Juan María Laboa

Por sus frutos los conoceréis


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en nuestra experiencia humana y familiar. La historia de los hombres no siempre transcurre según el proyecto del Dios de la vida, pero Él es el Señor de la historia y al final de los tiempos todo se consumará en su amor. Mientras tanto, nosotros somos los protagonistas y de nosotros depende el desarrollo de la creación y de las formas de vida del género humano, de nosotros depende el que seamos capaces de transmitir a los demás el misterio de la presencia de Dios en nuestras vidas. Esta ha sido la historia de la gracia a lo largo de los siglos, presente en el corazón de tantos cristianos que con su vida han iluminado la existencia de tantos otros seres humanos[3].

      Enorme y gozosa responsabilidad la de los cristianos, la de ser cauces y testigos de este amor creador y salvador; enorme fracaso cuando, por el contrario, se convierten en obstáculo y causa de alejamiento. «Aquel día, muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Yo entonces les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados”» (Mt 7,23-24).

      2. Las parábolas de Jesús

      En su charla con Nicodemo, ese judío inquieto capaz de descubrir en Cristo al maestro que da respuesta a tantas preguntas que le desasosiegan, Jesús le reclama, ante su estupor, un corazón nuevo, nacer de nuevo por el espíritu (Jn 3,3). En realidad, le está exigiendo permanecer abierto al Señor y no mantenerse en la actitud cerrada y obstinada de sus antepasados: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de la prueba del desierto» (Sal 94,8). Con esta misma seguridad, el profeta Samuel dijo al joven Saúl: «Te invadirá el espíritu del Señor, te convertirás en otro hombre» (1Sam 10,6) y el salmista había suplicado a Dios: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50,12). Todos los discípulos eran conscientes de que, gracias al Espíritu, el amor salvador y regenerador de Cristo transforma nuestras existencias, dominadas por el egoísmo y el pecado.

      Las parábolas de Jesús, esas narraciones ágiles e impactantes, dirigidas al corazón de quienes le escuchaban, nos presentan personajes impulsados por esa generosidad, amor y misericordia tan propios de un corazón purificado y desprendido. Es así como debemos comprender la conversación de Jesús con Nicodemo, conversación que constituye una auténtica parábola: no se pueden comprender las palabras de Jesús ni poner en práctica sus enseñanzas, no se puede acoger a Cristo ni creer en el Padre, si no se transforman nuestros corazones de piedra en corazones de carne, si no se transforman nuestras intenciones, si no se purifican nuestros deseos. En una palabra, si no nos esforzamos por cambiar y convertirnos, por renacer de nuevo con un espíritu generoso, acogedor y limpio, resultará imposible captar el verdadero sentido del mensaje y de las exigencias de Cristo.

      Tal vez, la parábola que nos ilumina mejor lo que Jesús nos propone, la que nos acerca más a su intención, es la que nos habla de un samaritano, pueblo considerado por los judíos como impuro y de raza inferior, quien, mientras iba de camino, se encontró con un desconocido a quien habían asaltado unos bandidos, abandonándole herido y maltrecho en la cuneta, tras robarle. En ese encuentro con el sufrimiento y el abandono, el samaritano se mostró como una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro, «le echó aceite y vino en las heridas y se las vendó. Después, montándole en su cabalgadura, lo condujo a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al posadero y le encargó: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta» (Lc 10,33-35). En esta preciosa parábola, Jesús nos señala que todo prójimo nos ofrece a cada uno de nosotros la posibilidad de actuar como debemos, encaminándonos en la dirección de Dios.

      El «buen samaritano» ha quedado en la historia del cristianismo como ejemplo a seguir, como expresión del amor cristiano por el prójimo, un prójimo desconocido y, sin embargo, hermano. En realidad, el primer buen samaritano fue Cristo, quien «pasó haciendo el bien» (He 10,38), enseñando la buena nueva al tiempo que curaba los corazones y los cuerpos de cuantos encontraba. Sus discípulos, siguiendo su ejemplo y sus recomendaciones, ya desde la primera ocasión en la que fueron enviados a proclamar el reino de Dios, «anunciaron el Evangelio y curaron en todas partes» (Lc 9,6). La parábola enseñó a los cristianos que para el Maestro todos los hombres eran hermanos y a todos les debían su ayuda, su afecto y su protección.

