María Benítez Sierra

Salitre en la piel


Скачать книгу

a mis padres los fines de semana. Las clases me parecían soberanamente aburridas y algunos días decidía no asistir para, en su lugar, ir al centro de compras. Vivía cómodamente y no tenía apenas preocupaciones. Tampoco es que tuviera muchas amigas ni había hecho prácticamente ninguna en la universidad, no al menos como para hacer vida y socializar fuera de ella. Rodrigo y yo hacíamos —casi— todo juntos.

      Un viernes de noviembre nos mandaron un mensaje a todos los que formábamos parte de una asignatura troncal para hacer un botellón en una villa cerca de la universidad. Unos cuantos tarados decidieron alquilarla y montar un sarao de esos que acaban en descontrol y posiblemente al amanecer.

       «Que cada uno traiga lo que vaya a beber,

       la fiesta empieza a partir de las siete. Aquí os

       mandamos la ubicación. Prohibido traer más de

       dos acompañantes. Mejor si son hembras. Saludos».

      Sonaba divertido, así que decidí ir. Decidí también no acudir a la siguiente clase de History of Economics porque lo cierto es que me importaba lo mismo que el campeonato de peonza en Fuentealbilla. Así que me fui al centro de compras a ojear modelitos para la noche de la fiesta.

      Volví al apartamento de Rodrigo con unas tres bolsas de ropa en cada mano y preparé una sopa. Fui a la piscina y, cuando volví, me metí en la ducha, era hora de arreglarse. Me probé unos cuantos vestidos y otros tantos más que había comprado, pero me decidí por unos pitillos negros ajustados, una blusa amplia de seda escotada a pico y delicados botones dorados en los puños, un cinturón negro con la hebilla dorada, unas botas altas y un sombrero de ala ancha color negro. Labios Rouge Pur Couture de Yves Sant Laurent, una perfecta y simétrica línea negra en mis párpados y nada más. Me puse el abrigo y ¡lista! Unos diez minutos antes de las siete de la tarde, Rodrigo entró por la puerta. En realidad, hice un poco de tiempo para que me viera con mi nuevo modelito. Hacía tiempo que no me arreglaba de verdad. Entró, dejó unas bolsas de plástico en el suelo y me miró de abajo arriba, con la boca abierta como un bobo.

      —¿Quién eres y dónde está mi novia? —exclamó divertido.

      —¡Idiota! —chasqueé la lengua y pestañeé.

      —Estás guapísima. ¿A dónde vamos?

      —¡Dirás dónde voy! Me han invitado a una fiesta de la universidad —le expliqué entusiasmada—, vamos a una villa cerca del campus.

      La cara de Rodrigo cambió por completo. No sabía muy bien si su rostro expresaba molestia o confusión. O las dos.

      —¿Y vas a ir así vestida? —preguntó asombrado, mientras yo me miraba de arriba abajo. Está mal que yo lo diga, pero estaba cañón.

      —No me gusta que te vistas así si no es para estar conmigo.

      —¿Qué es lo que no te gusta?

      —A ver, Olivia, estás muy guapa..., pero no creo que debas ir por ahí seduciendo a la gente.

      —Sedu... Disculpa, ¿seducir? No intento seducir a nadie, solo me he vestido para la ocasión.

      Noté cierto tono de hostilidad en las palabras de Rodrigo. Me estaba empezando a preguntar si realmente tenía razón... ¿Iba por ahí provocando a la gente?

      —Está bien, no hace falta que te cambies. Ve tranquila y pásatelo bien. Pero, por favor, no vengas tarde a casa.

      Cuando alguien decide comenzar una relación cuando se es —demasiado— joven, se mete de lleno en todo un universo de sentimientos nuevos que están aún por florecer. No hemos conocido antes lo que es el amor de verdad, no sabemos lo que realmente es vivir en pareja, el día a día, los momentos románticos ni de qué van las discusiones... Ni por qué habría que discutir. A menudo, cuando alguien no tiene su madurez alcanzada de pleno —no digo que esto pase con trece o treinta y siete años, cada persona es totalmente diferente y evoluciona de manera distinta al resto—, experimenta sensaciones y sentimientos que expresa según sus propias experiencias.

