Francisco Martínez Fresneda

El credo apostólico


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hijos...» (Q/ Lc 11,13; Mt 7,11). La bondad humana es un don que proviene de Dios, que es magnánimo en su concesión (cf Mt 20,15). Entonces hay que reconocer que la raíz y fuente de esta bondad está siempre en Dios: «Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). Jesús introduce en su programa del Reino que el hombre sea imagen de la bondad divina para recrear su dignidad primera regalada al principio del tiempo, y concretada en la relación mutua como ternura y compasión.

      Jesús retiene como experiencia básica de Dios las acciones que han configurado a su pueblo entre los demás pueblos de la tierra y que Israel ha mantenido vivas casi siempre. Jesús llama a Dios el «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (Mc 12,26; cf Éx 3,6), que es como se presenta a Moisés cuando cuida las ovejas y las cabras de su suegro en el monte Horeb. Dios se revela a Moisés como el Dios de la alianza y como Aquel que protege, libera y salva. Que cite Dios a los Patriarcas es la garantía de una actitud de fidelidad al pueblo y una garantía de salvación, que es la que llevará a cabo con la liberación de Egipto: «Os tengo presentes y veo cómo os tratan los egipcios. He decidido sacaros de la opresión egipcia y haceros subir [...] a una tierra que mana leche y miel» (Éx 3,16-17).

      Todavía más. El Dios de Jesús manifiesta su voluntad al pueblo con el que ha pactado una alianza por medio del Decálogo. El Decálogo no se comprende como un ordenamiento jurídico que obliga a cumplir la autoridad constituida en una sociedad, sino que es la forma de relación que se emplea dentro de una comunidad originada por el mismo Dios. Se parece más a los padres que enseñan a los hijos unos comportamientos para que prosigan en su vida un estilo y unas actitudes heredadas de generaciones anteriores, que a prohibiciones vinculadas a leyes con amenazas de castigos (cf Mc 7,10; Éx 20,12).

      Con todo, el mandamiento principal y el fundamento de la vida, de todo, es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mc 12,29-31; cf Dt 6,4-5). La plena y total disposición del hombre para cumplir la voluntad de Dios, la apertura a Dios como realidad envolvente de la vida y en la que se incluye todas las dimensiones del hombre y a todos los hombres, hace que este sea el mandamiento más importante y esté por encima de los 613 preceptos que suma la tradición rabínica. Es el Shema que cada fiel judío recita por la mañana y por la noche para tenerlo presente siempre. Y tenerlo presente como principio que recorre todos los actos de la vida. Jesús, así, se instala en el centro de la fe de su pueblo al concebir a Dios como persona y capaz de tener relaciones personales. Al ser la atmósfera que respira no se ve en la obligación de demostrarlo.

      3. Dios Padre en Jesús

      3.1. Dios distinto de la Creación

      La omnipresencia de Dios en la vida de Jesús hace que se refiera a Él con los tres atributos que expresan la relación que ha mantenido Dios con su pueblo: Creador, Providente y Salvador.

      1) Creador

      La obra por antonomasia de Dios es la creación, percibida por Israel en la elección y alianza. Jesús recurre a Dios Creador cuando sale en defensa de la mujer, a la que iguala al hombre en el compromiso conyugal: «Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha juntado que el hombre no lo separe» (Mc 10,6-9; cf Gén 1,27). Apela al acto primero de Dios cuando ataca a los fariseos y letrados como prototipos de la hipocresía humana que se preocupan de un mundo externo ordenado y limpio descuidando la actitud interior de amor, pues todo el hombre ha salido de las manos de Dios (cf Lc 11,40). Denuncia el fratricidio practicado con los profetas, que es un suma y sigue del primero cometido por Caín y que quebró las relaciones entre los humanos (cf Q/Lc 11,50; Mt 23,35). Invita a la vigilancia ante la incertidumbre que dominará la parusía y que superará a todos los desastres habidos en la historia (cf Mc 13,19). Anuncia el juicio final, cuando convoque a los elegidos para disfrutar del Reino ya previsto por Dios en el mismo momento de la creación (cf Mt 25,34).

