en particular el nombre de ciudadanía).5
Ahora bien, sucede que estas dos series de proposiciones, desfasadas entre sí, pero que tendían siempre a problematizar las relaciones del universal y de la comunidad (Allgemeinheit y Gemeinwesen, se dice en alemán, lo que inmediatamente hace resaltar lo cercano de las dos nociones), o incluso de la identidad y la diferencia, han dado lugar a dos tipos de utilización que de alguna manera las han enfrentado unas contra otras. Desfasadas entre sí, especialmente en la medida en que unas tendían más bien, a propósito del racismo, a describir el lado negativo del universalismo considerado como una positividad histórica; mientras que las otras, a propósito de los movimientos de emancipación y principalmente del feminismo, tendían a conceptualizar la negatividad infinita que confiere al universalismo su capacidad de subversión política. Porque enfrentadas, al menos han sido privilegiadas alternativamente por lecturas que no sacaban de ellas las mismas consecuencias teóricas.
Estos efectos contrastados me parecieron tanto más interesantes por cuanto procedían en particular de teorías feministas comprometidas en la reflexión y en la acción para una transformación de la ciudadanía, y a través de ella, de la institución misma de lo político en las democracias contemporáneas. Me encontré así, obligado a comprometerme con mayor seriedad en el problema de la construcción del universal. Específicamente, debí reexaminar el problema de la articulación entre una crítica del particularismo, del comunitarismo y de las discriminaciones, y el reconocimiento del valor de las diferencias, así como sus implicaciones antropológicas. Parecía que no nos podíamos contentar con yuxtaponer un cuadro negativo y un cuadro positivo. Estos son algunos de los primeros elementos de este nuevo examen que quisiera proponer hoy, comenzando por dar breves indicaciones sobre las discusiones a las que me acabo de referir.
En uno de los ensayos reunidos bajo el título Excitable Speech. A Politics of the Performative,6 “Sovereign Performatives”, fechado en 1995, Judith Butler se refirió a mi ensayo “Le racisme: encore un universalisme”, preguntándose si la tesis que ahí se desarrolla, aquella de una presencia del racismo en el centro de las “nociones corrientes” (o dominantes) de la universalidad, podía conciliarse con un uso político, normativo, de lo universal para legitimar la represión por parte del Estado de los “discursos de odio” (hate speech), racistas y sexistas, que reclaman ciertos teóricos y teóricas “radicales”, frecuentemente juristas de formación, utilizando, en particular, una categoría de performatividad que les permita borrar la distinción entre los discursos seguidos de efectos (por ejemplo, los insultos racistas y sexistas) y los actos (principalmente los actos de violencia y de discriminación). Judith Butler sostiene que si bien las formas dominantes, institucionales del universalismo están vinculadas con representaciones racistas y sexistas, como yo lo había propuesto, no se puede presumir un consenso sobre los valores universalistas (como la igualdad) para encargar al Estado la eliminación de las violencias verbales que estigmatizan las minorías. Pero debemos reconocer al mismo tiempo, una “vulnerabilidad” que afecta irreduciblemente a la relación de los individuos con el lenguaje común del que no son los amos, y poner en obra estrategias para revertir el discurso de agresión racista y sexista, preparando la extensión de la universalidad a los grupos o comportamientos descalificados, y cuestionando su función de naturalización normativa de las diferencias.
Por su lado, en la introducción de su obra histórica y política Only Paradoxes to Offer,7 Joan W. Scott acercó su propia defensa a favor de un “universalismo pluriversalista”, fundado en la historia del feminismo moderno y de las contradicciones de la ciudadanía a la francesa, al uso que yo había hecho de la idea de “clase paradójica” y de una universalidad ideal que tiende más bien a transformar la comunidad como tal, más que a integrar tal o cual “minoría” en la comunidad dada de los ciudadanos —especialmente cuando la minoría en cuestión está conformada por la mitad de la humanidad—:
La paradoja que estudia este libro es la que nace de la coexistencia, en el interior del discurso republicano, de dos universalismos contradictorios: el individualismo abstracto y la diferencia sexual. Cualesquiera que hayan sido las especificidades de sus reivindicaciones […] las feministas debían luchar contra la exclusión y por el universalismo apelando a la diferencia de las mujeres —la misma que, en primer lugar, había conducido a su exclusión.8
Pero esto sólo es posible si las mujeres, disociando la idea de diferencia de sexo (en inglés: gender) de aquella de particularidad o de esencia “genérica” de las mujeres, aparecen en su reivindicación de paridad con los hombres como verdaderas representantes de un ideal de libertad y de igualdad fundador de la ciudadanía, ideal a la cual ésta, históricamente, ha sido incapaz de mantenerse fiel.
