Gabourey Sidibe

¿Y tú qué miras?


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para tenerte viviendo con nosotros. ¡No puedo permitírmelo!

      Al final, mi padre decidió tener más hijos que lo quisieran más que yo y se sintieran agradecidos de que conviviera con ellos. Le deseé buena suerte entonces y sigo deseándosela ahora. Han transcurrido más de veinticinco años y sigo sin querer vivir con él.

      Lo que vengo a decir es que mi madre y mi padre eran como la noche y el día. Mientras mi padre estaba en el trabajo, en nuestra casa resonaban risas, y, cuando mi madre se iba, la casa se sumía en la oscuridad y o bien hacía demasiado frío o demasiado calor. En cualquier caso, era incómoda. Siempre me venía a la mente aquella canción de Bill Withers, «Ain’t No Sunshine When She’s Gone», porque era justo lo que me parecía, que cuando mi madre se iba no lucía el sol. ¿Cómo podían dos personas tan diferentes haberse amado lo suficiente para casarse y tener hijos?

      ¡El sueño americano!

      Mi padre, Ibnou Sidibe, es senegalés. Su padre era un político que ejerció de alcalde de la tercera ciudad más importante de Senegal, Thiès (pronunciado chess). Mi padre era su segundo hijo de su segundo matrimonio. Su primogénito había fallecido a los dos años, lo cual había convertido a mi padre en su hijo mayor, una posición muy destacada en una familia senegalesa. A mi padre lo enviaron a estudiar arquitectura a Francia. En algún momento después de licenciarse, pensó en trasladarse a Estados Unidos. Nunca le he preguntado por qué; siempre he dado por supuesto que era para hacer fortuna, como en un cuento de hadas en el que vendía su preciada vaca a cambio de habichuelas mágicas para sembrar una planta con la que poder hacer un barco para navegar hasta América. No hay pruebas de que mi padre llegara aquí en un barco hecho de un tallo de habichuelas mágicas que consiguió a cambio de vender su excepcional vaca, pero siempre me ha gustado más esa idea. Mi padre siempre ha sido tan aburrido que he rellenado los huecos de su historia vital con extravagancias para que me caiga un poco mejor.

      Lo más probable es que llegara en avión. Se alojó con familiares, amigos y donde buenamente pudo, e incluso durmió en vestíbulos de hoteles y edificios de apartamentos, pero no creo que lo hiciera durante mucho tiempo. Aprendió inglés bastante rápido, hizo amigos, encontró una habitación y consiguió algunos empleos. Pero para poder quedarse en este país necesitaba encontrar una esposa. Les comunicó su plan a sus amigos y, a través de ellos, Ibnou conoció a Alice. Le ofreció unos 4.000 dólares por casarse con él para poder conseguir el permiso de residencia permanente.

      Y ella aceptó. Mi madre dice que le caía bien y que por eso se casó con él. Dice que el dinero no importaba.

      Mi padre la cortejó durante todo un año después de casarse antes de que al final ella se enamorara lo suficiente como para acostarse con él. ¡Sí, has leído bien! Mi madre es tan sofisticada que tienes que casarte con ella y esperar un año antes de que te dé juego. Él se la llevó a África, a visitar su ciudad natal, y ella cuenta que fue allí donde se enamoró de él y decidió que era su marido de verdad y que construirían una vida juntos.

      Antes de aquel viaje, mi madre creía que África estaba poblada por salvajes con lanzas que perseguían leones. Mi madre, una niña de piel oscura, creció en la zona más racista de Estados Unidos: el Sur profundo. Sobrevivió a las fuentes de agua potable «Solo para blancos» y a que el KKK llamara a su puerta buscando a un tío suyo. Hollywood, el mismo Hollywood en el que gente blanca con un bronceado luminoso interpretaba a reinas y faraones egipcios, nunca le explicó a mi madre que Cleopatra se parecía a ella, que Cleopatra tenía la piel oscura y un cuerpo redondeado. Pero cuando mi madre aterrizó en Senegal, vio un mar de gente negra parecida a ella. Un mar de personas que se parecían a su madre y a su padre, y a toda su familia. Y eran hermosos. Eran médicos y abogados y artistas, madres, hermanas, hermanos y padres. Y no eran salvajes. Ninguno de ellos eran gente indefensa robada y esclavizada para construir una nación que los mataría y los condenaría. África fue un espejo para mi madre. Era su hogar. Es fácil enamorarse de África. Es fácil enamorarse en África. Creo que mi madre se enamoró de África, no de Ibnou (o, al menos, esa es mi teoría). ¿Por qué, si no, iba a pasar por alto mi madre las dos señales luminosas de la maldición inminente que acompañaba su «matrimonio por el permiso de residencia permanente, pero también porque me importas como persona»?

