Juan María Laboa

Por sus frutos los conoceréis


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organización caritativa, especialmente de los enfermos. A mediados del siglo III, el papa Fabián, en una importante reorganización administrativa de la diócesis de Roma, dividió la ciudad entre sus siete diáconos, quienes presidían en su respectiva circunscripción los servicios de caridad, y, unos decenios más tarde, el concilio de Cesarea promulgó una ley que limitaba a este número la cantidad de diáconos existentes en cada ciudad, independientemente de su extensión.

      En los banquetes (agapés), organizados con una cierta frecuencia por las primeras comunidades, con el fin de conseguir fondos, los diáconos eran los encargados de articular su organización litúrgica con su sentido social y de distribuir el dinero y los dones recogidos entre los necesitados.

      En los documentos primitivos encontramos numerosos ejemplos de mujeres que ejercieron tareas propias de los diáconos. En la Carta a los romanos (16,1-2) Pablo habla de Febe, «diaconisa de la Iglesia», y parece que también se refiere a ella en 1Tim 3,11. El Pastor de Hermas se refiere a Grapte, una mujer que desempeñaba un cargo oficial en el campo educativo y caritativo. Actuaban en el bautismo de las mujeres y en su catequesis, visitaban a las enfermas y a aquellas mujeres que vivían entre paganos[8]. En realidad, estas alusiones desaparecieron pronto, de forma que no tenemos ideas claras sobre el diaconado femenino y su duración.

      No pasó mucho tiempo antes de que el diácono se convirtiese en un importante ayudante del obispo, de forma que, aunque el obispo diocesano asumiera la última responsabilidad de la caridad así como de las otras funciones diocesanas de dirección, los diáconos mantuvieron su relación inmediata con las necesidades sociales de las comunidades, convirtiéndose en los ojos y oídos, las manos y el corazón de los obispos. Podríamos señalar, también, que los diáconos eran habitualmente los intermediarios entre los laicos y los obispos, función de creciente trascendencia a medida que el número de cristianos aumentaba y que las tareas extraeclesiales de los obispos se complicaban mientras aumentaba considerablemente su relevancia en la vida social. De la concorde colaboración entre el obispo y el diácono depende, según la Didascalia del siglo III, el bien de la comunidad.

      Recordemos que buena parte de las obras de caridad estaban minuciosamente establecidas y reguladas, y es en esta estructura organizativa en la que los diáconos ejercían una dirección de primera importancia. Ellos recogían y distribuían los dones de los fieles, de manera especial aquellos legados y herencias que recibía la Iglesia cada día con más frecuencia. San Ambrosio repite en sus escritos la consideración de que ser generoso con los pobres constituye el mejor modo de que nuestros pecados sean perdonados, de que con nuestras limosnas convertimos a Dios en deudor nuestro ya que, en cierto modo, esta generosidad nuestra se convierte en un préstamo que consignamos al mismo Dios.

      Con Constantino la Iglesia recibió del Estado la supervisión de las condiciones de las cárceles y el cuidado de las viudas, huérfanos y niños abandonados, es decir, buena parte de la acción social pública. El clero se convirtió en abogado e intermediario entre el pueblo y el gobierno, y pagaba a menudo sus deudas. Las diócesis llegaron a hacerse cargo de millares de necesitados. Juan Crisóstomo, al describir su diócesis, habla de 3.000 viudas y vírgenes, además de enfermos, leprosos, extranjeros, sin contar a cuantos recibían habitualmente comida y vestido. Algo semejante puede afirmarse de las ciudades más pobladas.

      A partir de Gregorio Magno los monjes ejercieron las tareas propias de los diáconos en el orden social y caritativo. A medida que estos fueron perdiendo sus funciones caritativas, la Iglesia enfatizó sus funciones litúrgicas, quedando en realidad el diaconado como un estadio transitorio hacia el sacerdocio. Sin embargo, en la memoria cristiana, el nombre de Lorenzo y la dedicación eclesial a los más necesitados de la comunidad han quedado íntimamente relacionados con el nombre y la actividad de los diáconos.

