como agradecimiento por el permanente milagro de las estaciones y de los alimentos que la naturaleza nos ofrece para nuestro provecho. La eucaristía constituye una extraordinaria acción de gracias al Dios que nos salva, que el pueblo cristiano ofrece cada día recordando a Cristo. Cuando los cristianos somos capaces de dar gracias a Dios por ser nuestro Padre, al mismo tiempo, reconocemos con alegría la existencia de todos nuestros hermanos y, a partir de ese mismo momento, la humanidad se hace más compacta y solidaria.
Los grandes santos han repetido los milagros de Jesús, tal como leemos en sus vidas. La presencia viva y decisiva del Señor se encuentra en la vida de sus santos, en su desbordado amor por Dios y por los hombres, en los prodigios que realizan, en su capacidad de crear paz y solidaridad. También ellos han considerado que solo hay un universo, el de los hombres, que, en su evolución, siempre desemboca en Dios, y han utilizado en su acción el principio de que hay que servir antes que a uno mismo a quien es menos feliz que uno mismo. Servir en primer lugar a quien sufre más, necesita más y está más solo que nosotros mismos.
Los creyentes han relacionado los milagros, en su sentido general, con la idea de Providencia, que tiene que ver con el convencimiento de que Dios se interesa por nosotros, perdona nuestras infidelidades, acompaña nuestras vidas, nos protege y se preocupa por nuestro itinerario. Jesús compartió todo con nosotros. Compartió, en primer lugar con José y María; con los doce apóstoles, quienes con frecuencia no comprendían lo que sucedía; compartió su cuerpo en la última cena y en cada una de las eucaristías, y, al morir en la cruz, los soldados repartieron su ropa. No vino para condenarnos ni para juzgarnos, sino para sanar nuestras heridas, para curarnos y salvarnos. Es el milagro que nosotros podemos repetir con nuestros hermanos si actuamos como él.
Jesús habló de que Dios hace llover sobre buenos y malos y nos recordó que si nosotros, que somos débiles, nos ocupamos de nuestros hijos, con más razón Dios se ocupará de nosotros. Nuestras oraciones se dirigen a Dios con esta confianza y el pueblo fiel, espontáneamente, considera que Dios nos tiene en cuenta y nos protege. La predicación repite que Dios nos conoce por nuestros nombres, personalmente. Es decir, los creyentes, aceptando la autonomía de la naturaleza y la libertad de Dios y la nuestra, nos sentimos protegidos, defendidos, apoyados y encaminados por el amor de Dios.
Precisamente este convencimiento ha llevado a muchos creyentes de los últimos decenios (Henri Godin, el padre Depierre, el abbé Pierre) a abrir puertas y penetrar en el mundo de la miseria, a partir de corrientes espirituales y de la inteligencia del corazón más que de las ideas. Movimientos de lucha por el pan, por la justicia, por los seres humanos más despreciados y a favor de la familia. El abbé Pierre ha insistido en que la familia constituye el único refugio para el hombre cuando le falta todo. Solo en ella encuentra quien le acoja alguien que le es cercano. Estos creyentes no poseían nada, ningún poder; ofrecían lo que eran, dispuestos a consagrar su vida combatiendo con quienes se encontraban empujados a la miseria. Su fe les lleva a amar y darse a los otros, siguiendo a Dios, que ha prometido: «Mi fidelidad y misericordia le acompañarán, por mi nombre crecerá su poder. Él me invocará: “Tú eres mi Padre, mi Dios, mi roca salvadora”» (Sal 89).
4. La compasión y la misericordia de Jesús
En el evangelio de Marcos encontramos un milagro especialmente significativo, el de la mujer que tenía un flujo de sangre (Mc 5,24-34). No se nos da su nombre. Se encuentra sola, sin parientes ni amigos, y se nos dice que los médicos la habían arruinado. Dadas las costumbres imperantes en su tiempo, su enfermedad de pérdida de sangre, además de hacerla estéril, la situaba en un mundo ritual de impureza, vergüenza y deshonor. Por eso no se atreve a hacer su petición en público, y solo se atreve a tocar su manto a escondidas, ya que, según el ritual judío, si ella le toca, él quedará impuro. Impresionada por lo que ha oído de Jesús, se atreve a acercarse a la fuente de un don que solo puede ser recibido gratuitamente, en contraste con la fortuna que ha gastado inútilmente en médicos. Su tímido y simple contacto revelaba su temor y toda su esperanza, al tiempo que se manifiesta la ternura de Dios.