      Primera señal: mi madre y la madre de mi padre parecían gemelas. Lo digo de verdad. Todo el mundo en la familia de mi padre se parece a todo el mundo en la familia de mi madre. Incluso mi padre es idéntico al hermano de mi madre, y no por esa vaguedad del «todos se parecen». Y es que resulta que los ancestros de mi madre, que fueron robados de África y vendidos en el mercado negrero, procedían de Senegal. Un análisis sanguíneo confirmó que los antepasados de Alice son los antepasados de Ibnou. ¡Mi madre y mi padre descienden del mismo linaje! ¿No es muy fuerte? Además, los dos eran portadores del mismo trastorno genético de la sangre, la enfermedad de la hemoglobina C, que provoca una ruptura anormal de los glóbulos rojos. Les aconsejaron que no tuvieran hijos. Y eso fue antes de que se enamoraran. ¡Antes de África! Después de África, al parecer a mi madre se le olvidaron los inconvenientes de casarse con alguien cuya madre era clavada a ella.

      Segunda señal: la exnovia de mi padre. ¡Has leído bien! Mientras estaban en su ciudad natal, mi padre le presentó a mi madre a su prima hermana, Tola. Mi padre había salido con Tola antes de partir de Senegal para ir a estudiar a Francia. Al conocer a Alice, Tola preguntó si podía ser la otra esposa de mi padre. Ocurre que, en Senegal, a los hombres se les permite casarse simultáneamente con varias mujeres. Poligamia, se llama. Mi abuelo tenía más de una esposa y numerosos hijos. Cada esposa vivía en su propia casa con su descendencia, y mi abuelo iba de casa en casa, de familia en familia. Es su cultura. A mi padre lo criaron para llevar esa vida, y también es la vida para la cual criaron a mi abuela y a las mujeres senegalesas, y la aceptan.

      Pero Alice no. Alice le dejó claro a Ibnou que, si quería casarse con Tola, primero tendría que divorciarse de ella. Ibnou le aseguró a Alice que Tola y él habían acabado y que estaba consagrado a ella y a su nuevo matrimonio. Y ella le creyó. Al regresar de África, Alice llevó a Ibnou a Georgia a conocer a su familia antes de volver a Nueva York. Un año más tarde tuvieron a Ahmed, que nació con la enfermedad de la hemoglobina C. Apenas tres meses después de dar a luz a mi hermano, mi madre se quedó embarazada de mí. Había tres de cuatro posibilidades de que yo también naciera con ese trastorno sanguíneo, pero, como ya es habitual en mi vida, rompí la estadística. Menos de tres años después de casarse por el permiso de residencia permanente, pero porque me importas como persona, Alice e Ibnou tenían la familia nuclear perfecta y vivían en un pisito de tres dormitorios con terraza en uno de los barrios más duros de Brooklyn: Bed-Stuy (donde hemos nacido Notorious B.I.G., Jay Z ¡y yo!). Y vivieron felices y comieron perdices.

      Bueno, no… En realidad no.

      No recuerdo ninguna época en la que no supiera que el de mis padres era un matrimonio infeliz. No es que anduvieran siempre discutiendo, que lo hacían… Era algo más que eso. Nosotros tres —mi madre, Ahmed y yo— parecíamos vivir una vida completamente distinta a la de mi padre. Mi padre o bien estaba en el trabajo o bien leyendo el periódico en silencio. Era impenetrable. Recuerdo llamarlo por su nombre durante minutos, a un paso de distancia de él, y que me ignorara sin más. No quedábamos al alcance de su radar, a menos que fuera para gritarnos o reírse de nosotros. A mí me llamaba «Gordinflona» y a Ahmed «Frida», un nombre de niña con el que Ibnou se refería a él cuando consideraba que se estaba comportando como un mariquita. Si discutía con Ibnou, me pegaba y yo lloraba y entonces se sentía culpable y me llamaba «su princesa». A veces me daba dinero. Desde muy niña me di cuenta de que era amable conmigo cuando lo hacía sentir mal, así que aprendí a echarme a llorar en el momento justo (una habilidad que me vino muy bien cuando me hice actriz). A menudo, mi padre nos pegaba para dejar claro que le pertenecíamos, que éramos de su propiedad y que podía hacer con nosotros lo que quisiera. A Alice no le parecía bien y le reprendía y discutía con él para protegernos. Así que mi padre empezó a pegarnos solo cuando mi madre no estaba en casa.

      Yo decidí hablar con voz de bebé en un intento fallido por parecer más mona y ahorrarme problemas. (Era una arrastrada entonces y sigo siéndolo ahora). Mi padre le decía cosas a mi madre como: «Tenemos