Étienne Balibar

Universales


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una manera “idéntica”, y así universal, de referirse a sí mismos, por ejemplo de considerarse individualmente como (únicos) responsables de sus actos. Y por lo tanto, es fundamentalmente una homogeneidad colectiva: ahora bien, observémoslo bien, aunque prácticamente no sea equivalente, ni del punto de vista del sentido, ni del punto de vista de las consecuencias políticas, ver esta homogeneidad como “racial”, “cultural”, o como resultado de la sumisión a valores trascendentales comunes, el principio lógico de la construcción de la identidad es, sin embargo, el mismo, y en todos los casos éste conduce potencialmente a la exclusión de un resto de inhumanidad o de subhumanidad.

      A esta cuestión se articula estrechamente una segunda, que no quisiera decir más especulativa, porque me parece que nos acerca, al contrario, a lo concreto de la política, en todo caso, de lo que constituye su motor histórico. Quiero decir con esto, la cuestión de saber si las contradicciones de la universalidad, la coexistencia paradójica de los principios universalistas (laicos o religiosos), y la oscilación de nuestra concepción de identidad subjetiva entre los dos polos a la vez antitéticos y casi indiscernibles de la igualdad y de la homogeneidad o del “mismo” (que un discípulo de Lacan describiría probablemente como el aspecto simbólico y el aspecto imaginario de la pertenencia colectiva), que he intentado demostrar que son inseparables del proceso institucional de lo universal, le competen simplemente a los efectos de la institución, o bien deben asignarse a sus propias condiciones de posibilidad. Lo que podríamos llamar (según el modelo del “proceso constituyente” del que habla un autor como Antonio Negri) el proceso instituyente, es decir, el proceso de formación de las instituciones comunitarias (y especialmente de lo político), sean las que sean. Lo que está en liza en esta cuestión (no sería difícil señalar que, desde los inicios de la edad clásica al menos, aparece en toda reflexión sobre la esencia de lo político, a través de debates sobre la servidumbre voluntaria, el rol respectivo del contrato y de la ley, etc.) es evidentemente considerable. Los desafíos aquí involucrados se juntan con la cuestión de saber cómo, por ejemplo, en nuestra concepción de la relación entre los “derechos humanos” universales y abstractos y los “derechos del ciudadano” positivos e históricos, articulamos el momento insurreccional con el momento constitucional, es decir, el momento en el que situamos la crítica de todas las dominaciones y discriminaciones existentes, con el momento en el que situamos el surgimiento del poder, la distribución de roles, de funciones, y por tanto de identidades subjetivas, individuales y colectivas, que inscriben los derechos en el campo social.19

      Si consideramos que las contradicciones de la universalidad surgen solamente después de su institución, lo que significa también que, de alguna manera, su concepto (o su “idea”) sigue siendo irreductible a la institución, podemos imaginar que una conversión, o una revolución, o una invención democrática permitirían controlar y corregir estos efectos contradictorios de cierta forma por adelantado, instituir una universalidad pura, radicalmente igualitaria y no exclusiva, o un poder que se niegue, se ponga trabas o se derrote a sí mismo; un poder que sería un “no-poder” (como los teóricos del comunismo marxista habían soñado con un Estado que sería un “no-Estado”). En cambio, si pensamos (lo cual es mi caso) de un modo más “pesimista” pero no necesariamente más resignado, que las contradicciones se determinan a nivel del propio proceso instituyente, o de la posibilidad de la institución (sin la cual, de hecho, no hay humanidad histórica), entonces estamos obligados a admitir, no que la forma de las contradicciones de lo universal o el grado de violencia de su actualización sean inmutables, sino que el principio mismo de su surgimiento es irreductible. Y en este sentido, que incluso más allá del Estado y de las religiones, o de la institución familiar más o menos profundamente controlada por el Estado y por las religiones, y revelador privilegiado de su crisis, las discriminaciones fundamentales como el racismo y el sexismo no desaparecerán pura y simplemente, sino que adoptarán formas nuevas susceptibles de combinarse o de oponerse, y seguirán siendo el desafío de una lucha fundamental por la definición de una política emancipadora. Una lucha aún más decisiva y difícil quizás, considerando que estas formas progresivas o regresivas se inscribirán en el marco de una progresión “real” de la universalidad, de una universalización efectiva de los discursos en alguna medida universalistas (que es un aspecto característico de lo que se llama mundialización, a la que la estructura del mercado, de los intercambios, de la comunicación, ya proporciona un soporte institucional). Es esta última hipótesis, la que yo querría, para concluir, tratar de precisar en el plano filosófico.

