Juan María Laboa

Por sus frutos los conoceréis


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de actuar de Jesús se desvincula de todos los estereotipos y modelos mundanos de autoridad y prepotencia, y descalifica cualquier manifestación de dominio de unos hermanos por otros: se inaugura un estilo nuevo en el que el fuerte no se impone sobre el débil, el rico sobre el pobre, el que posee información sobre el ignorante. Para Jesús, en el nuevo Reino la vinculación fundamental es la fraternidad en el servicio mutuo, compartiendo mesa con los que aparentemente eran «menos» y estaban «por debajo», invalidando cualquier pretensión de creerse «más» o de situarse «por encima» de otros. Jesús presenta otras prioridades, nos señala en qué consiste la sustancia de su propuesta, cómo podremos llegar a ser verdaderamente discípulos suyos. Él nos insistió en que para conseguir el necesario cambio de mentalidad, de apegos, de forma de actuar y de reaccionar, resulta imprescindible nacer de nuevo, tal como enseñó a Nicodemo.

      En nuestros días, tendríamos que ser capaces de encontrar otras maneras de encarnar a Cristo, ya que somos conscientes de la insuficiencia de muchas de nuestras estructuras, signos y presencias. Con demasiada frecuencia la Iglesia se ha mirado en los espejos mundanos y no tanto en el espejo del Evangelio. Tantos modos y fórmulas, tantos mantos y joyas, tantas estatuas y oropeles señalan una querencia ausente en los evangelios. Muchas de las dificultades presentes en la historia del cristianismo, tanto en la vida espiritual como en el modo de relacionarnos con los demás, provienen de la resistencia de los creyentes a ponerse en la postura básica de un servicio que no pide recompensas, ni reclama agradecimientos, ni títulos o tratamientos esperpénticos. Al que ha intentado vivir así le ha bastado el gozo de poder estar, como Jesús, con la toalla ceñida para lavar los pies de los hermanos.

      Fue con su vida antes que con su doctrina como Cristo nos enseñó cómo es Dios y cómo desea que seamos nosotros y así es como lo comprendieron sus discípulos desde el primer momento[7]. Teresa de Ávila inició su autobiografía con el deseo de «cantar las misericordias del Señor» y Teresa de Lisieux se decidió a escribir con la persuasión de «tener que hacer una sola cosa: comenzar a cantar lo que más tarde repetiré por toda la eternidad: “las misericordias del Señor”». La historia del cristianismo es en cierto sentido la historia de esta misericordia y el agradecimiento que sentimos por ser sus destinatarios.

      Agradecer es lo mismo que enamorarse, ser consciente de las gracias recibidas nos lleva a admirar y amar a Cristo, y el cristianismo consiste fundamentalmente en el encuentro con Cristo, camino, verdad y vida del ser humano y de toda la creación. Dice san Ireneo que si al hombre le faltara completamente Dios, el hombre dejaría de existir. De hecho, la historia humana y el mundo que la rodea hablan permanentemente de su acción y de su bondad. Recordemos las alabanzas al Dios altísimo escritas por san Francisco de Asís: «Tú eres el amor, la caridad; tú eres la sabiduría, tú eres la humildad, tú eres la paciencia, tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre; tú eres la seguridad, tú eres la quietud, tú eres el gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres la justicia, tú eres la templanza, tú eres toda nuestra riqueza a saciedad».

      5. El diaconado

      En el griego clásico diakonos significa «el que está al servicio de» o «el servidor». Cuando Jesús afirma que no ha venido a ser servido sino a servir, da una nueva dimensión a los rasgos definitorios de su persona y de su enseñanza. Esta idea de servicio ha impregnado en sus momentos mejores el ejercicio de los ministerios eclesiásticos, la vocación cristiana y las relaciones entre los creyentes. Por el contrario, cuando quienes dirigen la organización y la administración de la comunidad actúan con sentido de poder o dominación, acaban prostituyendo una de las enseñanzas más importantes de Cristo.

