María Benítez Sierra

Salitre en la piel


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y, cuando sabía que estaba en clase o lejos por más de dos horas, me lo probaba en casa y desfilaba por los pasillos como una loca.

      Estaba loca. Me faltaba un gato. Bueno, a ver, no. ¿Por qué siempre asociamos la locura o la vejez solitaria con un gato o diecisiete? Los animales somos nosotros, maldita sea. También le ocultaba mis ganas de gritar que a veces, un día cualquiera, aparecían. Tenía ganas de gritar y llorar y salir disparada de allí, como aquella película en la que el héroe o la heroína se despide con alguna frase espontánea y elocuente y a continuación sale volando. Para películas las que yo me montaba...

      Mis relaciones con cualquier ser humano eran prácticamente inexistentes, ya fueran amigos, conocidos e incluso familia. Por mucho que intentaban separarnos, no lo conseguían. Nos queríamos tanto que el amor que sentíamos el uno por el otro era indestructible. Por suerte me hice muy amiga de los libros.

      Era una tarde de un abril sombrío, a pesar del sol que azotaba la ciudad. Mientras Rodrigo jugaba al fútbol, me fui al centro de Madrid a buscar una librería. Había leído que se trataba de un lugar muy especial. Así que fui a comprobarlo por mí misma. Se encontraba en la zona de Malasaña. Tenía una fachada amarilla, muy antigua, tres bloques verdes que parecían pintados a mano, casi decrépitos. Tan solo tenía una ventana lateral, pero ¡qué ventana!, parecía un minibalcón de esos que encuentras en los edificios de la ciudad a los que miras hacia el cielo y parecen no tener final. En la puerta había una bicicleta con flores en una cesta. Al lado de la puerta, una caja de madera con algunos libros viejos y un cartel que decía:

       Los libros no están más amenazados por el Kindle mucho más que las escaleras lo están por los ascensores.

       Stephen Fry

      Decidí entrar en esa coqueta y curiosa librería del centro de Madrid. Al ser un bajo, las estanterías se alejaban tanto que no podía ver el final. Las paredes eran bajitas y los pasillos anchos. Se respiraba un aire familiar, un lugar de esos en los que te pasarías toda la tarde leyendo en un sofá de cuero. La estética era retro y, a decir verdad, los libros parecían solo decorar aquel lugar, porque el verdadero protagonista de este sitio era un bonito y pomposo gato negro con un collar rojo.

      «Podrás admirarme, podrás darme de comer, podrás acariciarme, pero nunca dominarme», decían sus ojos. Pronto me di cuenta de que muchos de los artículos en venta tenían a este precioso felino estampado: tazas, tote bags, láminas, posavasos, postales... ¡Sí que era el protagonista!

      Había estanterías llenas de libros que convivían en armonía con estos artículos de regalo. Me dispuse a ojear alguno de los de poesía. De pronto, noté una presencia a mis espaldas, una voz susurró:

      —Psssst... Olivia...

      Deslicé mi mirada hacia la derecha, sabedora de que aquel susurro venía por la izquierda. Intenté ganar tiempo. ¿Por qué? De mi antebrazo colgaba una preciosa bolsa de papel charol con uno de esos vestidos prohibidos. Como no sabía quién emitía ese sonido, entré en pánico. Al girar la cabeza, finalmente descubrí que era Laura, una de las compañeras de clase o, mejor dicho, de aquella fiesta en la villa.

      Me saludó, mantuvimos una conversación breve y después me preguntó si me apetecía tomar algo en la cafetería de al lado. Acepté, por supuesto. No porque me apeteciera, que también, sino por hablar con alguien más que no fuera Rodrigo o los personajes de la novela que estaba leyendo.

      Estuvimos unos cuantos minutos largos riéndonos de aquella noche y de la borrachera que todos y cada uno llevábamos. Recordamos momentos concretos, de esos que están en tu memoria, pero creías haber olvidado. Laura nos hizo una foto a las dos en la cafetería, brindando con una copa de vino que pedimos después del café. Nos despedimos con tan solo un beso en la mejilla y le prometí que volveríamos a otra fiesta, aunque no fuera en una villa ni tuviera que ver con la universidad.

