María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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¿cómo no me has dicho nada, imbécil? —Para algo servía esa camiseta nórdica, ¡claro! Me tapé como pude y salí de allí, empapando todo de agua.

      —¿Y perderme el show? ¡Ni de coña!

      —¡Vete a la mierda! —Salí corriendo con las chanclas en la mano, mascullando todo tipo de insultos que me sabía en más de un idioma.

      Entré en el bungalow, me sequé como pude y lo reemplacé por un bañador Arena, azul Arena, un azul tan único que, por mucho que pasen los años, siempre sigue siendo el mismo. Compraba ese mismo bañador cada año desde que empecé a nadar con tan solo cinco años. Cambiar el color, el modelo o la marca no era una opción. Volví tan rápido como alcanzaban mis cortas piernas para no dejar al siguiente grupo de natación abandonado. La segunda clase del día fue divertida, los niños se portaron fenomenal, parecían más despiertos —les ahorré el detrimento de las transparencias del bañador— y para terminar los reté a tirar al socorrista a la piscina. Y así fue: los demonios diminutos corrieron hacia Rodrigo, lo levantaron entre todos y lo lanzaron al agua.

      Una semana después, el ambiente que había en el campamento se volvió mucho más familiar. Empezamos a conocernos los unos a los otros un poco más, había más confianza. Entonces, los monitores decidimos hacer una cena especial cuando la jornada terminara. Cada uno cocinaría algo diferente con ayuda de los responsables de cocina. Maxi, uno de los cocineros, me ayudó a preparar mi plato especial. Este era moreno y de piel blanca como el flexo de estudio, regordete y bajito, llevaba las gafas de pasta negra siempre sucias y a veces tartamudeaba. Sin embargo, tenía tal cara de buena persona que pensé que le habían tomado demasiadas veces el pelo. Mi ensalada especial no tenía mucho de especial, pues se trataba de una totalmente normal con ingredientes ricos y frescos. Lo que la hacía diferente era la salsa de queso gorgonzola y yogur griego.

      Valle y Elena cocinaban una pasta al pesto que olía de maravilla mientras discutían entre ellas por cuestiones como que añadir más o menos sal puede cambiar el sabor del plato o dónde poner y dejar los utensilios de cocinar... Las adoraba, pero a menudo se ponían demasiado intensas, sobre todo cuando hacían algo juntas. Dicen que donde tengas la olla...

      Mientras tanto, Rodrigo se traía algo entre manos con Jessica, otra de las monitoras. Flirteaban tanto que resultaba molesto. Levanté la mirada mientras cortaba unos tomates y presencié el arte de cocinar y chuparse los dedos el uno al otro. ¡Puag!

      Cuando nos sentamos todos a cenar, mi ensalada causó furor entre el público. Siempre admiré la manera de cocinar lenta, con ganas, con productos frescos y nutritivos... Sin prisa. Cocinar es un arte, es terapia, es todo lo bueno de la vida. Ponerse el delantal y encender los fogones es un acto de amor propio y una bonita declaración de amor por otra persona. Elegir los ingredientes te lleva a un viaje sensorial y reconfortante. Amasar, picar, batir, cortar, cocer, ¡freír!, cocinar es uno de los placeres de la vida que deberíamos hacer cada día sin caer en la rutina. La forma más bonita de decir «te quiero» es cocinando. Descorchando un vino, poniendo música y cocinando lentamente. Cocinar nunca separó a familias ni amigos ni amantes, sino todo lo contrario. La cocina precalentada, los productos ultraprocesados y la bollería industrial son un acto de vandalismo, un insulto al prodigioso arte de cocinar. He dicho.

      Rodrigo y Jessica se sentaron uno junto al otro, justo enfrente de mí. Las mesas eran alargadas tipo pícnic, así que estábamos todos en la misma, apiñados como sardinillas en lata. Me gustaba Rodrigo, pero no podía soportar esas maneras de coquetear que tenía con una de mis compañeras. Deduje que quería hacerse el graciosillo, ser el guapo de turno y caerle bien a todo el mundo. ¿Acaso quería ponerme celosa? Qué listo. Cruzamos un par de miradas durante la cena en las que yo puse los ojos en blanco y él rio discreto.

