Francisco Martínez Fresneda

El credo apostólico


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      3.2. El Padre de Jesús

      1) Dador de bienes, y obediencia

      Dios Padre se preocupa de sus hijos y, por tanto, les da «cosas buenas». «¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O, si le pide pescado, le dará en vez de pescado una serpiente? ¿O, si pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo (cosas buenas [Mt]) a quienes lo pidan!» (Q/Lc 11,11-13; Mt 7,9-11).

      La solicitud de Dios Padre se compara con la de los padres de familia, cuya tendencia natural es la protección y cuidado de sus hijos. Jesús verifica en el orden de la creación cómo es la relación familiar, realidades buenas y generosas y que están inscritas en la naturaleza humana. El contraste que hace Jesús es claro y sencillo, pasando de lo absurdo a lo que es lógico en una relación paterna con los hijos. Así, alimentos básicos para el mantenimiento humano en Galilea como son el pan, el pescado y el huevo no se pueden cambiar por otra cosa semejante, pero nociva, como es la piedra, y dañina y cruel, como son la serpiente, parecida al pez, y el escorpión que, encogido, aparenta un huevo. Pues bien, si todo padre de la tierra, cuando distribuye la comida a sus hijos, les pasa estas cosas buenas, cuánto más el Padre de los cielos, que es plenamente bondad. Es el convencimiento de Jesús de que Dios es bueno: en la parábola del padre que acoge al hijo pródigo (cf Lc 15,11-32) y en la respuesta que da al rico (cf Mc 10,18).

      Lucas cambia las «cosas buenas» de Mateo por el «Espíritu Santo». La relación de amor que Dios inicia con Jesús en el momento de su concepción (cf Lc 1,35) y cuando comienza la predicación del Reino (cf Lc 3,22), por las que declara su Paternidad, el Evangelista la traslada a los discípulos de Jesús, cuya filiación les capacita para dirigirse a Dios como al buen Padre que, con dicha relación de amor, les dará todo lo necesario para vivir.

      Experimentar al Padre como dador de los bienes lleva consigo la ausencia de preocupaciones por las necesidades de cada día. No es lo que antes ha descartado Jesús para sus discípulos sobre las riquezas que tienen los demás, es decir, la codicia de acumular, cuando se es consciente de que la vida depende de Dios. Ahora Jesús se refiere a los bienes esenciales para vivir: comer, beber, vestir (cf Gén 28,20): «Todo eso son cosas que busca la gente del mundo. En cuanto a vosotros, vuestro Padre sabe lo que os hace falta» (Q/Lc 12,30; Mt 6,32). Por tanto, «no andéis buscando qué comer o qué beber; no estéis pendientes de ello» (Q/Lc 12,29; Mt 6,25). Esto lo conoce la gente pobre que se llena de afanes y fatigas para satisfacer lo indispensable para vivir. Es la condición de su existencia (cf Gén 3,17-19). Sin embargo, en una sociedad teocrática como la de entonces se aconseja: «Encomienda al Señor tus tareas, y te saldrán bien tus planes [...], dichoso el que confía en el Señor» (Prov 16,3.20). Se ha comprobado al hablar del Dios providente. Ahora se toma a Dios por Padre, y los discípulos, en cuanto hijos, saben que pasa a Él el desvelo por procurarse alimento y bebida. De hecho, por más que se impacienten por alcanzar cualquier objetivo, están incapacitados para adelantar o prolongar el tiempo: «¿Quién de vosotros puede, a fuerza de cavilar, prolongar un tanto la vida? Pues si no podéis lo mínimo, ¿por qué os preocupáis de lo demás?» (Q/Lc 12,25-26; Mt 6,27).

      La razón es que se cambia el objetivo y, con él, el afán que supone su búsqueda. No es mantener la vida y la preocupación para sobrevivir en la Galilea gobernada por Herodes Antipas. La tarea fundamental que ahora ocupa a los discípulos es colaborar con Jesús para proclamar el Reino. Y no sólo proclamarlo, sino, siguiéndole con la forma y el sentido que está imprimiendo a su anuncio, testimoniar su presencia en la historia con el mismo estilo de vida: «No temas, pequeño rebaño, que vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). Dios da por supuesto que ha creado la tierra con los bienes suficientes para vivir; y Dios sabe de su conservación, aunque los hombres duden de que haya bienes para todos y sospechen del cuidado divino ante las catástrofes. Jesús devuelve a sus discípulos al sentir de Dios: Él se responsabiliza del mantenimiento de sus servidores. Pues lo que está en juego en este momento es otra realidad mucho más importante para la existencia humana: mostrar el rostro bondadoso y misericordioso del Padre. Por consiguiente, ni preocupaciones ni miedos por la subsistencia. Es suficiente la confianza en el Padre, que, aunque sean pocos y formen un «pequeño rebaño» (Is 41,14; cf Sal 22,7), poseen el don más grande: el Reino (cf Q/Lc 22,29-30; Mt 19,28).