      Esa noche me marché a la fiesta sin apenas conocer a gente siquiera de mi clase. Estábamos en mitad de noviembre y no tenía una sola persona con la que podía compartir apuntes, una conversación o, simplemente, tomar una cerveza después de las clases. Es cierto que mis habilidades sociales nunca fueron las mejores ni encajé demasiado con nadie, pero de ahí a lo que estaba viviendo... Era diferente, como si no lo hubiera elegido yo.

      La fiesta era, o al menos parecía, divertida. En una casa cerca de la universidad. Esta era blanca y alta, tenía unas cinco habitaciones y un jardín enorme con piscina, un salón en el que cabían cincuenta personas perfectamente, con una chimenea y techos altos. Tenía una cocina en isla en la que asomaban orgullosas las bebidas en fila que los asistentes iban trayendo a la fiesta. Decidí llevar una botella de vino y unas copas de cristal. Nunca me gustó beber cócteles raros —como los que hacía mi santa madre— ni cervezas de esos barriles comerciales, y si había vino, lo ponían en vasos gigantes de plástico. Así que llevé una botella que yo misma descorché y me serví la primera copa de vino en la copa de cristal. Decidí ir al salón, en el que me encontré a dos simpáticos chicos pinchando en una mesa de mezclas. Sonaba música tecno-house o algo parecido.

      Los dj’s me saludaron, me dieron la bienvenida y me preguntaron si tenía alguna sugerencia para la noche, a lo que respondí encogiéndome de hombros. Ya había unas dieciocho personas en la fiesta y yo no conocía a ninguna.

      Me acerqué a la chimenea y saboreé la copa de vino mientras atendía al ambiente, la gente iba llegando poco a poco mientras yo me dedicaba a mirar a varios grupos de gente riendo y bailando, brindando y chillando a los dj’s alguna petición. Un chico delgado, alto y vestido todo de negro se acercó a la chimenea.

      —Lucrecia, ¿verdad?

      —Ah... ¿no?

      —¿Entonces?

      —Olivia, encantada.

      —¡Eso es! Soy Raúl. Vamos juntos a clase de Derecho Mercantil, solo que no sabía tu nombre. No se te ve mucho por las clases, ¿sabes?

      —Será que no te fijas lo suficiente —mentí. Y él también lo hizo. No había asistido a una sola clase de Derecho Mercantil.

      —¿Disfrutas de la fiesta?

      —¡Sí! Parece que falta aún gente por venir, ¿no?

      —Seguro que en unas horas no se puede estar aquí... Sirvámonos una copa. ¿Quieres algo de beber?

      —Sí, he traído vino y una copa extra de cristal. ¿La quieres?

      —Chica con clase. ¡Acepto la invitación!

      Cuando estábamos en la cocina sirviendo una copa de vino, Rodrigo me escribió:

       «No sé qué estás haciendo, pero te he llamado dos veces ya. Haz el favor de contestarme».

      Me disculpé con Raúl y salí por la puerta de la cocina que se comunicaba con el jardín para poder llamarle.

      —¿Estás bien?

      —¿Por qué cojones no me coges el teléfono? Estoy preocupado. —Su tono de voz sonaba más a enfado que a preocupación.

      —Cielo, estoy en la fiesta y no tengo el teléfono en la mano. Ya sabías que venía, está todo bien.

      —Pues cógeme el puto teléfono, joder.

      —¡No estoy pendiente! ¿Quieres que esté toda la puta noche con el teléfono en la mano?

      —Quizá deberías.

      —Rodrigo, te tengo que colgar. Hablaremos cuando llegue a casa.

      Colgué. Estaba furiosa. Me sentía inútil por estar en una fiesta en la que quizá ni siquiera quería estar y al mismo tiempo me sentía culpable porque podría haber evitado esta bronca con Rodrigo, quedándonos