María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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por favor..., mirarlo? —La mirada de Rodrigo me asustó; estaba resoplando, quizá pensaba que la noche anterior le había sido infiel... o cualquier otra paranoia sin sentido, vete tú a saber.

       «Hola, desaparecida. Ayer te perdiste a Laura

       caerse en la chimenea, ¡casi sale ardiendo! Vamos a ir a merendar todos juntos a las cinco, ¿te apuntas?».

      —Es Raúl, un compañero de clase.

      —¿Qué Raúl? Nunca me has hablado de él.

      —¿Sabes por qué no te he hablado de él? ¡Porque lo conocí ayer! ¡A-YER! Porque no conocía a nadie de mi universidad hasta ayer. ¿Y sabes por qué? Porque paso más tiempo contigo que conmigo.

      Rompí a llorar. No entendía qué había pasado los últimos meses de mi vida. No sabía por qué me encontraba en esta situación y no sabía por qué Rodrigo había cambiado tanto en tan poco tiempo.

      —Está bien, Olivia. Por favor, no llores... ¿Qué te pasa?

      —Me pasa que no sé por qué estamos discutiendo, Rodrigo. Me pasa que no sé qué es lo que te pasa a ti. ¿Es que he hecho algo mal?

      —Bueno, deberías haberme cogido el teléfono ayer... Estaba preocupado. Además, ibas demasiado guapa como para que algún buitre no te echara el ojo. Y aparentemente lo hizo ese tal Raúl. Es solo... No quiero que te vistas así para otras personas. Solo para mí. —Enarqué una ceja. ¿Qué me estaba queriendo decir?—. Hagamos algo para que no nos vuelva a pasar. No te vistas de esa manera cuando estés con otras personas.

      —¿A qué te refieres con esa... manera? —Me crucé de brazos, confusa.

      —Con esas ropas y escotes tan llamativos, me refiero. Los chicos suelen fijarse poco o nada en tu figura o en tu cara si vas con ese escote por ahí. Te lo digo yo. Solo estoy intentando protegerte, ¿entiendes?

      —Entonces, si ayer no hubiera ido vestida de esa manera, ¿no me hubieras llamado tantas veces? —Me sequé los ojos y me sorbí los mocos.

      —Claro que no. Me preocupaba que algún idiota intentara hacerte algo raro y más que yo no estuviera ahí para defenderte.

      Me pareció una idea ridícula. Acepté. Acepté esa condición no porque estuviera de acuerdo con Rodrigo. Pero acepté porque, si quería tener una vida normal universitaria y pasármelo bien, era una condición que tenía que cumplir para no estar toda la noche pendiente del teléfono. Rodrigo me besó, hicimos el amor y ahí se quedó la discusión del día. No contesté a Raúl. Tampoco fui a merendar con el grupo de clase.

      III

      EL DESASTRE

      El invierno seguía ahí cuando llegaron los primeros exámenes. Los días iban pasando y Rodrigo y yo estábamos más enamorados que nunca. Salíamos a pasear, tomábamos café en lugares acogedores y bonitos, pasábamos el tiempo muerto besándonos y haciendo planes juntos. Con el tiempo comprendí que Rodrigo solo quería protegerme de todo el mal que podía hacerme la gente. Empecé a dejar de llamar a las pocas amigas que tenía, de hablar con mi familia y de conversar con Gonzalo. Cada vez que pasaba por casa de visita, mi madre hacía comentarios estúpidos sobre mi vestimenta o mi mentalidad. Gonzalo, sin embargo, al principio me hacía un montón de preguntas acerca de Rodrigo, mi aspecto o mi carácter, pero como mis contestaciones eran ariscas y le decía que no debía meterse donde no le llamaban, dejó de hacer preguntas. Mi carácter cambió. Mi vida también.

      En el piso compartido, Vanesa y Nerea y yo descorchamos una botella de cava y unas aceitunas para despedirnos hasta que terminaran los exámenes, pues era su último año de carrera y se iban directas a estudiar el MIR. No puedo decir que se convirtieron en amigas porque casi nunca pasaba tiempo con ellas. Les tenía aprecio porque me habían tratado bien y apenas se quejaron de las broncas que tenía asiduamente con Rodrigo.