      La historia posterior ha sido siempre una historia de generosidad y egoísmo, de pecado y gracia, pero creo no exagerar si afirmo que buena parte de los cristianos se han convertido a lo largo de los siglos en samaritanos preocupados por sus hermanos sufrientes y dolientes. Son creyentes que, siguiendo la recomendación divina, han puesto la plenitud de la ley en el amor a Dios y al prójimo. ¡Cuántos nombres sonoros han marcado los tiempos por sus actos de amor y de entrega en favor de sus hermanos desvalidos! Cuánta pobreza e injusticia presente en la tierra ha sido enjugada y humanizada por la creatividad, la bondad y el sacrificio de tantas personas sin nombre conocido, cuya memoria perdura solo en la bondad de Dios. La historia que leemos y conocemos corresponde, generalmente, a la de los personajes famosos, políticos, intelectuales, papas y santos. Pero el mundo se ha movido, sobre todo, gracias a los innumerables desconocidos, a los ciudadanos sin nombre, que con su trabajo modesto y silencioso han logrado que la, a menudo, laboriosa e ingrata vida de los pueblos haya progresado. Es entre ellos donde podríamos descubrir a tantos samaritanos que han hecho más llevadera la existencia difícil y miserable de la inmensa humanidad sin voz que ha habitado en las aldeas, pueblos y caseríos de la tierra. Esa ilimitada bondad oculta que no puede ser historiada, pero que puebla el cielo de los santos, es la fuerza regeneradora y renovadora del género humano.

      Jesús anunció el reino de Dios y las parábolas que contó servían para que el pueblo comprendiese y gustase con sencillez el sentido y la alegría de este Reino. La gente las escuchaba como una buena noticia, como algo que iluminaba sus vidas y las llenaba de esperanza: «Mirad los cuervos; no siembran ni cosechan, no tienen despensa ni granero, ¡y Dios los alimenta! ¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! Mirad los lirios, cómo crecen: no trabajan ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana es arrojada al fuego, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?» (Lc 12,24-28). «¿No se venden dos gorriones por pocas monedas? Sin embargo ni uno de ellos cae a tierra sin permiso de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo, que vosotros valéis más que muchos gorriones» (Mt 10,29-31). Estas imágenes tan expresivas, sugestivas y concretas expresaban de modo sencillo y directo la ternura y el cuidado de Dios por los seres humanos, una ternura del amor y de la vida frente a una altura de la violencia, del egoísmo y de la muerte.

      El pueblo cristiano ha confiado con alegría y sentido filial en el Dios bueno y cercano. A través de la liturgia diaria ha comprendido la paternidad divina, su presencia en las variaciones climáticas de las estaciones, su ayuda en las calamidades, su preocupación en las enfermedades. Le ha pedido lluvias en tiempo de sequía, protección en las epidemias, cercanía en las calamidades. Por encima de las experiencias cotidianas, los creyentes han confiado que un día Dios les otorgaría la desaparición del mal, de la injusticia y de la muerte. Mientras tanto, los fieles cristianos han sido conscientes de que vivían del perdón y de la misericordia de Dios y, mientras recitaban diariamente el Padrenuestro, se comprometían, a su vez, a perdonar y a ser misericordiosos con sus prójimos, y a mantener su voluntad de ayudar a todos a construir su propia dignidad.

      Las parábolas de Jesús ayudaban a sus oyentes a confiar y familiarizarse con el sentido del reino de Dios ya próximo. El Dios de Jesús es cercano, amable, auxiliador, compasivo, olvida nuestras pequeñeces e inconsecuencias y nos ama sin límites: «¿Hay acaso alguno entre vosotros que, cuando su hijo le pide pan, le dé una piedra, o si le pide un pez le dé una culebra? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan?» (Lc 11,11-13).

      Este proceso de acercamiento de Dios a sus hijos y de los hijos entre sí consigue su clímax en la parábola que conforma, más que ninguna otra, las señas de identidad del cristianismo: la parábola del hijo pródigo o, más bien, del padre misericordioso. Está claro que Jesús se