generosas, creativas, nuevas ideas. Por ejemplo: las Siervas de san José han abierto en una barriada de Madrid una lavandería-tintorería en la que se procura la inserción en el mundo laboral de mujeres en riesgo de exclusión social. La misma comunidad acoge a las personas necesitadas de Cáritas parroquial y del aula de la mujer. Podría haber añadido innumerables nombres más, pero los doy como citados al hablar, en general, de los motivos y de las acciones por los que estos cristianos son queridos, admirados y respetados.
El libro mantiene, en cierto sentido, el orden cronológico, pero de manera amplia y poco convencional; leyendo el conjunto, sin embargo, creo que aparece una continuidad de fidelidad y generosidad. De los títulos de libros que se ofrecen, a menudo no se dan páginas concretas porque he considerado que lo importante es el sentido total de la obra.
Seguimos pensando con el profeta que, para quien ama, el tiempo gozoso y lleno de vida y plenitud es la eternidad, pero esa eternidad que acompaña al Reino de los cielos está ya con nosotros[2].
1. La ternura de la paternidad
El amor constituye el corazón del misterio trinitario y la Trinidad se encuentra en el origen de la encarnación de Cristo, de la creación de la materia, del hombre, de toda vida, de todo cuanto existe y es. El nuevo mandamiento de Jesús no constituye una añadidura a la sabiduría, ni a la doctrina revelada, sino que todo lo comprende y explica.
Podemos iniciar estas páginas afirmando con convicción que tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento son los custodios de la manifestación del amor de Dios por los seres humanos. Para los creyentes, Dios es el autor de la Biblia y su auténtico protagonista. Este género literario recibe el nombre de autobiografía. Es decir, en la Biblia, Dios nos cuenta de muchas maneras sus siempre sorprendentes relaciones con los hombres. Por amor los creó a su imagen y semejanza; por amor los llamó a mantener una inefable relación personal con Él, y por amor se comprometió en nuestra historia, la historia humana, que, en realidad, describe con meticulosidad, de mil maneras, este encuentro permanente. Dios ha mantenido siempre la iniciativa y nosotros nos hemos encontrado inefablemente envueltos por su ternura. El Deuteronomio lo dice con rotundidad: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos… sino… por puro amor a vosotros» (Dt 7,7s).
Este amor es gratuito, no depende de nuestros méritos ni de nuestra insistencia ni de nuestras peticiones. La iniciativa ha sido siempre completamente suya. Él nos amó primero, tanto que nos hizo a su imagen y semejanza. Jesús nos recordó que Dios hace llover sobre buenos y malos, comprende nuestras debilidades y nos ayuda en nuestras necesidades, y el profeta Isaías nos indica cómo el Señor está siempre pendiente de nuestras limitaciones: «Voy a derramar agua sobre el sequedal y torrentes en el páramo; voy a derramar mi aliento sobre tu estirpe y mi bendición sobre tus vástagos» (Is 44,3). Este amor divino se derrama sobre las criaturas como espíritu que hace revivir y renacer, reconstruir, plantar y purificar (cf Ez 35; 36).
Sabemos bien cómo el pueblo de Israel se sintió amado, protegido y defendido por su Dios en todo momento. En la Escritura, al describir qué y quién es el hombre, leemos que es alguien «de quien Dios se acuerda», «a quien Dios ama», es el «hombre de Dios». El mismo Dios lo dice: «Yo seré vuestro Dios». A ese Dios capaz de amar y darse, la criatura debe corresponderle porque solo en esa correspondencia encontrará su plenitud, su sentido y su felicidad.
Por parte de las criaturas, la comprensión del amor de Dios les viene de amarle y de donarse al amado. «El mismo amor es conocimiento», dice san Gregorio, y san Juan de la Cruz escribe que «solo el amor es el que une y junta al alma con Dios». Los puros, los generosos, los que han sabido nacer de nuevo, le han amado y han conocido y experimentado su amor, de forma que pueden repetir con el Cantar de los Cantares: «Encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré» (Cant 3,4). «El que no ama», resume el evangelista, «no conoce a Dios, porque Dios es amor» (Jn 4,8). Y la Carta a los efesios pide para los fieles: «Que viváis arraigados y fundamentados en el amor. Así podréis comprender… cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo: un amor que supera todo conocimiento» (3,18). Por esta razón el primer mandamiento, como respuesta nuestra agradecida, consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, «con todo nuestro corazón, con toda el alma y con toda nuestra mente» (Mt 22,37).
