María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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él es Raúl. Vamos juntos a clase.

      —Oh, ¡qué magnífico!

      —Bueno, ¿qué te apetece desayunar? —preguntó con una sonrisa Raúl.

      —Solo unas tostadas y un café con leche, por favor.

      —Estupendo, volveré enseguida.

      Me quedé mirando al infinito. Recordé que nunca había contestado a aquel mensaje de Raúl para ir a merendar con el grupo de la clase. Él fue amable conmigo en aquella fiesta que hizo que se desatara una discusión inútil con Rodrigo. Me parecía un chico agradable y respetuoso. Mientras esperábamos el desayuno, mi madre me enseñaba todo lo que había comprado: un montón de verduras, unos guantes de piel, un centro de flores para el salón, un regalo para su amiga Rosa y un vestido para... mí. Al verlo, lo primero que pensé fue si Rodrigo estaría de acuerdo. ¿Le gustará? ¿Le parecerá demasiado corto? ¿Considerará que tiene demasiado escote? Había empezado a olvidar lo mucho que me gustaba la moda en lugar de fijarme en lo precioso que era ese vestido.

      Era clásico, pero tan elegante... Longitud midi, de color azul marino y con un estampado de florecitas blancas muy delicadas; parecía que alguien se había esmerado en hacerlas. El vestido se ceñía en la cintura y después tenía un vuelo espectacular. La tela era suave y ligera, no sabía cuál era exactamente a primera vista, pero intuí que era rayón. Tenía las mangas tres cuartos y un escote a pico, con un cinturón justo debajo del pecho que tenía el mismo estampado que el vestido. Con un acabado tan elegante que sonreí al ver cómo mi madre lo cogía en pinzas con las manos. Lo toqué y posé mi mejilla en la tela para comprobar que, exactamente, era rayón. ¡Qué elegancia!

      —¿Te gusta, cariño?

      —¡Sí! Gracias, mamá, es precioso.

      —¿Verdad que lo es? No como eso que... —me miró por el rabillo del ojo—, en fin, no sé... llevas.

      Y lo hice. Me miré de abajo arriba. Vestía unos pantalones de deporte y aquella sudadera que Gonzalo me regaló... Sí, exacto, la que antes utilizaba para estar por casa. Llevaba el pelo hecho un desastre y mi cara, aunque limpia, poco o nada me preocupaba. Lamentable, Olivia. ¿En qué demonios me había convertido?

      —Ya estamos, mamá. ¡Pero si vengo de nadar! —me quejé.

      —Antes también nadabas y no ibas hecha unos zorros, querida.

      —Ya hemos hablado de esto, por favor.

      —Solo quiero que te mimes un poco. Con esa cara tan preciosa que tienes...

      —¡Mamááááá! —vociferé. No sabía qué hacer para que no siguiera diciendo verdades.

      —Aquí tenéis, señoritas. —Raúl interrumpió con el desayuno en la mesa, thank God. Me sentía avergonzada de la situación que estaba presenciando allí.

      —¡Oh! Gracias, Raúl. —Mi santa madre agitó su cabello, coqueta y pizpireta, al ver que un joven la había llamado señorita. Después hizo un gesto con las manos, invitándole a que se retirara.

      Raúl volvió al trabajo. Recuerdo que me había hablado de lo mucho que tenía que sacrificar para estudiar la carrera. Me preguntaba cómo hacía para asistir a clase, estudiar para los exámenes de enero y pasar ocho horas trabajando en esa cafetería tan coqueta. Me sentí afortunada. Gracias a mis padres no tuve que trabajar durante la universidad. ¡Zas! Mi madre volvió a abrir el pico mientras sorbía como un pajarito su taza de té.

      —Querida, tu hermano está preocupado. No sabemos qué te pasa. No sabemos por qué ya no vienes a visitarnos como antes hacías, ni por qué dejaste de llamar para contárnoslo todo. Bueno, contármelo todo, mejor dicho. No queremos meternos en tu vida, solo queremos que seas feliz.

      —Por favor, mamá. Estoy bien. Es solo que estoy un poco estresada con estos exámenes finales.

      —Vale, cariño. Volvamos a casa y prepararemos una deliciosa crema de verduras con leche de coco.

