María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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      —¿Te has tirado al director? ¡Lo sabía! Me debes quince pavos —exclamó Valle a Elena mientras le daba un par de codazos. Espera, ¿habían hecho una apuesta?

      —¡No, guarras! —Puse los ojos en blanco—. ¿Por qué le debes quince pavos?

      Silencio y risas.

      —Tengo un mensaje de Rodrigo del buzón. Vamos a vernos ahora en el merendero.

      —¡¡FUÁ!!

      —¿Fuá qué? —miré extrañada y confusa.

      —Pues que, cariño, eres muy joven para darte cuenta, pero este sí que es un truhan. ¡Y además es tan mono! —contestó Valle, mientras tiraba el libro con más ganas de las que tenía de leerlo.

      —Espera, ¿qué quieres decir? ¿Acaso se os ha insinuado?

      —¡Qué va, tonta! Lo hemos visto con la niña esa de Asturias. ¿Jennifer? ¿Jessica? Como sea. Los hemos visto algunas veces HA-BLAR —lo dijo en dos sílabas, elevando ligeramente el tono de su voz— en los baños, cuando salíamos de lavarnos los dientes antes de dormir.

      —Y entonces, ¿qué? —pregunté con los brazos en jarra, como si fuera la malvada esposa de un gaucho de una telenovela argentina.

      —Pero ¿qué te pasa? ¿Es que te gusta?

      —¡Te pone, te pone! —gritó María, señalándome con el dedo índice.

      —No, no. ¡No! ¡No! Es que no... bueno, sí. Pero me parece que va detrás de todas.

      —Menudo gilipollas. —María, la dulce.

      —¡Ve, tonta! Igual hasta te lo follas esta noche. —Elena, poetisa y lesbiana.

      —Haz el favor de no hacer el imbécil y no dejarte embaucar por los encantos del socorrista. —Valle, la voz de mi conciencia.

      De camino al merendero estaba nerviosa. Respiré hondo y entonces me relajé; fui con mi actitud, como siempre, un poco insegura de lo que iba a pasar, pero tranquila, y allí me lo encontré. Cuando lo vi... no me esperaba que fuera de esa manera.

      Encontré a Rodrigo sentado en un pareo de cuadros rojo y blanco, con una cajita muy mona de pícnic de mimbre, con velas y guirnaldas de luces que creaban un ambiente de una noche de verano perfecta.

      —Disculpa, ¿esperas a alguien?

      —Ja, ja... Ven, siéntate. Tengo que decirte algo, Olivia —me dijo tranquilo con una sonrisa mientras indicaba con su mano un sitio a su lado.

      Me senté junto a él mientras me ofrecía una copa de vino blanco y me pasaba un trocito de pan untado con mantequilla.

      —Verás, Olivia. He pensado que, como nos vamos mañana, quizá te apetecería venir en coche conmigo hasta Madrid.

      —¡Ah! Me temo que tengo que ir en el autobús con los niños.

      —Tenemos monitores para eso, no te preocupes.

      —Ah, vale. ¡Claro! ¿Es que ahora eres el director en funciones?

      —Qué va, qué va. Bueno, ¿quieres venir conmigo hasta Madrid? Podemos tomar algo por el centro, ¿qué te parece?

      —Ya... Lo cierto es que, si me pones en un lado de la balanza un autobús lleno de niños gritando, cantando y vomitando, y en el otro un viaje en coche..., te diría que sí ahora mismo. Pero tendré que consultarlo con el resto, ¿no crees?

      Asintió y entendió que mi respuesta era un sí con interrogante. Reímos. Estuvimos charlando de nuevo hasta las tantas de la madrugada. Es cierto que no habíamos tenido mucho tiempo de conocernos, pero sabíamos que entre nosotros había complicidad y podíamos contárnoslo todo. ¿No te ha pasado nunca?