      Existe una gran filosofía clásica que, a su manera, ya ha intentado superar la aporía que acabamos de encontrar: la que consiste en inscribir en el nivel mismo de las condiciones de posibilidad de la institución la contradicción interna de lo universal, o el hecho para lo universal de no poder realizarse más que en la forma de una “identificación” discriminatoria que contradiga su propio principio. Esta filosofía es la de Hegel, de la cual dependemos más que nunca, y si tuviera tiempo, me ofrecería a hablar detenidamente sobre esto. Digamos aquí simplemente, que el principio de la solución hegeliana (tal como está desarrollada particularmente en la Fenomenología del espíritu, pero se puede encontrar ese eco en todas sus demás obras) consiste en pensar la contradicción como inherente, incluso antes de la institución, o en su seno (de manera cuasi-transcendental), a la enunciación de lo universal. Querer enunciar el universal (y para Hegel no podemos no quererlo, éste es el principio mismo del movimiento histórico y, en especial, del movimiento histórico de la emancipación), o darle un nombre, o formular sus principios, los derechos y las obligaciones derivadas de éstos en cuanto a la relación de los hombres entre sí (aunque se trate de “ama a tu prójimo como a ti mismo” o de “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”), es inevitable, es siempre ya particularizarlo, incluso cuando nos imaginamos no haber inscrito aún ningún contenido, sino haber enunciado solamente una forma vacía. No hay forma sin contenido, o forma neutra (por ejemplo, los principios revolucionarios implican una “propiedad de sí mismo” del individuo o un “individualismo posesivo”, Hegel lo dijo antes que Marx). Y así el universal es susceptible de funcionar como una particularidad contra otras (que las reprime y las descalifica), lo que significa en la práctica, como una norma moral, jurídica, religiosa, escondida bajo la apariencia de una constatación, o una manera de la humanidad de definir su propia esencia. Creo que esta caracterización de los efectos de la enunciación de lo universal es profundamente exacta, y que, sobre todo, tiene el mérito de llamar nuestra atención sobre el hecho que la institución de lo universal, necesariamente, es también un proceso que se desarrolla en el elemento del lenguaje y bajo el constreñimiento de su estructura. Pero esta elucidación, en Hegel, es inseparable de un segundo movimiento, mucho más ambiguo, aunque también está estrechamente relacionado con nuestro problema: quiero decir, el hecho que Hegel no suprima tanto, verdaderamente, la referencia a la identidad como polo de referencia universal en relación con la cual las “diferencias”, las “particularidades”, las “singularidades”, son identificadas, clasificadas y jerarquizadas según puedan o no contribuir a la reproducción de una u otra forma de comunidad. Para él se trata más bien de desplazarla, de inscribirla en otro lugar (que es también, en cierto modo, el lugar mismo del Otro, lo que Hegel llama el Espíritu Absoluto, en donde podemos leer, no exactamente el movimiento de la historia, sino el principio de su inacabamiento, de su progresión infinita, y también de su coherencia o de su sentido).

      Es como decir, como lo había sostenido Derrida (concretamente en “Les fins de l’homme” de 1968),20 que Hegel es, radicalmente, un crítico del “humanismo teórico” y de las definiciones de la esencia humana en que se basa (por ejemplo, la humanidad como racionalidad, consciencia, etc.), ya que el humanismo teórico es por excelencia, una figura (finita) de la enunciación de lo universal. Pero esto no quiere decir que Hegel no sea un metafísico: al contrario, el poder de su crítica del humanismo, y por lo tanto, de su elucidación de las contradicciones del universalismo religioso, jurídico, moral, político, virtualmente también médico o “biopolítico”, etc., viene de haber encontrado un modo de recrear la metafísica, y así reafirmar el primado de la identidad, haciendo de ella una metafísica de la identidad propia del Espíritu en su devenir, es decir, en la historia, que pasa por todas