incomprensión, siente una de las experiencias más hermosas de su ministerio y que la tradición transmite como su realidad vital fundante, como es Dios, y su auténtica pertenencia social, como son los pequeños y humildes. «En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: ¡Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra!, porque, ocultando estas cosas a los entendidos, se las has revelado a los ignorantes. Sí, Padre, esa ha sido tu elección» (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26).
Jesús eleva la mirada al cielo y «bendice» al Padre, le reconoce públicamente con una acción de gracias, alabanza y confesión (cf Sal 7,18; 9,2); y, en este caso, no lo hace por su experiencia personal, sino por la de los pequeños e ignorantes. Apela al Padre como Señor y Soberano amoroso de todo lo existente. Dios es Creador y Providente, y en cuanto tal, es Señor de todo lo creado. Se le glorifica por todo lo que ha salido de sus manos para el bien de los hombres (cf Tob 7,17).
Se une el señorío de Dios a su inigualable sabiduría, y enseña a la vez que bendice. Veamos. Dios concede su sabiduría a los maestros, a los sabios de los ambientes apocalípticos, a los entendidos de los grupos sectarios, en fin, a los letrados. Ellos componen un grupo de elegidos de Israel. Se separan del pueblo como beneficiarios de la sabiduría divina y formulan su saber sobre Dios en cuanto participación del saber de Dios (cf Dan 2,27-30). Estos entendidos constituyen los círculos privilegiados de ámbito divino, del que quedan excluidos los potentados de la tierra, los paganos o las personas no elegidas (cf Sab 9,13-18). Pero saber de las cosas divinas depende de la revelación de Dios; más en concreto, del contenido de la revelación que Él ha tenido a bien transmitir. En la proclamación del Reino, y aquí viene la contraposición que hace Jesús, Dios esconde a los sabios su revelación, a los que iguala a los poderosos, y se la descubre a los ignorantes, o incultos, o simples, o pequeños.
Ignorantes no se equipara a aquellos que no han tenido la oportunidad de frecuentar a un maestro para aprender, o todavía no se han iniciado en una determinada escuela. Ignorantes y simples son los que se abren a la sabiduría que disfruta Israel, como propiedad del Señor, y que los hace sabios, porque se colocan en el ámbito de la influencia divina (cf Sal 19,8; 116,6). Jesús, en esta línea, se refiere a la gente humilde y fiel a Dios en contra de letrados y fariseos o de los habitantes de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún que no han sabido descifrar sus signos. El motivo por el que da gracias es que la voluntad soberana de Dios, su voluntad salvadora, recae sobre estos pequeños elegidos para el Reino. Ahora forman un grupo favorecido por Dios en contra de los poderosos adinerados y poderosos entendidos, comprendido el conocimiento como un poder social. Jesús se entronca con cierta tradición profética en la que Dios se traslada al lugar de los pequeños invirtiendo la prepotencia del dinero y de la ciencia (cf Jer 9,22-23). Dios abandona el poder del saber y el poder de la santidad, representada por los escribas y fariseos que han rechazado el ministerio de Jesús, para encontrarse y entregarse a los pequeños abiertos a su mensaje.
El contenido de la revelación son los misterios del Reino (cf Mt 13,11), es decir, el plan de salvación que Dios ha planeado para recuperar a sus hijos perdidos y que origina la misión de Jesús. Y lo hace acompañado y ayudado por sus discípulos. La oración descubre con claridad quién revela (el Padre) y a quiénes se revela (los pequeños), y deja el contenido de la revelación de una forma imprecisa (estas cosas). Pues bien, Jesús termina la invocación al Padre fuera del ámbito objetivo del conocimiento, y se adentra en su intencionalidad, donde ya sólo es posible intuir, experimentar y dejarse alumbrar: «Sí, Padre, esa ha sido tu complacencia». Afirma una conducta libre de Dios, que no es en manera alguna pasajera. Comprueba que existe un deseo en el Padre de que no se pierda ninguno de los pequeños o sencillos (cf Mt 18,14). El Padre anhela el máximo bien para los marginados de la historia, y su simpatía y buena voluntad hacia los sencillos hace que sienta contento, placer, satisfacción de revelárselo. Jesús alaba a Dios por esto. Y su alegría no consiste en que Dios haya elaborado una ley que defienda los derechos de los pobres en Israel, sino que el querer del Padre, su bondad, que se explicita en la salvación de los pequeños, es para el mismo Padre una complacencia, una satisfacción, una elección.
