María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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seca.

      Rodrigo vivía a tres calles de mi piso de estudiantes. La verdad es que era mucho más fácil para poder vernos. Él estaba terminando sus estudios y yo tan solo acababa de empezar. Él tenía sus proyectos, amigos, sus grupos de estudio y, en definitiva, más kilómetros que yo en el mundo universitario, y vivir uno cerca del otro se convirtió en una ventaja para poder vernos.

      Me dirigí a casa y me di una ducha de agua hirviendo, me puse el bañador y encima una sudadera oversize que Gonzalo me trajo de Oxford y unos vaqueros de talle alto con deportivas clásicas. Me encontré con Rodrigo en mi portal, tal y como habíamos acordado. No parecía feliz, no sabía muy bien qué le estaba pasando. Me saludó con un beso en los labios y un abrazo, preguntándome cómo fue mi día en la universidad, si había hecho amigos, si estaba contenta...

      De camino a una cafetería cercana a la piscina, le conté mis primeras impresiones. Todo me parecía raro, la gente iba a su aire, tenían demasiada prisa y no había espacio para cosas nuevas. Me sentía... fuera de lugar. Pero eso no era algo nuevo en mi vida. Él me dijo que era normal, que solo tenía que acostumbrarme y que un mes era todo el tiempo que hacía falta para aclimatarme a una nueva vida. La verdad es que estaba contenta, me hacía mucha ilusión estudiar en el mismo lugar en el que se encontraba Rodrigo, estaba dejando atrás una etapa de mi vida y me estaba independizando. Todo iba sobre ruedas.

      Llegamos a la cafetería y nos sentamos en una mesita en la esquina en la que había cuadros antiguos por toda la pared. Tenía lámparas individuales para las mesas y era bastante acogedora. Rodrigo pidió un café de esos que solo unos pocos pueden pronunciar y yo me decidí por uno con leche.

      —Verás, Olivia...

      —Rodrigo —interrumpí la conversación—, siempre estás con este misterio que me asusta. ¿Me puedes decir qué te pasa y por qué estabas tan preocupado? —Estaba irritada, siempre mantenía ese tono recóndito que luego terminaba siendo cualquier tontería.

      Rodrigo levantó las cejas y puso los brazos en jarras. Después resopló y tomó aire de nuevo.

      —Estaba preocupado porque tenía que decirte que te quiero. Que te quiero y que si estaba preocupado era por el simple hecho de que no quería que pasara ni un momento más sin que lo supieras.

      Me encogí de hombros, no supe qué decir. La verdad es que yo también quería a Rodrigo. Era pronto, quizá demasiado. No habíamos pasado tanto tiempo juntos y sabíamos que pronto él terminaría sus estudios y después no sabríamos lo que vendría. Lo que sí tenía claro es que no quería separarme de su lado. Rodrigo me hacía sentir bien y me trataba mejor. Estaba feliz con mi nueva vida y con él en ella.

      —Yo también te quiero, Rodrigo.

      Ay, esas primeras veces. Ese cosquilleo en el estómago, ese temblor de cuerpo cuando uno dice te quiero por primera vez, ese je ne sais quoi, la montaña rusa de tu felicidad parece de repente estabilizarse y, por un momento, te sientes en calma, feliz. Las primeras veces deberían ser algo para toda la vida. Algo que pudiéramos guardar y renovar, como el carné de conducir. O de alguna manera, ya que gozamos de una generosa, excelente y cada vez más avanzada tecnología, guardar ese sentimiento para poder volver a utilizarlo de vez en cuando. La excitación que nos produce la primera vez que hacemos o sentimos algo es incomparable a cualquier otro sentimiento. El amor, el odio, el rencor, la alegría o la pena son sentimientos abstractos y, sin embargo, a veces pueden medirse.

      Una sabe que siente alegría u odio, lo reconoce por lo que nota, sabe cuando algo solo le molesta un poco o, sin embargo, si está tan enfadada que quiere ver el mundo arder. Sin embargo, las primeras veces se llenan de sentimientos que aún no sabes cómo medir, pero que están ahí. Alguien que se convierte en tu primera vez —de lo que sea— se quedará con algo tuyo y también permanecerá en ti para siempre.

      ***

      —Alioli, ¿dónde estáis? Os estamos esperando abajo, en tu portal.

      —¡Joder! Gonzalo, bajo enseguida.