      Llegué a tiempo a la esquina en la que había quedado con Rodrigo para volver a casa juntos; eso sí, tuve que hacer el vestido un ovillo para guardarlo en mi diminuto bolso. Pensé en fumarme un cigarro, pero ya era demasiado tarde, Rodrigo aparecería en cualquier momento y a esas alturas de mi vida no quería montar un escándalo. A los cinco minutos vi a Rodrigo aproximándose a la esquina. Esos calcetines blancos hasta la rodilla con dos rayas horizontales de color verde son lo más horrible que he visto en mi vida. Me dio un beso en los labios y caminamos juntos hacia el apartamento. Le confesé que debía pasar por casa a coger algo de ropa para el día siguiente poder ir medio decente a las clases. Mentí, claro. Ni cogería ropa ni asistiría a clase al día siguiente. Tan solo quería dejar el precioso vestido negro de terciopelo en el armario. Cuando llegué al apartamento, me fumé un cigarro en el balcón, mientras recibía un mensaje de Rodrigo:

       «No me vuelvas a engañar. Ahora hablamos...».

      ¿Qué había hecho ahora? Quizá me había visto fumando en el balcón, quizá se había dado cuenta de que llevaba un vestido en el bolso minúsculo, quizá se había percatado de que no iba a las clases... A estas alturas lo cierto es que podría ser cualquier cosa, pues mi vida en sí era una mentira tras otra.

      Llegué al apartamento y ahí estaba, sentado en la mesa plegable de la cocina con cara de avestruz y el teléfono en la mano. Le pregunté a qué venía ese mensaje misterioso, a lo que respondió:

      —¿Con quién has estado toda la tarde?

      —Con... —Ni siquiera me dio tiempo a seguir hablando.

      —Me dijiste que ibas a una librería, no a beber vinitos con tus amigas. —Pude notar su tono de sarcasmo cuando pronunció «vinitos».

      Miré al infinito, no podía creer que tuviera que dar todos los detalles de una tarde relajada sin sobresaltos ni movimientos inesperados, ni mucho menos que no me diera la opción de explicarme. Pasaba de cero a cien en menos de un segundo.

      —De hecho, me la encontré en la librería y me ofreció un café —susurré tranquila.

      —¡Estáis tomando una puta copa de vino! —vociferó.

      —¿De verdad vas a montar un numerito por esto?

      —Estoy harto de que me mientas.

      —Yo... Yo no te he mentido. Ni siquiera me has dejado hablar.

      —Me lo podrías haber dicho, ¿no crees?

      —¿Y qué quieres que haga? ¿Que te avise cada minuto del día de lo que me está pasando?

      —¿Sabes qué? Da igual, no paras de decepcionarme.

      Me arrimé a su cuello y le susurré que lo sentía, que no volvería a hacerlo más. Refiriéndome a lo de mentir, claro. Él asintió, refiriéndose a lo de ver en absoluto a otra persona que no fuera él. Cenamos comida precalentada que sabía a harina refinada y, después, Rodrigo empezó a tocarme el cuello, respirando profundamente. Poco a poco se iba acercando a mis pechos, mientras me agarraba por la cintura.

      —Estoy con la regla, Rodrigo.

      Fingió no haberme oído y continuó a lo suyo. Empezó a bajar los leggings que llevaba puestos cuando le puse la mano en el brazo. Alzó la mirada, sorprendido, como alguien que confía en estar ganando y acaba de perder una partida de cualquier juego sin esperarlo.

      —¿Qué haces?

      —Te he dicho que estoy con la regla, Rodrigo, no podemos hacer nada... todavía.

      —Pero ¿qué más te da?

      —No quiero. No me gusta.

      —Pero hoy sí te va a gustar.

      Rodrigo me levantó de la silla y me tendió su mano para ir a la habitación. En mi rostro no había alegría ni seriedad. Acepté su mano y caminamos hasta el cuarto principal. Me apoyó suavemente en la pared y empezó a pasar su lengua por mi ombligo, subiendo por mis pechos y acabando en el cuello. Rodrigo seguía desnudándome, lo cierto es que ya no tenía ni un poquito de aprecio por mi cuerpo, me daba exactamente igual con tal de evitar otra bronca.