Francisco Martínez Fresneda

El credo apostólico


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entendido como la sede del entendimiento y la voluntad, de la conciencia moral y del propio yo personal (cf Mt 9,3; 16,7), se erige, por consiguiente, en el lugar del encuentro con Dios, o, por el contrario, puede endurecerse e impedir la relación con Él (Mc 3,5). Por el corazón misericordioso del Padre, Jesús habla al corazón humano (cf Lc 8,15) que desea cambiar. Con el anhelo y amor a su transformación motiva que Dios Padre salga de sí para buscar a la oveja perdida, acoja al hijo arrepentido y experimente un gozo indescriptible al encontrar la moneda (cf Lc 15).

      El Dios de la bondad y la misericordia es el Padre de todos. Que Dios actúe con misericordia con los enfermos, con los pecadores, da a entender una actitud que obliga a Jesús a inutilizar la ley del talión. Jesús la cita como una norma de la ética del judaísmo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43; cf Q/Lc 6,27). Al mal se le responde con la misma lógica violenta y sigue el principio de proporcionalidad (cf Éx 21,23-25). Con esto se le señalan unos límites a la venganza, pues en otros tiempos la revancha era mayor que el daño ocasionado y de consecuencias imprevisibles (cf Gén 4,23-24), si bien es verdad que para los miembros de Israel se apuntan otras normas (cf Lev 19,17-18). Con el pensamiento sapiencial, aparece la idea de no entristecerse del mal ajeno, pues no complace a Dios y se puede caer en desgracia (cf Job 31,29); es más, se aconseja que se haga el bien como otra forma de respuesta al mal: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Prov 25,21). Aunque existen otros textos en este sentido, no inducen a pensar que sea una actitud generalizada en la piedad y en los comportamientos del pueblo. La razón de fondo es teológica. Israel es el pueblo elegido, el pueblo de Dios. El rechazo que reciba como pueblo también es un rechazo a Dios. Y el que detesta a Dios, detesta al Pueblo. De ahí que odiar a los enemigos es un signo de fidelidad a Dios, que también odia a los pecadores (cf Sal 139,21-22).

      Jesús piensa que tampoco es suficiente la proporcionalidad y reciprocidad en el bien, es decir, la forma de ser solidario entre los miembros de una familia o cultura, que responde a los principios del corporativismo y a los normales intereses humanos que siguen la ley de la retribución, observada en la parábola de los obreros de la viña. Esto también lo hacen personas nada recomendables y despreciadas por todos los judíos: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos. Si prestáis cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan para cobrar otro tanto» (Q/Lc 6,32.34; Mt 5,46-47). Hay, pues, un más, un exceso que hay que desarrollar, aunque exista para la reciprocidad en el bien una razón teológica como en la regla anterior: a la vez que Dios aleja de sí al pecador, también atrae, ama y premia a los que le aman, a los que le son fieles, a los justos (cf Sal 125,4).

      El exceso (cf Mt 5,20), que también supera a la regla de oro: «Como queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos» (Q/Lc 6,31; Mt 7,12; EvT 6,3), es el «amad a vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian» (Q/Lc 6,27-28; Mt 5,44), donde el amor se amplía a todos los hombres y más allá de los sentimientos personales, no teniendo en cuenta las compensaciones inmediatas y los resultados de dicho amor: se ama aunque el enemigo permanezca en su odio. Este amor no tiene fronteras ni marca límites, sino que cubre todo el universo creado. La oración por los que hostigan a los demás, como la de Jesús en la cruz (cf Lc 23,34), señala la razón de fondo y observa con exactitud la causa por la que emite la sentencia y la raíz última de este comportamiento, al margen de cualquier orden universal que iguale a todos los hombres. Para Jesús el origen está en el Padre Dios: «Así seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). No existe apoyo ideológico ni tradición antropológica que invoque Jesús para enseñar el amor a los que desprecian a los demás. La única razón es porque es la conducta del Padre. Conducta que modifica todas las relaciones anteriores que ha mantenido con sus criaturas y que hace a estas percibirse de una forma nueva: ¡Hijos!, nacidos de su bondad paterna universal. Y los hijos deben comportarse de esta manera con los enemigos, no sólo porque el Padre se conduce de esa forma con todo el mundo, sino porque han sido amados antes por Él, y gracias a este amor los hombres se convierten en sus hijos. Todo esto manifiesta la incondicionalidad del amor del Padre iniciado en la creación. La filiación divina propia de Israel (cf Dt 12,1-2), puesta en peligro tantas veces, la aplica Jesús a sus seguidores, que además deben practicar este amor universal para que sea posible la paz, la otra condición de la filiación divina: «Dichosos los que procuran la paz, porque se llamarán hijos de Dios» (Mt 5,9).