Y no es para menos. Mateo alinea a Jesús en el espacio vital de los humildes, de los que pueden y están capacitados para sentir cómo late el corazón de Dios, que, de alguna manera, le hace connatural a ellos: «Acudid a mí, los que andáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy tolerante y humilde, y os sentiréis aliviados. Pues mi yugo es blando y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Jesús se alegra con los pequeños de que el Padre se complazca de haberles elegido y ofrecido la salvación. Así se apartan de los pesados fardos que escribas y fariseos imponen al pueblo sencillo, como garantes del orden religioso establecido, pero con el corazón endurecido e incapaces de abrirse a la bondad. Por consiguiente, Dios es el Padre que revela sólo un segmento suyo a una porción de la sociedad. Mas esta parcialidad de Dios es suficiente, porque señala el camino por donde va su voluntad, y que Jesús se encarga de enseñar y compartir, dada su cercanía a Dios y su pertenencia a los sencillos.
El Padre bondadoso que revela el plan de salvación, también es el Padre que exige el respeto debido a su dignidad. El sentido de obediencia y acatamiento a su autoridad se advierte en la segunda sección de la Oración en el huerto de Marcos (Mc 14,36) con la dinámica del justo que ora: invocación, súplica, aceptación y abandono a la voluntad divina: «Decía: Abba (Padre), tú lo puedes todo, aparta de mí esa copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Jesús, con el rostro en tierra (cf Mc 14,35), como signo de sumisión y disponibilidad, invoca a Dios como Abba, que es el uso que se tiene en las relaciones familiares con el padre. Con ello formula su relación inmediata y cercana a Dios. Mas se dirige a Dios como omnipotente, como aquel que es capaz de crear la vida, cuidarla y salvarla de la muerte (cf Mc 12,18-27par). Jesús se aferra a la confesión que su pueblo tiene del Señor: «Tú lo puedes todo». Y lo hace en estos momentos en que es consciente de su muerte inmediata, de la forma de morir y de la pérdida de la causa por la que ha vivido. Además, junto a este poder, implora también la fidelidad del Padre que hace impensable que abandone a sus hijos. El porqué de la petición, ya lo había preparado el Evangelista en el diálogo que compone entre Jesús y los hijos de Zebedeo: «¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber?» (Mc 10,38; Mt 20,22). La copa es una imagen que evidencia su trágico destino (cf Mc 8,34). Es la copa del sufrimiento que encierra la pasión que se le avecina (cf Is 51,17). Lo cierto es que la posición de Jesús ante el Padre nada tiene que ver con la potencia y vigor que exhiben los mártires de su pueblo, y encierra su propia enseñanza (cf Q/Lc 12,4; Mt 10,28).
Sea cual sea el dictamen de Dios, Jesús se adhiere de antemano a su decisión, obedece a su voluntad suprema, voluntad que reconoce como el soporte de su propia vida (cf Sal 40,9). La obediencia a la autoridad divina muestra un contraste sobre el Padre bondadoso, que concede lo que se le pide y perdona las culpas de los pecadores (cf Mc 11,25-26), y un recuerdo de lo que ha enseñado a los discípulos en la tercera petición del Padrenuestro según la redacción de Mateo: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10).
3) Dios Padre es Abba
Jesús contextualiza la predicación del reino de Dios y la forma como entiende la comunicación con Dios en las tradiciones religiosas de su pueblo. A pesar de los acentos propios y la novedad de la experiencia paterna de Dios, Jesús no sale del marco del judaísmo, aunque se sitúe en su entorno y tense al máximo el hilo de la tradición en ciertos aspectos de sus esquemas creyentes. Esto se observa en la invocación más original que emplea para dirigirse a Dios: Abba.
Abba tiene no sólo una fuerte carga teológica de Israel, sino también antropológica. Por esto hay que contar con la cultura de aquel tiempo, que tipifica de una forma peculiar las relaciones entre padres e hijos apoyadas en la familia y en las instituciones sociales. Porque, conforme entendamos la función de cada uno de los miembros de la familia y las relaciones entre padre e hijo, la atribución, invocación y experiencia de Dios como Padre adquiere ciertos matices que iluminan su descripción expuesta hasta ahora en los dichos, en las oraciones y en la conducta de Jesús.
Los esquemas culturales que canalizan las relaciones familiares y, sobre todo, entre padre e hijo, ofrecen un diseño inconfundible de una sociedad eminentemente patriarcal. La familia se entiende como