      Con frecuencia, los creyentes nos vemos envueltos en una esquizofrenia activa entre los conceptos que utilizamos y los métodos de gobierno con los que actuamos. San Gregorio Magno, para afear la conducta del patriarca de Constantinopla, que asumió el título de «ecuménico», adoptó el lema de «Siervo de los Siervos del Señor», pero la historia nos enseña que, a veces, a la sombra de esa definición se ha oprimido, maltratado y escandalizado a los siervos e hijos del Señor, convirtiéndose así en lobos prevaricadores de las ovejas de Cristo. El Señor fue muy claro al instruir a sus discípulos, cuando les dijo que no debían actuar al modo de quienes en el mundo detentan el poder: «Los últimos serán los primeros» constituyó su advertencia. Hay que estar dispuestos a compartir, a participar, a perdonar, a ayudar en todo momento, en la construcción activa de ese reino de los cielos que ya está, de alguna manera, en nuestros corazones: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro» (cf Mt 20,20-28). Durante un tiempo, cuando los cónsules eran enviados a su destino, se les aconsejaba: «Compórtate no como un juez sino como un obispo». A lo largo de los siglos, por el contrario, hemos pasado, a menudo, del servicio a la dominación y a la tiranía.

      Pero la experiencia nos indica que la diaconía ha permanecido siempre vigente en la memoria eclesial. No cabe duda de que una de las actividades más importantes desarrolladas por la Iglesia de Jerusalén en sus primeros años de vida fue, en el plano social, la diakonía kathemeriné, es decir, la ayuda a las viudas, los huérfanos y los pobres, a los enfermos y prisioneros, a los que tenían hambre o sed, o a quienes se hallaban desnudos o abandonados. La nueva doctrina se centraba en la persona de Jesús, la auténtica buena nueva proclamada, pero Jesús se mostraba ante sus discípulos como verdad y vida, de forma que resultaba imposible separar su doctrina de su cercanía y amor por los ciegos, los cojos, los pobres, y de su continua preocupación por quienes sufrían y eran mansos de espíritu a pesar de las calamidades sufridas.

      Al hablarnos de la vida de los primeros cristianos, los Hechos de los Apóstoles nos refieren que «los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y los repartían según la necesidad de cada uno» (He 2,44-45). Esta división y distribución de bienes provocó, a menudo, conflictos y, tal vez, desigualdades entre ellos, de modo que los discípulos de lengua griega comenzaron a murmurar contra los de lengua hebrea porque pensaban que sus viudas quedaban desatendidas en el servicio cotidiano. Los apóstoles, muy conscientes de que su tarea más propia era de la de predicar y enseñar, decidieron elegir a siete hombres para que dedicaran su tiempo a servir las mesas y administrar la caridad. De entre ellos el más conocido fue san Lorenzo (He 6,1-6).

      La evolución de los primeros grupos de seguidores de Jesús hasta convertirse en comunidades estables bajo la autoridad de un obispo fue acompañada por la determinación de los lugares de culto y de los ritmos cultuales, de los ritos de iniciación y de la liturgia eucarística, por la aceptación del canon de las escrituras y por la organización eclesiástica en sus diversos rangos. En este proceso de clarificación de la identidad cristiana tuvo un papel destacado la caridad fraterna, la ayuda mutua, el sentimiento de filiación de un Padre común, que era el Creador del universo. A lo largo de su enseñanza, Jesús nos descubrió que Dios es el Padre de todos los hombres, que se reveló en el Verbo encarnado, su Hijo Jesucristo, y que ambos enviaron al Espíritu Santo a la Iglesia para la santificación de los creyentes. La configuración religiosa y existencial de los cristianos no es la de los siervos o esclavos sino la de quienes gozan de la filiación adoptiva de Dios. El hombre se convierte en hijo adoptivo y esta realidad influye de forma determinante en las relaciones mutuas de los creyentes.

      Aunque en el Nuevo Testamento no se les llama en ningún momento diáconos, san Ireneo de Lyon (135-200) escribió en su conocido libro Contra las Herejías que «Esteban fue elegido por los apóstoles como primer diácono», articulando así una tradición que llega hasta nosotros, la de relacionar la diaconía con la exigencia y práctica cristiana de amar y ayudar a los hermanos más desfavorecidos. Es decir, hacia el año 57, tanto en Roma como en Éfeso y en Filipos, las funciones eclesiales en la comunidad se repartían entre los obispos, que presidían y enseñaban, y los diáconos, que servían y distribuían los bienes a los demás cristianos, todos igualmente miembros de un pueblo sacerdotal y real.

      De todas maneras, el contexto sacramental de la elección de estos siete hombres (la imposición de las manos) les concede, al mismo tiempo, tanto una proyección litúrgica como una dedicación específica al servicio de los hermanos (He 6,3), que será la propia de los diáconos