      Pedimos la cuenta y nos despedimos de Raúl, quien me lanzó una mirada afligida, que fue un puñetazo en el abdomen. Nos dirigimos hacia casa, atravesando los adoquines de la calle. Cuando llegué, saqué el teléfono entre la ropa húmeda de la bolsa de deporte. Tenía dos mensajes de Rodrigo.

       «Que se te dé bien la natación, princesa».

       «Llámame cuando termines».

      Los mensajes de Rodrigo —cuando no estábamos juntos físicamente— eran como aquel famoso juego en el que tenías que ir eliminando bloques de colores, porque si no lo hacías se iban acumulando hasta que perdías el juego y tenías que volver a empezar. Llamé a Rodrigo para decirle que estaba bien, en casa, que me disponía a ayudar en la cocina a mi madre y que pasaría toda la tarde estudiando. Me dio el visto bueno y no volvimos a hablar hasta por la noche. Mi relación se había convertido en una constante y agotadora vigilancia veinticuatro horas, siete días a la semana. Yo informaba a Rodrigo de todos mis movimientos y él aprobaba o se quejaba. Al estar lejos, podría tirar el teléfono debajo de la almohada, pero sabía que cuando lo volviera a coger habría bronca. Como aquel juego...

      ***

      La semana iba pasando y lo mismo me dio ponerme a estudiar que leer cualquier revista o libro. No me interesaba lo más mínimo esa carrera inútil que tenía que hacer por imposición de mi padre. Me sentía desgraciada por estar derrochando todo ese dinero en ropa que no me gustaba, comida para el apartamento, viajes de tren hasta el centro..., pensando que otras personas tenían que deslomarse para sacar un título universitario.

      Por otro lado, Gonzalo dejó de prestarme atención. Una discusión que terminó en gritos tuvo la culpa. Me exigía que le contara lo que me estaba pasando y yo no paraba de decirle que me dejara en paz. Necesitaba ayuda, pero no sabía cómo pedirla. Entonces, me ofuscaba con cada persona que preguntaba por mi situación. ¿Qué sabrán ellos? Bastante tengo con mantener a flote mi relación. ¿Es que acaso ellos no tienen una parecida? Porque las relaciones son así, ¿no? Gonzalo llegaba de trabajar, me saludaba, sonreía de lado y a otra cosa. No quería entrometerse en mi vida, pero lo cierto es que poco a poco estaba saliendo de ella.

      ***

      Ojeaba un libro cuando decidí levantar la mirada para saber en qué día estaba. Vaya, en primavera. La primavera, a diferencia del invierno, te va avisando poco a poco de su llegada. De repente empiezas a ver los campos llenos de flores, los almendros empiezan a lucir de blanco y el tiempo empieza a cambiar de manera agradable. Huele a primavera. Los días soleados aparecen poco a poco, empiezas a apreciar esos rayos de sol que entran por la ventana mientras preparas café. Ese rayito de sol que te calienta el alma. Es la estación en la que todo rebrota: las flores, las plantas, las verduras de temporada... el amor. ¡El amor!

      En pleno mes de abril podría decir que no había aprobado ni una sola asignatura de los exámenes de enero. Bueno sí, una, ¡inglés! Así es, no podía interesarme menos esta absurda carrera en la que todo eran números y jeroglíficos presuntuosos que nunca lograría entender. ¿Cómo lo hacía Gonzalo? ¿Cómo podía amar tanto esta profesión? «Cuando encuentres aquello que realmente te gusta, lo sabrás..., porque no te costará esfuerzo hacerlo», decía.

      Entre tanto, Rodrigo y yo estábamos más felices que nunca. Me explico. Yo empecé a ocultar cierta información para evitar discusiones inútiles que nos llevarían a llorar durante unas cuantas horas. Le ocultaba que no asistía a clase, le ocultaba que, de vez en cuando, iba a ver a Raúl en el descanso de su trabajo para fumar un cigarro de la ansiedad que me provocaban algunas situaciones de mi vida actual. Rodrigo era avispado y a veces me preguntaba si había fumado, pero yo sabía esquivar bien este tipo de preguntas con respuestas como que había ido a una cafetería y los de la mesa de al lado no paraban de fumar. De hecho, me había transformado en una mentirosa compulsiva, todo para evitar una ridícula discusión. Mentía en cada momento, mentía con asuntos por los que ni siquiera tenía que mentir. También le ocultaba que iba cada día de compras al centro y no había día que volviera sin nada en las manos.