      Antes de los primeros exámenes me fui una semana a casa para estudiar. Rodrigo estaría esos días en su apartamento, estudiando para los exámenes finales. Cogí el tren con mis maletas y toda mi —ya no tan bonita— ropa. Llegué a casa, saludé a mis padres y me fui directamente a darme un baño de burbujas tan caliente que humeó el vapor durante unos veinte minutos, mientras hablaba por teléfono con Rodrigo. Rodrigo, Rodrigo y Rodrigo.

      Mi padre y Gonzalo trabajaban prácticamente durante todo el día. Mi madre, sin embargo, tenía una vida cómoda. Salía a hacer la compra, cocinaba, y lo hacía tan rico que a veces solo venía a casa para llevarme algunos tuppers al apartamento. Después quedaba con algunas amigas, salía de compras, organizaba algunos eventos benéficos y luego volvía a casa para atender las necesidades de mi padre y de mi hermano y les alimentaba. Caminaba por la vida sin prisa.

      A pesar de que casi todo en mi vida había cambiado, mi rutina diaria de levantarme temprano para ir a nadar no lo había hecho en absoluto. Me siento en paz cuando nado. Mi estado de ánimo cambia por completo una vez que entro en la piscina; puedo estar en el agua hasta que los dedos se me arrugan como pasas. Sentir el agua en mi piel significaba que iba a tener un buen día. Cuando nado, no tengo que competir con nadie. Solo la idea de pensar en un rival me estresa y desagrada. Nadando estoy sola conmigo misma, el único reto es no dejar de nadar. Respiración. Sales del agua y notas que la piel se eriza, mientras cascadas de agua recorren tu piel para volver a su origen. Respiraciones, dentro y fuera del agua. No hay nadie que me presione en el agua, por lo que es el único momento del día en el que mi mente divaga entre mis pensamientos. Mientras oigo mi respiración, organizo mi día, pienso en todas las cosas que me preocupan, que no son pocas..., pero me siento a salvo.

      Tirarme a la piscina era una puta maravilla y mi terapia diaria. Cuando hace un buen día, el sol entra por las grandes cristaleras que transforman el agua en un azul turquesa brillante, como el mar..., que entonces quedaba lejos, pero lo sentía cerca.

      Cuando nado paso de un estado a otro. Para mí, al igual que para muchos el deporte, la natación esconde una fórmula de sensaciones fascinante: estás en constante movimiento mientras tu mente, agotada, está pausada. Además, en aquel entonces descubrí otro punto a favor de la natación: dejar el teléfono en la taquilla.

       «Voy a nadar».

      La persona que recibe este mensaje sabe que, por mucho que insista, no estarás disponible, al menos durante un par de horas. O lo que uno quiera que dure.

      Una mañana volvía de nadar y saqué el teléfono del bolsillo. Tenía un mensaje de Carmen:

       «Cariño, te mando la localización de la cafetería

      en la que estoy. Ven, desayunamos juntas y me ayudas con las bolsas [Emoticono de corazón]».

      Le mandé un aburrido «Ok», y allí me presenté. Con la ropa de deporte, el cabello húmedo y sin una gota de maquillaje. Mi madre estaba en la terraza de una cafetería relativamente cerca de casa. Tenía una elegante fachada de color rojo burdeos y una terracita con mesas y sillas doradas. Un toldo rojo avisaba a cualquier transeúnte que pasara por allí y le invitaba a tomar un café; nadie podía resistirse a esas letras doradas y a esa inmensa cantidad de flores alrededor. Parecía una de esas típicas cafeterías de París... solo que estaba en Madrid. Mi madre hacía juego con esa cafetería, vestida con unos zapatos cómodos pero elegantes, una falda plisada y una blusa color menta, un abrigo de piel y sus gafas que habían fabricado en aquel programa de Megaconstrucciones. Alzó la mano y la agitó enérgicamente para asegurarse de que la veía.

      —¡Querida! Toma asiento.

      —Hola, mamá.

      Me dio un beso en la mejilla y me ofreció una silla mientras apartaba las siete bolsas que llevaba. Alzó la mano y sus dedos índice y corazón llamando al camarero.

      —Para mí un té rojo con una pizca de leche, por favor.

      —Para mí... —Ojeé la carta, me moría de hambre.

      —¿Olivia? —Una