      Con mi enajenamiento mental, más conocido como amor, los días posteriores a esa semana los pasé con Rodrigo. Claro, se me olvidó por completo avisar a Gonzalo de que no iríamos el fin de semana con ellos. Mi hermano me llamó unas tres veces mientras Rodrigo y yo nos hacíamos los perezosos entre las sábanas. No nos apetecía salir de la cama ni del apartamento. Aun así, me vestí como pude y bajé a explicarle a mi hermano que no podíamos ir con ellos a la casa de la sierra de Mariana.

      —Pareces una cocainómana después de cinco raves seguidas —soltó nada más verme.

      —¡Calla y escucha! —Estaba despeinada y casi recién despierta—. Rodrigo y yo ya teníamos planes para el fin de semana... Siento no haberte avisado antes.

      Gonzalo levantó una ceja y se cruzó de brazos mientras sonreía con esos dientes relucientes.

      —Vaya... Bueno, no pasa nada. Tienes razón. ¿Sabes?, ojalá tuviéramos algún tipo de instrumento, artefacto, cosa, no sé... ¡algo! que pudiéramos utilizar los seres humanos para comunicarnos en largas distancias —bromeó, como siempre. Aunque pareciera serio, Gonzalo siempre sonreía, pues no parecía darle demasiada importancia a las cosas que, en definitiva, no eran importantes. Entonces empezó a darme codazos y a frotar sus nudillos en mi cabeza. Qué pesadilla de hermano mayor, por favor.

      —Lo siento, chicos; lo siento, Mariana. —Me encogí de hombros.

      —Está bien, Olivia, no pasa nada. La próxima vez, por favor, llámame o mándame un mensaje. Así no tendríamos que habernos desviado, ¿entiendes?

      —Síííííí —resoplé.

      —Pues que disfrutéis del fin de semana. ¿Rodrigo dónde está?

      —Arriba.

      —Podría haber bajado... A saludar al menos, ¿no crees?

      —Está dormido... —Gonzalo siempre ha sido muy protector y exigente cuando se trata de chicos. Era la primera vez que tenía novio «oficial» y, además, que mi hermano tuviera constancia de su existencia. No me gustaba que lo supiera, pues toda esa simpatía, alegría, caballerosidad, sonrisas... Todo se esfumaba cuando se trataba de chicos.

      —Está bien. Nos vamos, hablamos la semana que viene.

      Me dio un beso en la frente, subieron al coche y se marcharon a la casita de la sierra de los padres de Mariana. Volví al apartamento de Rodrigo más despeinada si cabe por el sobo de Gonzalo. Fui directamente a la cocina, preparé unos zumos de naranja y unos cafés y me dirigí al cuarto principal para avisar a Rodrigo de que el desayuno estaba listo. Pasamos todo el día viendo películas, besándonos, comiendo palomitas, recordando cómo nos conocimos y aquel bañador blanco... Riéndonos de la vida.

      El apartamento de Rodrigo era más bien un estudio. Lo cierto es que, para los pocos metros cuadrados que tenía, lo había aprovechado de maravilla. En la entrada tenía una mesita para dejar las llaves, un espejo y un paragüero. Más adelante había un salón pequeño, con una cristalera por donde entraba la luz todas las mañanas y un sofá de dos plazas, una televisión enfrente y una mesita de té. A la derecha, la cocina era ridículamente pequeña, aunque funcional y bien distribuida. Tenía baldosas blancas, un frigorífico y una mesa plegable para comer o tomar café. Rodrigo siempre tenía el baño bien ordenado, algo que para una persona masculina ya es mucho. Y llegamos a mi lugar favorito: la habitación principal —y única—. Estaba pintada de color beige, tenía la misma cristalera que el salón y un pequeño balcón. Había un armario empotrado y un escritorio en el que me gustaba sentarme a admirar la estantería de enfrente. Estaba repleta de libros antiguos de leyes y una fotografía enmarcada de su equipo de fútbol. Por último, tenía una cama gigante en la que hicimos por primera vez el amor.

      El invierno, como siempre, llego sin avisar, por sorpresa. Como esa canción que te encanta, pero que no recordabas, y que de repente suena en la radio. Rodrigo y yo paseábamos de la mano, íbamos a conciertos, salíamos a cenar y nos besábamos. Nos besábamos muchísimo en las calles