      Pasamos una velada fantástica haciendo comentarios y contando anécdotas que nos pasaban durante nuestra estancia. Tras terminar la cena, nos fuimos al jardín del comedor de la parte trasera, diseñado para el personal, que era más bien pequeño pero coqueto. Ahí nos sentamos con pareos en el suelo, litronas por todas partes, porros y algunas otras drogas más que ni siquiera sabría pronunciar. Había una guirnalda de luces que se iluminaba un poco más según iba oscureciendo. Era la típica noche de verano perfecta en el campamento.

      Pasados unos días, este iba llegando a su fin, y con él las despedidas de aquellos niños que habían hecho amigos para siempre, otros contaban los minutos para volver a casa, algunos incluso habían encontrado el amor de su vida. Rodrigo me lanzaba miradas, se acercaba a darme conversación en los ratos muertos y alguna que otra noche nos quedamos charlando hasta las tantas.

      El último día del campamento cada equipo recogió todo lo que pudo y los coordinadores ayudamos a los niños a hacer la mochila para volver a casa. Cuando digo ayudar, me refiero a ordenar. Y cuando digo ordenar, me refiero a dar órdenes mientras vigilamos que lo hicieran de la mejor manera posible. Animalicos...

      Así, el cielo empezó a avisarnos de la llegada de la noche, con su azul degradado y rosa melocotón. Habíamos llegado a la última velada del campamento.

      Una de las actividades que más me gustaba de los campamentos era «El buzón»: consistía en un buzón hecho a mano situado en la entrada de la cocina y en el que se podía depositar cualquier tipo de carta o artilugio no terrorista que podías enviar a cualquier persona que formara parte del campamento, ya fuera a otros niños o niñas, cocineros o cocineras, monitores o monitoras... Detrás del juego del buzón había todo un ejercicio de empatía para los niños y una superherramienta para expresar sus sentimientos. Además de saber interpretarlos y transcribirlos, ¡era todo un espectáculo! Los niños enviaban cartas de amor y desamor con errores ortográficos a las niñas y viceversa. Recuerdo la carta que recibió Ezequiel, uno de los niños más guapos y altaneros del campamento, que decía que era un idiota, que sabía lo de Raquel y que se olvidara para siempre de ella. Firmado con unos labios. Bien, la carta era de Laura, otra de las niñas más guapas y presumidas del campamento. Por algún motivo Ezequiel se convirtió en dandi y tenorio y allí estaba Laura, cagándose en sus muertos, pero en palabras menores. No pude hacer otra cosa que reírme.

      Alguien dejó una nota para mi persona que decía que era la mejor monitora del campamento porque era la única que no les ordenaba abrazar a los árboles —cuando los niños se comportaban como terroristas en miniatura, les ordenábamos hacerlo por un periodo de unos diez minutos para que reflexionaran sobre lo que habían hecho—. Y otra, curiosamente anónima, que decía: Nos vemos a medianoche en el merendero.

      Al principio pensé que era una broma bien intencionada de uno de los críos, ya que estaba escrita con la misma caligrafía de uno de cinco años. Justo cuando terminé de leerla, levanté la cabeza y miré alrededor. Sí, efectivamente, el mensaje era de Rodrigo. Lo supe en cuanto alcé la mirada y lo encontré devolviéndome la mirada con una ceja levantada y esa sonrisa que provocaba terremotos en las ciudades de mi cabeza.

      Los niños pasaron una velada fantástica, se fueron —por fin— a dormir y todo el personal adulto nos quedamos a celebrar el fin del campamento. Como era la última noche, decidimos no llevar el uniforme nórdico, así que yo me planté un peto denim desgastado con un crop top de tirantes blanco que hacía resaltar mi moreno, las dos trenzas que María, la pelirroja talentosa, me hacía y una diadema elástica color teja. Cuando volvimos a los bungalows después de la cena, en la cabaña hablábamos de lo rápido que había pasado el tiempo.

      —Pues yo me voy a pasar todo el mes de septiembre en Tarifa, haciendo nada. Bueno sí, vuelta y vuelta al sol hasta que me tueste como una almendrita. ¡Voy a estar desnuda un puto mes entero! —decía María, mientras doblaba sus ropas de arcoíris de mala manera.

      —Nosotras vamos a recorrer Grecia en moto, ¿te apuntas, Olivia?... ¿Olivia? ¡Eh! —susurraba Valle, mientras ojeaba un libro sin ninguna intención de leerlo.

      —¿Qué?, ¡¿qué?!

      —Chiquilla, ¿dónde estás?

      —Ay, joder, perdón. Chicas, tengo que contaros una cosa —contesté mientras sostenía en mis manos la nota de Rodrigo.

      Bien.