Inés Marazzani

El contrato didáctico


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evidencia otra consideración que surge de estos estudios sobre el contrato didáctico: cuenta poco el sentido de lo pedido, lo que cuenta es hacer uso de los datos numéricos explícitamente propuestos como tales.

      En este sentido se puede leer el comportamiento de los estudiantes frente a un célebre problema de Alan Schoenfeld (1987a): «Un autobús del ejercito transporta 36 soldados. Si 1128 soldados deben transportarse en autobús al campo de entrenamiento, ¿Cuántos autobuses deben usarse?». Es bien conocido que de los 45000 estudiantes de quince años estudiados por Schoenfeld, solo menos de un cuarto (el 23%) logró dar la respuesta esperada: 32. El objetivo declarado por el autor en este artículo era discutir sobre metacognición (tema sobre el cual regresaremos más adelante).

      A distancia de varios años quisimos analizar de nuevo la misma situación (D’Amore & Martini, 1997) y hallamos algunas novedades. La prueba se desarrolló en varios niveles escolares, dando la libertad a los estudiantes de usar o no la calculadora. Tuvimos muchas respuestas del tipo: 31.333333 sobre todo por parte de quien usaba la calculadora; otras respuestas fueron: 31,3 y 31.3. El control semántico, cuando existe, lleva a algunos a escribir 31 (los autobuses «no se pueden partir»), pero muy pocos se sienten autorizados a escribir 32.

      Nuestro trabajo es complejo, porque analiza varias cuestiones. Pero aquí solo queremos evidenciar algunas cláusulas de contrato didáctico:

      El estudiante no se siente autorizado a escribir lo que no aparece: si incluso hace un control semántico acerca de los autobuses como objetos no divisibles en partes, eso no lo autoriza a escribir 32; existe incluso quien no se siente ­autorizado ¡ni siquiera a escribir 31! No se puede hablar simplemente de “error” por parte del estudiante, a menos que no se entienda por este la incapacidad de controlar, una vez obtenida la respuesta, si es semánticamente coherente con la pregunta propuesta; pero entonces se activa otro mecanismo: el estudiante no está dispuesto a admitir el haber cometido un error y prefiere hablar de un “truco”, de una “trampa”; para el estudiante un error matemático o en matemática, es un error de cálculo o asimilable a un error de cálculo, no de tipo semántico.

      Una cláusula del contrato didáctico que entra en juego es la que llamamos: de delegación formal; el estudiante lee el texto, decide que la operación a efectuar es la división y que los números con los cuales debe operar son, en ese orden, 1128 y 36; a este punto aparece la cláusula de la delegación formal: ya no le corresponde al estudiante razonar y controlar; sea que haga los cálculos a mano, tanto más si se hace uso de la calculadora, se instaura la cláusula de delegación formal que lleva al estudiante a desentenderse de las ­facultades racionales, críticas, de control: el empeño del estudiante se terminó y ahora es responsabilidad del algoritmo o mejor aún de la máquina; la tarea sucesiva del estudiante será la de transcribir el resultado, cualquier cosa sea y sin importar lo que esta signifique.

      Por otra parte, que el estudiante no tenga interés en controlar las incoherencias internas de su propia operatoria ha sido ya muchas veces puesto en evidencia por la ­investigación internacional; véanse al respecto los trabajos de Schoenfeld (1985), Tirosh (1990), Tsamir y Tirosh (1997), D’Amore y Martini (1998).

      Estudios profundos acerca del contrato didáctico han permitido revelar precisamente que los niños y los jóvenes tienen expectativas particulares, esquemas generales, comportamientos que nada tienen que ver en estricto sentido con la matemática, pero que dependen del contrato didáctico instaurado en clase.

      Veamos un ulterior ejemplo, aún relativo a una investigación sobre los problemas con falta de datos y sobre las actitudes de los estudiantes frente a problemas de este tipo (D’Amore & Sandri, 1988). Se presenta un texto propuesto en 3º grado de escuela primaria (estudiantes de 8-9 años) y en 7° grado (estudiantes de 12-13 años): «Giovanna y Paola van al mercado; Giovanna gasta ١٠٠٠٠ liras y Paola gasta 20000 liras. Al final ¿Quién tiene más dinero en la bolsa, Giovanna o Paola?».

