Gabourey Sidibe

¿Y tú qué miras?


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conseguía distraerme del pensamiento al que le estuviera dando vueltas en la cabeza. Estar conmigo era una fiesta.

      Al final me decidí a hablar con un médico. Era estudiante de secundaria y pobre, lo que significaba que tenía una excelente atención sanitaria: el Medicaid. (Por extraño que resulte, ahora que soy una actriz de treinta y tres años en activo no puedo permitirme lo que sí podía costearme a los veintidós. ¡Viva América!). Encontré una doctora y le expliqué todo lo que me pasaba y me hacía sufrir. Nunca había elaborado toda la lista y, al escucharme, caí en la cuenta de que lidiar con todo aquello yo sola era inviable.

      La doctora me preguntó si tenía pensamientos suicidas.

      —Bueno, aún no, pero, cuando los tenga, sé cómo hacerlo —le contesté.

      No tenía miedo a morir y, de haber existido un botón que borrara mi existencia de la faz de la Tierra, lo habría pulsado, porque habría sido más fácil y menos desagradable que suicidarme. Según la doctora, con eso bastaba. Me recetó un antidepresivo y me sugirió empezar a hacer terapia. Terapia dialéctico-conductual. Sí, ya lo sé. ¡¿Qué diantres es eso?!

      La doctora me explicó que la terapia dialéctico-conductual (DBT) era una terapia cognitivo-conductual diseñada para tratar el trastorno límite de la personalidad. Podía optar a un programa de tratamiento de seis meses con sesiones de terapia en grupo destinadas a ayudar a gestionar las emociones y los comportamientos que podían ser síntomas de un trastorno límite de la personalidad. Las sesiones eran de lunes a viernes, de 12:00 a 15:00 horas.

      ¿Tenía yo trastorno límite de la personalidad? No. Para nada. Pero la doctora opinaba que era el mejor tratamiento que podía costearme con mi seguro de pacotilla. Y como de todos modos estaba suspendiendo en el instituto, si me sobraba algo, era tiempo. En pocas palabras, era la candidata perfecta para la DBT aunque mi diagnóstico real fuera solo por depresión con un ligero trastorno alimentario. (Digo «solo» y «un ligero», como si aquello no estuviera arruinándome la vida. Iba a morir. Qué risa). Mi doctora estaba entusiasmada con suscribirme al programa. De hecho, recuerdo pensar que quizá lo estuviera demasiado.

      Mientras me explicaba qué era la DBT y en qué podía ayudarme, dejé de prestar atención. Asentía con la cabeza cada vez que hacía una pausa y de vez en cuando intercalaba algún: «Ah, vale». Pero en aquella época era incapaz de concentrarme en nada. Ni siquiera cuando alguien me hablaba directamente en una estancia en silencio. Lo que pensaba era en que tendría que saltarme la escuela para asistir a terapia y en si merecería o no la pena. Y pensaba también en cómo se lo explicaría a mi familia.

      Regresé a casa de la consulta de la doctora con un frasco de antidepresivos y una nueva oportunidad en la vida. Primero le comuniqué la noticia a mi hermano. Le expliqué a Ahmed cómo me sentía y que había tenido que acudir en busca de ayuda. Me sugirió que leyera la Biblia y viera misa en la televisión con él los domingos por la mañana. También dijo que lamentaba no haber sido consciente de mi malestar y que le habría gustado serlo para poder ayudarme. Tendría que habérselo dicho antes. Yo siempre había pensado que mi hermano era tan egocéntrico como cualquier otro veinteañero. Y no confiaba en que otras personas pudieran cuidar de mí. En el caso de Ahmed, me equivocaba.

      Decidí explicárselo a mi madre mientras estaba en la cama, dormida. La desperté suavemente y, mientras seguía en duermevela, procedí a transmitirle el hecho superimportante de mi tratamiento para la depresión como si estuviera plenamente despierta y fuera capaz de asimilar la noticia. Confiaba en que no pudiera reaccionar.

      Mira, mi madre me quiere más de lo que seguramente yo seré capaz de entender nunca. Quiere que tenga la mejor vida posible y sus miedos sobre mí emanan del amor. Teniendo todo eso en mente… el primer instinto de mi madre fue decirme que no sentía lo que en realidad sentía, que simplemente estaba montando un drama. Fue como si me diera un bofetón, pero ahora sé que lo único que pretendía es que no tuviera ganas de morirme. Había invertido tanto tiempo en intentar mantenerme con vida que le desgarraba el corazón imaginar que yo habría preferido que no lo hiciera. Sufría pensando que yo sufría. Y se lo tomó como algo personal.

