María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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va la instalación en tu nueva vida? —No le veía la cara, pero supe que estaba sonriendo.

      —¡Está todo casi listo! He conocido a mis dos compañeras de piso y son majísimas. Estoy ordenando un poco el interminable armario. ¿Qué haces?

      —Estoy abajo, en tu portal.

      —Estoy hecha un asco. ¿Quieres subir?

      —No sé si es buena idea que el primer día metas a tu novio en el piso.

      —Mi... ¿qué? —parpadeé.

      —Te espero abajo en unos... ¿quince minutos?

      —¡Me sobran diez!

      Espera, ¿es que ahora éramos novios? ¿Me lo había pedido y no me había dado cuenta? No recuerdo haber dicho que sí a nada, ni una proposición. ¿Sería Rodrigo una de esas personas modernas que al mes de salir juntos ya podría denominarme como su chica? Me di una ducha rápida, me puse unos vaqueros sencillos y un jersey oversize de color marrón por dentro del vaquero. Me planté unas bailarinas color rosa nude y el bolso a juego. Apliqué máscara de pestañas y dejé el cabello húmedo. ¡Lista! Tenía tanta ropa que podía estar cada día del año —incluso dos años consecutivos— con un modelito diferente.

      Cuando salí del ascensor, vi la silueta y el reflejo de Rodrigo a través del cristal de la puerta. Llevaba una camiseta blanca básica y un jersey de pico fino, unos vaqueros y unas deportivas clásicas. Nos dimos un beso eterno y un abrazo, me preguntó cómo había ido la mudanza y empezamos a caminar hacia un bar de estudiantes, de esos que te ponen un cubo de cervezas por cuatro euros.

      —Rodrigo, ¿qué acaba de pasar hace un rato?

      —¿Cómo?

      —¿Es que ahora somos novios?

      —¿Es que quieres ser mi novia? —bromeó, orgulloso.

      —¿Es que acaso me lo has pedido? —respondí ofendida. Qué cría.

      Me besó para quitarme la cara que acababa de poner. Puede sonar cursi, pero tenía casi veinte años y sabía entre poco y nada de la vida. Seguro que te ha pasado.

      —Quiero que seas mía, Olivia. Quiero que seas mi novia —me dijo mientras se cruzaba una pierna con la otra a cámara lenta. Ahí, tan tranquilo.

      —Pues me lo tendré que pensar entonces porque... —En ese momento me puso la mano en la boca a modo de silencio y después me besó de nuevo.

      No fue nada romántico, Rodrigo ya me había demostrado que tenía detalles conmigo, que no hacía falta que fuera mi cumpleaños o una ocasión para hacerlo especial. Ni tampoco pararme a pensar ni un segundo en la gravedad de las palabras Olivia y suya, que no mía. Me dejé llevar. Así que, antes de poner un pie en la universidad, ya tenía un novio. Y quizá... ese también fue el error.

      Dicen que el tiempo pasa volando cuando uno empieza a vivir los mejores años de su vida, pero a mí no me lo parecía. Las primeras semanas de clase pasaban lentas, aburridas. Era jueves y yo elegí un modelito preppy para asistir a las clases: un jersey azul marino de cuello alto con coderas cosidas a mano en marrón, unos vaqueros, unas deportivas clásicas relucientes y una bandolera de piel vintage. Esta era de mi madre y tenía más años que un árbol. Era un accesorio peculiar y muy especial para mí. Antigua, clásica y moderna. ¿Cabe todo esto en una frase?

      El camino al campus era bastante sencillo, tenía que atravesar una cafetería que olía a pan recién hecho y a bollitos de canela. Recogí un café para llevar y fui tan pizpireta caminando hacia mi nueva vida. El alboroto del teléfono rompió todo el encanto de mi mañana soleada paseando hacia la universidad:

      —¿Cómo estás, Oliva?

      —¡Hombre! ¿Qué tal, hombre de negocios?