      En el siglo XVI, tanto Lutero como Calvino quisieron romper con este modo de entender el diaconado y trataron de restaurar las funciones que los diáconos ejercieron en la primitiva Iglesia, es decir, su dedicación a los pobres, con un papel significativo en todo lo relacionado con la beneficencia social, pero estas expectativas se realizaron solo parcialmente y solo en algunas regiones, aunque no cabe duda de que en las diversas denominaciones cristianas ha permanecido una cierta presencia o, al menos, una cierta nostalgia del diaconado con responsabilidades caritativas. Por otra parte, en los países de mayoría protestante, las Iglesias perdieron, a menudo, el control de sus propiedades, que pasaron a las instituciones estatales, de forma que la beneficencia y la educación fueron consideradas una responsabilidad del Estado moderno. En la Iglesia anglicana de Isabel I, aunque el cuidado de los pobres estaba confiado a las parroquias, la reina no permitió la institucionalización de los diáconos.

      Durante el siglo XX, en Europa, algunos importantes católicos intentaron revitalizar el diaconado como un ministerio permanente y Pío XII pensó en instaurar el diaconado permanente, pero en Europa había suficientes sacerdotes y el asunto quedó en suspenso. Con más argumentos y mayor urgencia, en algunos países americanos y africanos volvió a discutirse sobre el asunto, de forma que durante los trabajos preparatorios del concilio Vaticano II noventa obispos pidieron al Papa que se tratase este tema durante las deliberaciones conciliares. A lo largo de la segunda sesión, los padres conciliares debatieron la cuestión y una mayoría de ellos votó a favor de su restauración. El 21 de noviembre de 1964 se promulgó la restauración del diaconado permanente dentro de la constitución dogmática sobre la Iglesia. Las Conferencias episcopales nacionales, con aprobación pontificia, podían decidir la restauración del diaconado en sus respectivas regiones. Según las nuevas disposiciones, hombres casados de 35 años o más y hombres célibes de, al menos, 25 años podían convertirse en diáconos permanentes. En el año 2003 había, al menos, 30.000 diáconos permanentes en 105 países, de los cuales casi la mitad eran norteamericanos. Los diáconos, ordenados a una cierta edad, casados y, normalmente, con una experiencia de trabajo, constituyen una presencia cercana y comprometida de la organización clerical en la vida de los laicos. Allí donde existen, han llegado a convertirse en un puente y lazo de unión espontáneo entre dos mundos no siempre bien trabados.

      En la tradición cristiana, no siempre practicada, pero sí recibida de las páginas evangélicas, la diaconía es la ley fundamental del discípulo, según la práctica de Jesús. El Hijo del hombre, que ha venido a servir, ha entregado su vida como redención de muchos, siguiendo la lógica del servicio, de la cruz, de quien lava los pies, de quien ama hasta dar su vida por los amigos, da la medida de las relaciones que deben existir entre quienes consideran que son sus discípulos. El pobre, el marginado, el solo y el abandonado, el no recibido representan para el cristiano un problema de fe: ¿cómo somos capaces de ver a Cristo en ellos?; un problema moral: ¿en cuántos cristianos a nivel mundial encontramos un atroz egoísmo?; un problema apostólico: ¿cómo y en qué medida interpelan a los clérigos y resulta acuciante para los laicos?, y un problema personal, ¿qué gestos estamos dispuestos a realizar para comprometernos en la lucha contra la injusticia del mundo?

      Leyendo el Evangelio y recorriendo la historia de los cristianos, no podemos menos de convencernos de que el espíritu de diaconía debería acompañar a todo creyente seguidor de Jesús. De hecho, aunque la historia nos enseña que siempre han existido en las comunidades numerosos testigos mudos que no ejercen, al mismo tiempo, podemos definir con propiedad a nuestra Iglesia como Iglesia samaritana.

      6. El martirio, señal de amor a Dios y a los hombres

      El que no teme a la muerte es inmortal. Creer en la resurrección de Cristo es creer en la vida eterna, es estar convencidos de que Dios es Dios de vivos, que Dios es la vida y el camino. El ejemplo de los mártires se convirtió en semilla de cristianos para cuantos creyeron que Cristo era el Dios cercano y que creyendo en Él conquistaban la vida eterna. Una vez más, nos encontramos con la paradoja cristiana de que quien es capaz de dar su vida la consigue para siempre.

      Los mártires se convirtieron en puntos de referencia fundamentales de las nuevas comunidades: Pedro y Pablo en Roma, Ignacio en Antioquía, Ireneo de Lyon; Policarpo de Esmirna; Perpetua y Felicidad, y, más tarde, Cipriano, en Cartago; Fructuoso en Tarragona; Eulalia de Mérida, Dionisio de Alejandría. Miles de cristianos fueron martirizados por su fe a lo largo de los tres primeros siglos. El martirio forjaba la verdadera unión con Cristo. La sangre constituía un verdadero