      Por ejemplo, descubrí que Rodrigo era un chico bastante normal de un pueblo a las afueras de Madrid, que vivía solo en un apartamento en la capital y estudiaba Derecho en una universidad privada que tenía que pagarse él mismo. También descubrí que tenía una hermana pequeña a la que adoraba, pero que nunca veía, y que le gustaba jugar al fútbol. Además, averigüé que era un chico extrovertido, le gustaba pasar tiempo con su familia y sus amigos y había tenido solo dos relaciones estables en su vida y que salieron mal. No me detuve mucho a hacer preguntas porque parecía incómodo con las respuestas.

      —Bueno, se está haciendo tarde. Deberíamos irnos a dormir, mañana nos toca la última batalla.

      —Uf... Batalla será si finalmente vas con las tribus en el autobús... Te desearé buena suerte desde la ventanilla.

      —¡Ja! Lo intentaré, pero no te prometo nada. Oye, ¿te puedo preguntar algo?

      —Claro, dispara.

      —¿Tienes algo con Jessica?

      Silencio incómodo de más de treinta segundos. Rodrigo miró a izquierda y derecha con ojos expresivos. «Olivia, sal corriendo, actúa normal, como que no pasa nada. Venga, ¡levanta! Pero ¿por qué no te levantas?».

      —No.

      —Oye, que no es asunto mío. Tan solo quería... preguntar.

      —Jessica tiene novio. Pero además de novio, tiene problemas que ni a ti ni a mí nos incumben. Además, ella sabe que...

      —¿Qué?

      —Nada, Olivia.

      Decidí no hacer ni una pregunta más. Disfrutamos de lo poco que quedaba de la botella de vino, del pan con mantequilla y de la noche de verano, y después nos despedimos hasta el día siguiente. Rodrigo me dio un suave y caluroso beso en la mejilla y al mismo tiempo susurró un «me gustas», que creyó que ni siquiera había oído y que me tuvo despierta unas cuantas horas más...

      II

      EL DETONANTE

      Hablé con algunos monitores y me dieron luz verde. Aun así, no podía descuadrar el primer trayecto, así que decidí volver con los niños en el autobús hasta un punto intermedio entre el centro y la sierra de Madrid. Quedé con Rodrigo en que nos encontraríamos en uno de los pueblos donde paraba el autobús.

      Cuando estaban subiendo los últimos niños, miré de reojo a Rodrigo hablando con Jessica; estaban medio escondidos detrás del comedor. Mientras hacía recuento con Valle, vi cómo Jessica abrazaba a Rodrigo de una manera en la que una no piensa que son solo amigos. Pero... ¿qué diablos hacían? Me di cuenta de que yo no tenía ningún tipo de relación con Rodrigo que no fuera más allá de la amistad o el coqueteo.

      Volví con los niños, terminamos el recuento y subimos al autobús. La despedida fue rápida, pues los enanos estaban como locos y llenos de energía. El tiempo que pasamos en el autobús fue muy divertido, tal y como me lo había imaginado: vómitos en la parte de atrás.

      Cuando llegamos al pueblecito a las afueras de Madrid, nos aseguramos de que todos los niños fueran recogidos por sus padres y allí estaba Rodrigo esperándome.

      Ese día, sabiendo que más tarde estaría con él a solas, me puse un vestido asimétrico de color teja y unas mallorquinas con purpurina, me dejé el pelo suelto y ondulado y cogí una maleta vintage que tenía más años que una playa y un bolso de rafia en el que cabía una cantidad indecente de cosas.

      Mientras Rodrigo conducía, me quedé mirándolo por un instante. Llevaba un polo azul oscuro, unos pantalones cortos color beige y unas deportivas clásicas. Me gustaba su estilo urbanita, sin ser exactamente de la ciudad. Llevaba pulseras y tobilleras de cuero que los niños le habían regalado en el campamento. Iba un poco despeinado y sin afeitar. No habíamos mantenido ninguna conversación interesante durante el viaje. Bueno, sí, lo típico: que si tenía frío o calor, que qué buen día hacía y que si estaba cómoda... Las típicas preguntas que uno hace cuando invitas a alguien a subir al coche. O al ascensor. Después hablamos de la universidad, los padres, los hermanos, la vida adulta que me esperaba...