      Pero el Padre muy solícito para cuidar a sus hijos y cubrir sus necesidades fundamentales, exige obediencia a su autoridad y reconocimiento de su dignidad. Fundado en la crítica que Marcos hace de los letrados o escribas (cf Mc 12,38-40par), Mateo elabora un párrafo (cf Mt 23,1-12), compuesto de forma antitética, en el que los reproches se amplían a los fariseos y se convierten en exigencias para la comunidad cristiana. Los versos 8-10, que constituyen una pequeña regla para la comunidad o una catequesis a los discípulos, provienen de la tradición especial del Evangelista. El verso 8: «Vosotros no os hagáis llamar maestros, pues uno solo es vuestro maestro, mientras que todos vosotros sois hermanos» está unido al 10: «Ni os llaméis instructores, pues vuestro instructor es uno solo, el Mesías». Mateo sitúa en su lugar a los «maestros» e «instructores o dirigentes» de las comunidades, ciertamente judías, y que es muy fácil que continúen la función que desempeñaban los escribas o letrados en las sinagogas como guías revestidos de autoridad (cf Mt 13,52; 23,34). Función que fustiga Jesús por la preeminencia que gozan en un mundo teocrático como es el de Israel. El pueblo les admite la competencia en la enseñanza (letrados) y la observancia religiosa (fariseos); por eso son proclives a la ostentación, exhibición, autocomplacencia y poder.

      Mateo avisa que una comunidad cristiana no soporta estas grandezas que rompen la relación entre iguales, y enlaza la igualdad fraterna que debe imperar en la vida cristiana con el dicho de Jesús (cf Mt 23,9), fundando su verdadero origen: «En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo», de manera que, como a nadie se le debe decir «maestro» o «instructor», porque permanece la prioridad de Jesús en dicha función en la comunidad, así nadie debe llamar «padre» a cualquier «hermano», por más digno que sea o por mucho respeto que se merezca. En Israel se ha denominado «padre» a patriarcas, a profetas, etc. (cf 2Re 2,12). La afirmación de Jesús, aislada del contexto donde se ha insertado, puede remitirse al grupo de discípulos, que, unidos a Jesús en la proclamación del Reino y dentro de un clima escatológico, están plenamente dedicados a dicha tarea. Esta les supone una infravaloración de la función paterna, tanto activa como pasiva, para reconocérsela sólo a Dios. Los discípulos deben ser conscientes de que el Padre Dios es su única procedencia y referencia vital.

      La confesión de la autoridad y dignidad de Dios Padre la revela Jesús en la segunda petición del Padrenuestro: «Padre, sea respetada la santidad de tu nombre» (Q/Lc 11,2; Mt 6,9: «¡Padre nuestro del cielo!»). El nombre es la persona, como se ha visto. El nombre de Dios, el Señor, manifestado a Moisés (cf Éx 3,14-15; 6,3-2), se cubre pronto de un extremado respeto que lleva consigo el poder y la perfección inherente a la persona divina (cf Is 29,23). La santidad del nombre de Dios significa, a la vez, distinguirlo y separarlo, para que se le estime, se le dé el honor debido y, en cuanto tal, se afirme su trascendencia. Por eso el israelita evita decirlo: «No te acostumbres a pronunciar juramentos ni pronuncies a la ligera el nombre santo» (Si 23,9).

      La actitud ante la santidad de Dios proviene de Dios, porque se declara contrario al pecado o a las actitudes blasfemas de los hombres. De ahí la aclamación de los serafines en el templo: «¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!» (Is 6,3), a los que también imitan los creyentes con la adoración y la alabanza. Este contenido se incluye en la Tefillá, en la tercera bendición a Dios (Dieciocho bendiciones=Shemoneh Eshreh): «Tú eres santo, y tu nombre es santo; fuera de ti no hay otro Dios. Bendito eres, Señor, Dios Santo». Al Padre Dios hay que darle también estas prerrogativas judías.

      2) Oración de Júbilo y tentación en Getsemaní

      Jesús sufre una experiencia negativa de sus conciudadanos, teóricamente más capacitados que los gentiles para comprender el Reino. Escribas y fariseos le acusan de compartir la comida y la bebida con los pecadores, y siente