En este milagro nos encontramos con la grandeza de Dios y el amor misericordioso del Señor. A Jesús no le basta con curarla, quiere llegar a lo más profundo de su alma e inicia con ella un diálogo que les aproxima y les relaciona. Jesús no es un funcionario, sino el amigo que se preocupa y sale a su encuentro. La mujer no solo es sanada, sino que recibe además la alabanza por su fe y es llamada hija, un título raro en los evangelios.
Jesús nos invita a hacer nuestra la experiencia de la mujer: tomar conciencia, en primer lugar, de nuestra debilidad y de nuestra pequeñez, conscientes de que se nos está escapando la vida, a cuenta de tantas «pérdidas» de valores fundamentales y de presencias de aspectos conflictivos en nuestra existencia, situación que nos hace sentirnos estériles porque descuidamos lo importante y desatendemos el sentido último de nuestra vida.
La inmensa sensibilidad de Jesús por el dolor de los seres humanos le hizo capaz de relacionarse con ellos con todos sus sentidos, con su piedad y misericordia: miraba a sus ojos, escuchaba sus palabras, les animaba y tocaba con sus manos lo que terminaría sanando. Cuando aquella mujer con su flujo de sangre se le acercó por detrás, en medio de la muchedumbre y le tocó, emergió de él un poder curativo que curó para siempre la enfermedad de la mujer (Mc 5,25-34), y cuando tocó al leproso con sus manos devolvió a aquel hombre, esquivado por todos, una dignidad y una seguridad en sí mismo que creía irremediablemente perdidas (Mc 1,40-45). Al ciego de nacimiento le deslumbró aquella luz inesperada que inundaba sus ojos cuando los dedos de aquel galileo desconocido acariciaron sus párpados y escuchó aquella invitación: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé…» (Jn 9,7). El sordomudo sintió que alguien lo agarraba de la mano y lo sacaba de entre el gentío y, cuando estuvieron a solas, Jesús introdujo sus dedos en sus orejas, con saliva le tocó la lengua y pronunció después una orden imperiosa dirigida a sus oídos cerrados: «¡Abríos!» (Mc 7,34). Y la fuerza de aquellas palabras atravesó las barreras de su sordera, soltando a la vez su lengua y su existencia entera condenadas al silencio[6].
Todavía hoy se sirve del agua, del vino, del pan, de la luz, de los óleos, de la amistad y el cariño, para curar, animar, alimentar, fortalecer y salvar a cuantos a él se acercan. Jesús consigue de nosotros un corazón nuevo y nos infunde un espíritu nuevo, nos saca de nuestra rutina y anima a renovarnos.
Tal vez sea por esto por lo que, a pesar de la crisis de las iglesias y de las religiones, la figura generosa de Jesús continúa provocando admiración e interés, y los seres humanos siguen concediéndole autoridad moral en una época que carece de referentes éticos. Para nosotros, también, es el amigo que ofrece su vida por nosotros, que concede su perdón envuelto en acogida amistosa, que nos pide ser compasivos como lo es el Padre del Cielo, y que cambiemos nuestro corazón. Somos discípulos de un Maestro que dominaba el arte de acoger, de amparar y de ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres. Estamos obligados a conseguir con nuestra solidaridad, preocupación, sintonía y cercanía, que la comunidad creyente, la Iglesia, se convierta en un espacio de comunión, de acogida, de misericordia y de fraternidad compartida, capaz de abrazar a cuantos en nuestros días siguen sufriendo en sus cuerpos y en sus espíritus.
Resulta miserable rezar juntos el Padrenuestro y compartir la eucaristía, si, al tiempo, mantenemos cerrados nuestros corazones y despreciamos o descuidamos a cuantos nos rodean. Actuando así, solo conseguimos diluir la pertenencia a la Iglesia y el sentido auténtico de la identidad cristiana. Jesús nos llama a remodelar nuestro pensamiento, reconstruir nuestra vida, nuestras amistades, nuestra fe, a partir de su enseñanza sobre los pobres y los pequeños.
Por el contrario, según Jesús, el reino de Dios se hace presente allí donde las personas actúan con misericordia. Para que su presencia sea visible hay que introducir en la vida compasión, un sentimiento siempre presente en las manifestaciones divinas. Hay que mirar con ojos compasivos a los hijos perdidos, a los excluidos del trabajo y del pan, a los delincuentes incapaces de rehacer su vida, a las víctimas caídas en las cunetas. Hay que implantar la misericordia en las familias y en la vida de las aldeas. Jesús llega ofreciendo el perdón y la misericordia de Dios, inaugurando una dinámica de perdón y compasión recíproca y actuando siempre en consecuencia, tal como había