      Las apelaciones a un Dios creador traslucen, en definitiva, la experiencia de Jesús de que Dios está pendiente de sus criaturas. Si es Creador por un acto de amor, este acto no significa una acción aislada al principio de la historia humana, sino que revela una actitud de Dios por la que se inserta en el espacio y en el tiempo para recrear de una forma continua las personas y las cosas, que son su reflejo. Dios no se desentiende de sus criaturas, antes bien, salvaguardando la libertad humana para que sea posible la respuesta de amor a su amor creador, sigue ofreciéndose como la fuente desde donde mana la vida. Entonces Jesús integra a su experiencia de Dios como Creador a Dios como providente. Y en este espacio camina.

      2) Providente

      Cuando Jesús viaja a Jerusalén, según la propuesta evangélica de Lucas, y presiente los sufrimientos que va a padecer, enseña a los discípulos, a sus amigos, que el camino de la cruz también tendrán que recorrerlo ellos. En estos momentos tensos, Jesús se remite a Dios, que, como Creador, es el dueño de la vida (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 16,25-33). De aquí nace la confianza en Él y el coraje del anuncio del Reino. No se debe temer a quien arruina o destruye la vida en esta tierra, sino a Aquel que la puede aniquilar para siempre. «¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno de ellos se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados todos. No tengáis miedo, que valéis más que muchos gorriones» (Q/12,6-7; Mt 10,29-31). Los gorriones y los pelos, de valor insignificante, y la vida humana, la mejor imagen divina en la tierra, están bajo la mirada de Dios. Todo lo existente es objeto de su preocupación y protección. Dios es providente.

      Junto al peligro de perder la vida está el de no poder mantenerla. Jesús se ampara en Dios para su defensa. La ocasión le viene cuando enseña que la existencia no puede asentarse en las riquezas, sobre todo si equivalen para el hombre a un apetito desordenado que le conduce a su perdición. Porque la codicia de las cosas encierra desligarse de Aquel que es el propietario de todo: «Por eso os digo que no andéis angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo. La vida vale más que el sustento y el cuerpo más que el vestido» (Q/Lc 12,22-23; Mt 6,25; EvT 36). La alternativa que ofrece a la seguridad que dan los bienes es Dios, porque Él no exige las preocupaciones que proporcionan conseguir y mantener la riqueza, sino, al contrario, basta con abandonarse en sus manos y dejarse llevar por la conciencia de que su corazón está pendiente del sustento diario: «Observad a los cuervos: no siembran ni cosechan, no tienen silos ni despensas, y Dios los sustenta. Cuánto más valéis vosotros que las aves [...]. Observad cómo crecen los lirios, sin trabajar ni hilar; pero os digo que ni Salomón, con todo su fasto, se vistió como uno de ellos» (Q/Lc 12,24-27; Mt 6,26-29; cf EvT 36).

      3) Salvador

      Jesús da un paso más en su fe en el Dios de los Padres y cierra el arco de la vida humana. En efecto, si la vida procede y se mantiene por Dios (Creador y Providente), Dios tampoco abandona al hombre al poder de la muerte (Salvador). Jesús invoca al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Mc 12,26), que es como se revela a Moisés como signo de salvación y fidelidad al pueblo y que va a demostrarlo con la liberación de Egipto. Jesús recoge esta actitud de Dios para con Israel y la aplica a la superación de la muerte, el mayor enemigo del hombre, en la controversia que sostiene con los saduceos, fieles al Pentateuco y, por tanto, enemigos de toda prolongación de la vida (cf Mc 12,19-23). Argumentan con la ley del levirato, por la que el hermano menor debe dar descendencia al mayor si falleciera sin tener hijos (cf Gén 38,8; Dt 25,5-10). Aunque las posiciones en tiempos de Jesús sobre las modalidades de la resurrección son diferentes, lo cierto es que esta se introduce en la fe judía para superar la crisis de la retribución del justo, que desaparece como el impío tras la muerte. La solución se encuentra no con la respuesta divina a los anhelos de inmortalidad inscritos en el corazón humano, sino remitiéndose al poder, soberanía y fidelidad de Dios a sus criaturas. El amor de Dios es más poderoso que la muerte. La maldad de la muerte conduce a separar al justo de Dios; rompe la comunión de Dios con su pueblo; impide que Dios sea el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob», ya que si los Padres no existieran