      Jesús crea la esperanza de romper el muro que levanta el odio entre los hombres, por el que se hace imposible e impracticable amar al que desea la destrucción del otro. Son los casos que se dan en muchas relaciones individuales o colectivas sin referencia a Dios. La actitud de cordero induce a que el odio del vecino lo convierta más en lobo. Mas, si el cordero se mantiene como tal porque Dios Padre lo ha hecho así, hijo de Él, entonces, en Él y por Él puede referirse al que odia como a un hermano, porque también es hijo en Dios y por Dios. Es la relación del discípulo de Jesús la que cambia, aunque no tenga reconocimiento y respuesta en el enemigo.

      2) La relación de amor

      La causa por la que Dios crea todo cuanto existe es el amor: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no lo habrías creado» (Sab 11,24). El amor previo a la realidad que ha salido de Él abarca no sólo a la naturaleza creada, sino a todos los vivientes (cf Dt 10,18). Cuando el hombre se aleja del amor de Dios por una decisión de su libertad, Dios se ratifica en el cariño por su criatura y decide salvarla. Elige a un pueblo, Israel, con el que tiene una relación permanente de amor, y de amor misericordioso, cuando le traiciona (cf Os 2,21). La fidelidad de Dios a la Alianza que pacta con su pueblo mantiene vivo el cariño y la benevolencia que siente por él (cf Dt 7,9.12), porque «con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad» (Jer 31,3).

      El Padre elige a Israel para introducirse en la historia con una actitud salvadora, pero, además, se responsabiliza en salvarlo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su único Hijo, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; cf Rom 5,8). El amor divino salva a su criatura y le da el estatuto filial que expresa la voluntad última de su venida a la existencia, del porqué le ha creado: «Ved qué grande amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos» (1Jn 3,1). La comunidad formada por los hijos de Dios, guiada por su Hijo natural, Jesucristo, se mantiene en el amor gracias a la relación del Padre con el Hijo, que es una relación de amor, que llamamos el Espíritu. La relación de amor, el Espíritu, es el que se nos ha dado como un tesoro al que no podemos renunciar nunca: «Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se infunde en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo» (Rom 5,5). El amor de Dios, el Espíritu, es acogido en la experiencia de la fe, la fe que hace posible que el creyente mantenga una relación contingente de amor con Dios, que es la imagen y semejanza de la relación eterna que mantienen el Padre y el Hijo.

      La relación que establece el amor de Dios con sus hijos, el Espíritu, es más fuerte que cualquier enemigo que pueda tener el hombre, incluso que la muerte: «Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38-39). Y es más fuerte el amor de Dios, porque no sólo se origina en Él, sino que Él mismo es el amor: «Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor [...]. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1Jn 4,8.16).

      3) El amor es universal

      El Dios de Israel tiene una proporción universal, aunque fuera más una expresión de las plegarias que una realidad histórica (cf Sal 22,29; 11,4). Lo cierto es que, en algunos ámbitos proféticos, la vocación de Israel es hacer valer a Dios como el Señor de todos: «El Señor será rey de todo el mundo. Aquel día el Señor será único y su nombre único» (Zac 14,9; cf Sal 98). La dimensión escatológica de la universalidad divina deja de ser un postulado cuando, por la paternidad atribuida al Señor y derivada de la elección de Israel, la filiación de los justos se abre a todo el pueblo en el ministerio de Jesús (cf Dt 32,6; Jer 3,4.19). Es el Padre lleno de misericordia y bondad que abarca a la creación. La revelación