      He aquí un prototipo del patrón de respuestas más difundidas en 3º grado de primaria; escogemos el protocolo de respuesta de Stefanía, que citamos exactamente como lo redactó la estudiante:

      Stefanía:

      En la bolsa le queda más dinero a Giovanna

      30 – 10 = 20

      10 × 10 = 100

      La respuesta «Giovanna» (58.4% de tales respuestas en 3º grado de escuela primaria) se justifica por el hecho que (como ya hemos abundantemente ilustrado) el estudiante considera que, si el docente da un problema, debe poderse resolver; por lo que, aunque se debiese dar cuenta que falta el dato de la cantidad inicial, se lo inventa implícitamente como sigue: «Este problema debe poder resolverse; por lo que, quizás Giovanna y Paola salieron con la misma cantidad». En ese caso la respuesta es correcta: Giovanna gasta menos y por lo tanto le queda más dinero, y eso justifica la primera parte escrita (en palabras) de la respuesta de Stefania. Después de esto se activa otro mecanismo ligado a otra cláusula (del tipo: imagen de la matemática, expectativas presupuestas por parte del docente): «No puede bastar esto, en matemática se debe siempre calcular, la docente lo espera de seguro». A ese punto, el control crítico fracasa y, como hemos visto, cualquier cálculo está bien…

      Hemos llamado a esta cláusula del contrato didáctico: exigencia de la justificación formal (EJF), estudiándola en varios detalles.

      Tal cláusula Ejf se manifiesta frecuentemente también en la escuela secundaria (de 6° a 8° grado). El porcentaje de respuestas «Giovanna» baja del 58.4% (de 3º grado de escuela primaria) al 24.4% (7° grado); pero solo el 63.5% de los estudiantes de 7° grado revela en algún modo la imposibilidad de dar una respuesta; por lo que el 36.5% da una respuesta: más de la tercera parte de cada grupo.

      He aquí un prototipo de respuesta dada al mismo problema en 7° grado; seleccionamos el protocolo de respuesta de una estudiante, reportándolo exactamente como la produjo.

      Silvia:

      Para mí, quien tiene más dinero en la bolsa es Giovanna [después corregido a Paola]

      Porque:

      Giovanna gasta 10.000 mientras que Paola gasta 20.000

10.000Giovanna20.00Paola
20000-10000=1000010000 + 10000 = 20000
dinero de Giovannadinero de Paola

      En el protocolo de Silvia se reconocen en acción las mismas cláusulas del contrato didáctico puestas en marcha en el protocolo de Stefania, pero su análisis es más complejo. En primer lugar, se nota un intento de organización lógica y formal más elaborado. Silvia al inicio escribe «Giovanna» porque razonó como Stefania; pero, después, a causa de la cláusula de EJF, considera tener que producir cálculos; es probable que Silvia se dé cuenta, aunque en modo confuso, que las operaciones que está haciendo se hallan desligadas del problema, las hace solo porque considera tener que hacer algún cálculo. Pero, por cuanto absurdas, termina con asumir tales operaciones como si fueran plausibles; tan es así que, dado que de estos cálculos insensatos obtiene un resultado que contrasta con el dado de forma intuitiva, a este punto prefiere violentar su propia intuición y acepta lo que obtuvo por «vía formal». Los cálculos le dan «Paola» como respuesta y no «Giovanna», como había intuitivamente supuesto al inicio; y por lo tanto cancela «Giovanna» y en su lugar escribe «Paola». No solo la nociva cláusula del contrato didáctico, sobre todo la cláusula EJF, sino también una imagen formal (vacía, nociva) de la matemática ha ganado, derrotando la razón.

      Desde nuestro punto de vista este ­ejemplo se revela más bien interesante, en su sencillez, porque en las respuestas dadas por los estudiantes son evidentes, incluso, los signos de la costumbre que se citaba anteriormente (Balacheff, 1988a).

      Podemos pensar el contrato