      Su segundo instinto fue hablarme de una época en su vida en la que estaba triste y no era capaz de dormir. Como yo. Me explicó que cada día, cuando se levantaba, pensaba en que Dios la ayudaría a superarlo, y que lo hizo. Le agradecí que se sincerara conmigo, pero lo que describió no tenía nada que ver con lo que yo estaba viviendo. No conseguí hacerle entender que, para mí, Dios no era suficiente. No conseguí hacerle entender que yo ya no era capaz de levantarme de la cama sola.

      Así que empecé la DBT: cinco días a la semana, tres sesiones al día, cada una de ellas dirigida por un terapeuta distinto. Dos de esos días iba a terapia de grupo y los jueves iba a terapia individual. Yo era la más joven del grupo; los demás me sacaban unos diez años. Muchos de los asistentes habían probado varios cócteles de medicamentos y terapia antes de la DBT. Algunos habían sobrevivido a intentos de suicidio y hospitalizaciones en la planta de psiquiatría. También los había que se habían pasado años en una lista de espera y habían invertido todos sus ahorros en poder asistir a las sesiones de DBT. Yo, por mi parte, me las había apañado para llegar allí en volandas un día después de mencionarle mis sentimientos a la doctora. Era la que tomaba la dosis más baja de uno de los antidepresivos más suaves, y la verdad es que estaba funcionando. Y solo tenía veinte años, así que aún tenía que echar a perder mi vida.

      Para mí, aquellas sesiones eran divertidas. Gran parte del programa consistía en llevar un diario y anotar mis pensamientos y sentimientos y luego leerlos en voz alta delante de los demás. Se me daba bien escribir mis pensamientos y sentimientos y leerlos en voz alta. De fábula, vamos. (¿Has visto mi perfil en Twitter?). Me adapté enseguida al programa y, básicamente, empecé a patear mi depresión. Me estaba convirtiendo rápidamente en la persona más feliz del campamento de los tristes (así era como me llamaban).

      Había una mujer que me odiaba. Decía que era demasiado perfecta, que era la favorita de todo el mundo y que estaba harta. Era una capulla integral, pero, si somos justos, ella sí que tenía un trastorno límite de la personalidad. Lo estaba pasando peor que yo y debía resultarle duro verme sonriendo y riendo. Salvo a ella, a la mayoría de las personas de mi grupo les caía bien. Yo hacía bromas sobre mi dolor y me pasé el primer mes del programa sintiéndome mentalmente más sana que el resto de los presentes. Creía que no necesitaba tanta ayuda como ellos. (Ahora entiendo por qué aquella zorra me odiaba). Pero, tanto si estaba más sana como si no, lo cierto es que estaba en aquella DBT con mis compañeros porque necesitaba ayuda. En gran parte, mi «felicidad» era fingida y los chistes no eran más que una coraza. Uno de los terapeutas lo llamaba «la cebolla». Se reía de mis chistes impertinentes y luego decía: «Vale, Gabby, pero ahora pela la cebolla. ¿Qué hay debajo de ese chiste? Veamos… ¿Es miedo? Pela la cebolla». ¡Puñetero hippy!

      Al principio pensaba: «¡Cierra el pico, Jacob! Te he visto fumándote un cigarrillo ahí fuera. No eres quién para decirme nada». Pero, al cabo de tres meses, ya tenía menos prejuicios. Me esforzaba por ser sincera acerca de mis sentimientos con todo el mundo, inclusive conmigo misma. Estaba pelando la cebolla. También estaba emocionalmente más estable. Seguía bregando con el trastorno de alimentación, pero ya no quería morirme. Le estaba agradecida al programa y a la doctora que me había sugerido apuntarme. Los pensamientos que había tenido, la ausencia de temor a la muerte, la tristeza emocional incontrolable… No tenía ni idea de quién era la chica que los había experimentado, pero ya no era yo. Y, definitivamente, no es la persona que escribe estas líneas hoy.

      Hubo algo, no obstante, que no cambió: seguía enrollándome con tíos al azar. Tardé un poco más en aprender que me merecía, al menos, que alguien me gustara para dejar que se restregara contra mí. Con el tiempo empecé a creer que me merecía algo más que que alguien me follara y se olvidara de mí. Decidí probar el celibato por un tiempo, aunque preferí no contarlo por ahí para no parecer un bicho raro.

      —Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad —me repitió mi madre.

      Estaba