      —Siempre ocupado, pero nunca demasiado para hablar con vos, boluda —imitó el acento argentino de pena.

      —Zalamero —murmuré—, todo bien, todo en orden. He visto una piscina cerca del campus... Estarás contento, has creado un monstruo.

      —¡Así me gusta! Irás cada día, por favor...

      —Te lo prometo.

      —Vale, pero sin cruzar los dedos, sabes que tengo ojos en todas partes.

      —¿Cómo está Mariana?

      —Liada con las oposiciones, como siempre. El fin de semana vamos a ir a verte, nos quedamos en la sierra, en casa de sus padres, ¿te parece un buen plan?

      —¡Genial!

      —Puedes decírselo a Rodrigo si te apetece que venga.

      «Hola, me llamo Olivia, no he cumplido los veinte y ya estoy haciendo escapadas con mi novio. Soy viejoven y aún no tengo gatos, pero los tendré». Eso dijo Carlos Salem un día.

      —Está bien —me quejé en voz baja—, le preguntaré.

      —No te asustes, tonta. Prometo no ser demasiado duro. Haremos fuego y habrá palomitas, ¡te encantará!

      Colgamos. Gonzalo siempre tenía un momento para llamarte y preguntarte qué tal, aunque no tuviera nada nuevo que contar. Era ese tipo de personas que, si estás en su vida, hace que de verdad te sientas en ella. Era mi modelo a seguir y el de mis siguientes generaciones. Era respetuoso, amable, divertido, un partidazo —a veces en la espina dorsal— y tenía tanta bondad que en ocasiones pensaba que me estaba tomando el pelo. Ojalá todas las personas que te encuentres a lo largo de tu vida sean así.

      Antes de entrar a clase y café en mano, escribí un mensaje a Rodrigo:

       «No hagas planes para el fin de semana, ¡nos vamos a la sierra con mi hermano y su novia!».

      Me llamó al instante, como hacía siempre, en lugar de contestar.

      —¿Qué pasa, guapa?

      —El tiempo, amigo. Oye, te tengo que colgar, voy a entrar a clase ahora...

      —Me parece un planazo lo del fin de semana, pero tenía otros planes para nosotros. ¿Te parece buena idea?

      —Bueno... lo consultaré. ¿Qué planes?

      —Ahhh... —suspiró—. No te molesta, ¿verdad?

      —Depende de esos planes, a decir verdad.

      —Seguro que merece la pena. —Colgó.

      Ya llamaría a Gonzalo después de las clases. Me dispuse a entrar en mi primera clase de Principles of Microeconomics, ya que, además de licenciarme en Ciencias Económicas, pues por qué no hacerla en inglés. Que alguien me salve.

      Di más vueltas de las que debería hasta encontrar el aula de la asignatura. Era inmensa, parecía un anfiteatro tallado en madera, con tres pizarras expuestas a nuestros conocimientos y sabidurías. En el momento que entré, el lugar tenía un olor especial —a antiguo, a vieja escuela, a madera y a tiza—; en ella cabían unas ciento cincuenta personas, aunque éramos unas ochenta.

      Tras siete rugidos de diferentes profesores que amenazaban con suspendernos a casi todos si decidíamos faltar a clase, por fin terminó el día. Iba al supermercado a comprar algunas cosas para mi nuevo hogar cuando Rodrigo me llamó:

      —¿Dónde estás?

      —¡Hola! Estoy comprando unos tomates, ¿y tú? ¿Necesitas algo del súper?

      —Te he escrito como tres mensajes, me estaba asustando. —No le estaba viendo la cara, pero parecía serio.

      —¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?

      —No, Olivia, no ha pasado nada. Es solo que... estaba preocupado.

      —¿Por qué ibas a estarlo? —No hacía más de diez minutos que había terminado las clases. Subí el tono de voz, algo en esa conversación no me estaba gustando.

      —Nos