A lo largo de estos dos mil años, los cristianos se han sentido amados por Dios en la sencillez de sus vidas, en la alegría familiar, en las aldeas perdidas, en la soledad de los conventos, en la enfermedad, en la persecución, en la alegría y en la serenidad. «Él es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,9).
No existe iglesia sin cruz ni sin conmemoración diaria del sacramento de Cristo. «Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su hijo» (Jn 3,16). Esta entrega constituye el meollo del cristianismo, su doctrina más importante, la prenda del interés y del amor de Dios por sus hijos. Curiosa doctrina la del cristianismo que centra su mensaje en la debilidad de Dios a causa de su amor, en el sacrificio del Hijo en la cruz a causa de este amor inefable y misterioso. Quienes vivimos en la debilidad, en la incertidumbre, en la inseguridad, somos capaces de comprender el poder purificador y reconfortante del amor divino. Para el que ama, el tiempo es la eternidad; para el niño, el amor por sus padres es su orientación y su fortaleza, y para el adulto es su sostén y equilibrio. Para el ser humano, el amor de Dios es su auténtico punto de referencia, el sentido profundo de su vida, el horizonte vital de su existencia.
La imagen que nos hacemos de Dios marca y determina el estilo, la doctrina y los ritos de las religiones. El cristianismo, al identificar a Dios con el amor, se presenta como la religión de la fraternidad, de la entrega generosa, de la esperanza y la alegría compartida. «Dios de mi alegría» (Sal 41,3), «Dios de mi vida» (Sal 41,9), «Dios de mi alabanza» (Sal 108,1), «Dios de mi esperanza» (Sal 39,8), «la roca de mi corazón» (Sal 72,26) son algunas de las definiciones presentes en el Antiguo Testamento, y, en el Nuevo, Cristo aparece como el amigo, el compasivo, el cercano, el misericordioso, el benigno. Jesús llama amigos a sus discípulos, con un sentido de implicación personal, de predilección y de afecto. Estas relaciones entre Dios y sus criaturas encuentran su explicación definitiva en el anuncio de Jesús de que Dios es nuestro Padre y nos ama y trata como tal, con la consecuencia de que todos nosotros somos hermanos. La creación tiene su origen y su causa en el amor de su creador y este hecho tiene un sentido tan definitorio y constitutivo que nuestra existencia y nuestras relaciones quedan intrínsecamente marcadas por ello. Nada puede ser explicado sin tener en cuenta este amor creador y expansivo.
El pecado es no conocer el amor y no ser capaz de amar. El amor es la ley y la justicia es la expresión del amor. Si amamos somos justos como Cristo ha sido justo. La mujer adúltera, condenada por la ley, fue salvada por el amor. Los fariseos quisieron aplicar la ley sin que ellos la vivieran, es decir, sin amar. Cristo resuelve el caso perdonando, reconciliando. En realidad, la solidaridad, como la caridad, antes de ser un deber es una constatación. Significa sentirse ligados a alguien, compartir su suerte, ponerse en su lugar.
En su bellísima carta sobre el amor, el apóstol Juan escribe que quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor. Toda la historia humana se reduce al amor y al desamor, al pecado y la gracia, a la capacidad de sentirse hijos del Padre y a quien ha sido incapaz de encontrar compañía y anda errante y vagando por el mundo cual nuevo Caín. «Todas las posibilidades del error», escribió el poeta Valéry, «están con el que odia». Si en la Iglesia nos hubiéramos tomado con seriedad la consideración del apóstol, nuestra historia sería distinta, nuestras comunidades serían distintas, nuestras relaciones tendrían otras características, aunque, al mismo tiempo, resulta grato y justo considerar que la historia de la caridad ocupa un capítulo importante de nuestra vida creyente y fraterna. En efecto, resulta gozosamente revelador considerar cuántos cristianos han considerado que no había mejor medio de transmitir el amor de Cristo que con cataplasmas y emplastos, linimentos y apósitos, limpieza y bienestar. ¿Qué ministerio ha sido preferible al de la curación a lo largo de la historia? Misericordia y protección, pedimos a Dios. Misericordia, amor y cercanía, pedimos a nuestros hermanos.
«Bendito seas, Padre, porque has descubierto estas cosas a la gente sencilla» (Mt 11,25), reconoció Jesús, porque todos podemos