balcón.

      —Será mejor que no lo hagas, no al menos hasta que te lleve a un lugar que quiero que conozcas.

      —Está bien. Pero no puedo asegurarte que no vaya a estar borracha a esas horas.

      —Demasiadas negaciones en una sola frase. Te recojo a las ocho de la tarde en tu casa, ¿te parece bien? Espero que seas de las puntuales. ¿Me mandas la ubicación?

      —Vale, ahí estaré.

      En los dos minutos que estuvimos hablando pude comprobar que Rodrigo era alguien insistente, convincente y puntual, de esos que van por delante y saben enfrentarse a situaciones incómodas. Nada de ocultarse detrás de la pantalla, nada de suponer o imaginar, directamente de frente.

      Llegó el mediodía y, con él, los amigos de mis padres y también sus arrimaos. Los hijos e hijas, novios y novias, sobrinos..., la abuela, ¡la abuela! Pero ¿cómo nos las habíamos arreglado para llegar al punto de montar estos saraos en el ático? Mientras iban llegando los invitados, Gonzalo y yo nos tumbamos en el «rincón del amor». Así lo llamábamos: se trataba de una esquina del ático que mi padre regaló a mi madre en uno de sus aniversarios. Contactó con Vera, la hermana de mi madre, que además de arquitecta tenía un gusto exquisito para la decoración y una mala hostia que no se aguantaba ni ella. La tía Vera siempre nos regalaba billetes enrollados con un lacito y los colgaba en el árbol de Navidad, para variar. Bien, pues mi padre dejó prácticamente todo en manos de Vera, porque cualquiera le decía algo al Tío Gilito.

      Lo cierto es que, por muy estricta que fuera mi tía, era precisa e impecable en su trabajo. Creó un espacio precioso y único, digno de Pinterest: unos sofás de madera de acacia decorados con algunos cojines mullidos y colores empolvados, unas bombillas con luz cálida que descansaban colgadas en todo el ático exterior, una mesita de té y una barrera de plataneras y otras plantas tropicales que hacían del lugar un rincón mágico en una ciudad perfecta. Y contaminada. Y seca. Y sin playa.

      Gonzalo se puso una camisa de lino a rayas azul clarito, unos vaqueros cortos y unos náuticos azul marino. Está mal que yo lo diga, pero este muchacho es todo un bombón. Lo amodiaba. El jodido Gonzalo conocía a toda la ciudad y tenía una lista interminable de contactos, y pese a que tenía pocos amigos, eran de esos que son de verdad, de esa especie en extinción que, aunque pase el tiempo, siempre estarán ahí. Y a mí, que desde que tengo uso de razón soy una histérica, siempre supo hacerme ver el lado bueno de las cosas. Así era Gonzalo. Éramos dos gotitas de agua, ¿eh?

      Me calcé unos pantalones de lino de tiro alto, anchos hasta el tobillo y color ámbar, con un cinturón negro, una camiseta básica blanca con hombreras y un lazo en la cabeza de flores, a juego con mis sandalias vintage de aquel mercadillo hippy de la playa. Joder, cómo echaba de menos despertarme junto al mar.

      —Oliva —así me llamaba él. Así o cualquier palabra que contuviera «oli» era válida para darme por aludida—, tráeme un mojito de esos que ha hecho mamá.

      —¿Estás seguro? Mira que les ha echado todo lo que tiene por la cocina.

      —Tienes razón. Esta señora hace los gin-tonics con guarda forestal. Mejor trae unas birras.

      Me acerqué al arcón que había junto a la barbacoa y agarré una cerveza y una copa de vino blanco para mí. Ahí estaba mi padre, que tocó el hombro de su compañero de trabajo para disculparse y venir a hablar conmigo.

      —Estás preciosa, hija, como siempre.

      —Gracias, papá —le respondí mientras me daba un beso tierno en la mejilla.

      —¿Cómo ha ido el campamento? No hemos tenido mucho tiempo de hablar esta mañana con el «planch» ese de tu madre.

      Me reí.

      —Papá... —sonreí—, querrás decir el brunch.

      —Lo que tú digas, cielo.

      Mi padre es una de esas personas que no hablan demasiado y asienten con frecuencia. Llega un punto en la conversación en el que no sabes si le parece bien lo que le estás diciendo o si simplemente no te está haciendo ni puto caso.

      —Se te acabó la buena vida, ¿eh? —me soltó, dándome un par de codazos, intentando aparentar una edad que ya no tenía.

      —¿Tú crees? ¡Yo creo que la buena vida acaba de empezar!

      —Olivia, hija, se esperan grandes cosas de ti. Cuando te gradúes, serás la última generación femenina de la familia Serrano de Amorós que se gradúe en Ciencias Económicas.

      —Vaya. Qué... honor. ¿Y si resulta que no me gusta?

      —Tendrás que hacerla. Y cuando la termines puedes hacer lo que te dé la real gana.

      —Entiendo. Así que necesito una licenciatura en Económicas para encajar en esta familia, ¿es eso lo que me quieres decir?

      —No, hija, por Dios. Estaré muy orgulloso el día que vayamos a ver cómo te gradúas. —Me dio unas palmaditas en la espalda, aunque diría que fueron más bien unos empujones—. Ahora, disfruta de este día soleado —sentenció y se fue mientras saludaba animoso a sus compañeros.

      Me quedé con cara de no saber muy bien qué pasaba por la cabeza de mi padre, así que cogí las bebidas y me encaminé hacia uno de los sofás donde se encontraba Gonzalo. Le extendí la cerveza y me acomodé, arqueando la espalda hacia atrás y los brazos hacia arriba, estirándome como un gato.

      —Oye, las próximas las traes tú, aquí no paran de decir tonterías. ¿Qué me cuentas?

      —Bueno, qué me cuentas tú, señorita polivalente.

      —Pues que estoy deseando irme de esta casa y dejaros aquí, a ver qué hacéis sin mí.

      —Bueno, siéntense, por favor, y presten atención, empieza el drama. —Exageró sus movimientos de una manera espectacular.

      —No seas idiota.

      —¿Y Rodrigo qué tal?

      —¿Quién? —pregunté haciéndome la tonta, intentando ganar tiempo para buscar una salida.

      —Olivia, conozco a mucha gente. ¿O