Estas dos lecturas me honran, pero a la vez me desconciertan. Sin duda no conviene forzar su oposición, ya que convergen ampliamente para denunciar la colusión de la discriminación con el universalismo abstracto o, si se quiere, “burgués”. Pero es innegable que éstas apuntan filosóficamente en dirección opuesta. Y si éstas pueden hacerlo, es porque los textos a los que hacen referencia comportan ellos mismos una innegable ambivalencia. La cuestión es saber si esta ambivalencia no está más que en la expresión, lo que señalaría su insuficiencia, o si reside en la cosa misma, lo que marcaría su complejidad. Butler me hace decir que la universalidad no puede instituirse sin excluir, entonces se contradice necesariamente a sí misma. Scott me hace decir que toda exclusión está expuesta a la impugnación de aquellos (o aquellas) que vuelven contra sí mismos sus propios principios. Mientras que el punto de vista de Butler es el del sujeto y las estrategias de sujeción o de resistencia que se cruzan en él, el punto de vista de Scott es el del ciudadano (o más bien de la ciudadana) y de la manera en que su institución opera la transcripción, o quizás, incluso la formulación de los “derechos del hombre”. Como mínimo, esta ambivalencia requiere una clarificación. Ésta confirma la idea que el universalismo no podría estar ordenado de manera simple, ya sea por parte de las instancias de dominación (como tienden a hacerlo las teóricas de la diferencia y del derecho a la diferencia), ya sea por parte de las instancias de liberación (como tienden a hacerlo las teóricas de la igualdad y del progreso de la igualdad), sino que constituye más bien, como yo lo había propuesto, el “lugar de la lucha” contra la dominación estructural y la violencia que ésta provoca. Pero ésta plantea el problema de saber cómo aplicar en la práctica un principio de decisión que diferencia al universalismo o permite elegir circunstancialmente entre sus usos. Y a la vez, plantea la cuestión filosófica de saber si la deconstrucción de la evidencia o de la simplicidad aparente de los discursos universalistas no remite a oposiciones que serían más originarias, o más determinantes, que las del universalismo y el particularismo, o del universalismo y la discriminación. Particularmente, pienso en una oposición de la universalidad como “inclusión” o “integración” (que designé en otro momento como universalidad extensiva) y de la universalidad como “no-discriminación” (que designé como universalidad intensiva), e incluso en la de la insurrección emancipadora (no necesariamente violenta, o puntual, desde luego) y de la constitución jurídica de los derechos, o finalmente, en aquella de la norma objetiva igualitaria y de la singularidad o de la excepción subjetiva.9 Todas estas interrogantes llevan a una reflexión de conjunto sobre las relaciones entre la institución, la comunidad, la identidad individual y colectiva, que plantean, en mi opinión, la antropología filosófica y a las cuales —por razones que indicaré brevemente en la conclusión— creo que hay que atribuir una importancia fundamental para la filosofía, y en particular, la filosofía política (pero, como ustedes sin duda ya lo saben, no distingo esencialmente la filosofía política de la filosofía propiamente tal).
Bosquejaré, no la solución sino la simple posición de estas interrogantes, en el orden que sigue. Primero, volveré al significado de una hipótesis que yo había adelantado hace algunos años y que me parecía especialmente amenazada por las incertidumbres en la interpretación de la idea de universalidad que acabo de mencionar. A continuación, intentaré mostrar por qué es importante otorgar un significado central al hecho de la institución en el examen de las relaciones paradójicas entre discriminaciones racistas o sexistas y el discurso de lo universal. Este análisis me conducirá entonces, en el plano propiamente filosófico, a proponer un concepto de “diferencia antropológica” susceptible