Alma Patricia de León Calderón

Gobernanza rural en México


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las nuevas oportunidades políticas y públicas que se abrían ante la constatación de un cambio importante en el paradigma de control social y político. Este análisis, hasta cierto punto festivo, en muchos casos originó altas expectativas sobre el concepto mismo de la gobernanza ya que se ponía énfasis en el carácter supuestamente asociativo, colaborativo y cooperativo de las interrelaciones entre actores no solamente pertenecientes al ámbito gubernamental para la atención de la problemática social. Esta generación continuamente se esforzó por oficializar el acta de defunción de los “viejos” esquemas de coordinación social y política, y en esa labor cargó, en no pocos momentos, de un signo positivo y esperanzador a la gobernanza.

       EL CARÁCTER DEL CONCEPTO DE LA GOBERNANZA

      Una consecuencia de lo señalado hasta aquí es que en los últimos 30 años se ha desarrollado lo que podríamos denominar una perspectiva normativa de la gobernanza. Desde esta lógica a la gobernanza se le ha asociado,

      […] con supuestos y juicios de valor, que declaraban que el modo de gobernar “compartido, participativo, interdependiente, relacional, horizontal, por redes, en asociación, público-privado, gubernamental-social, indirecto o mediante terceros” (adjetivaciones descriptivas) era la opción de gobierno apropiada, eficaz, responsable, que debía seguirse sin más en las condiciones de las sociedades contemporáneas. Por ende, el concepto de gobernanza llegó prematura o inquietantemente a presentarse en algunos autores y en varios documentos de los organismos internacionales como equivalente al “buen gobierno” o, por lo menos, a “las mejores prácticas de gobierno” que debían ser emuladas por los gobiernos de los demás países, particularmente los de mercados emergentes y democracias recientes (Aguilar, 2010:36).

      Eso significa que se ve a la gobernanza como un punto de llegada, más que como un medio o un método para producir resultados u outputs que impliquen la convergencia de actores sistémicamente diferenciados en la atención de los asuntos públicos. Más precisamente, se le asoció a la gobernanza como algo bueno en sí mismo, dado su carácter intersistémico e intersectorial, algo que, adicionalmente, estuvo aderezado por la buena recepción que tuvo la llamada “ola asociativa global” (Edwards, 2014; Salamon, 2003) que se desarrolló con toda fuerza, probablemente como causa y consecuencia de la emergencia de la nueva gobernanza.

      Por otro lado, esta visión de la gobernanza también ha sido cuestionada porque plantea una problematización nula o muy superflua sobre la cuestión democrática, ya que tal parece que el hecho de que la participación ciudadana y de la sociedad civil5 en las cuestiones públicas y el gobierno colaborativo hayan irrumpido de manera estrepitosa en la arena pública y, por consiguiente, en su análisis y estudio, generó una especie de acuerdo tácito en términos de asociar a la gobernanza con la democracia. Dicho de otro modo, al parecer y sin querer caer en una generalización demasiado vaga, se dio por sentado que, al abrirse los diversos espacios y estructuras de gobernanza, éstos en sí mismos portaban una fe bautismal democrática. Esto se explica, en muy buena medida, por la novedad que significó la creciente y, en ocasiones masiva incorporación de la ciudadanía y otros actores en las decisiones referentes a los asuntos públicos. Se puso tanta atención en la documentación misma del fenómeno, que por un tiempo se dejó de lado el análisis interno del mismo; es decir, la puesta en práctica, operación y funcionamiento de los espacios, redes y estructuras que materializan a la gobernanza moderna. De ahí que en muchos casos se asuma que gobernanza es democracia.

      Sin embargo, frente a esta visión, y probablemente como consecuencia de la profundización de los estudios de segunda generación de la gobernanza, se ha hecho una creciente crítica sobre los mecanismos de la gobernanza en términos de su forma de operar, con respecto a los sectores o ámbitos en los que se crean, sobre su éxito o fracaso o sobre una evaluación de éstos.

      En este sentido, es particularmente importante que en numerosos casos alrededor del mundo se estudió y observó que los espacios, redes o estructuras de gobernanza generaban tendencias hacia la burocratización y una consiguiente desmovilización de actores académicos o expertos, así como de organizaciones de la sociedad civil que, por fuera del perímetro gubernamental, empujaban de manera muy efectiva agendas sobre muy diversos temas de atención pública y que al participar en ellos, eran por decirlo de alguna manera, maniatados o mediatizados. Pero más grave aún, en otros diversos casos se constató que los espacios y estructuras de gobernanza eran utilizados simplemente como mecanismos para validar las decisiones gubernamentales o de actores privilegiados en determinados ámbitos o sectores de la vida pública de algún país o región. Se observó, por ejemplo, la existencia de desequilibrios de poder insalvables entre los actores y organizaciones de la sociedad civil pertenecientes a las redes de gobernanza; es decir, el ejercicio del poder fundamentado por un peso específico superior que podían poner en juego sólo algunos actores privilegiados, esto es, la formación y consolidación de elites participativas. También se observaron desigualdades discursivas muy significativas, que redundaban en la imposibilidad de establecer una deliberación amplia de algunos temas y que subsumían la expresión de algunos actores que, sin embargo, eran muy relevantes en la atención de una problemática dada. En otros espacios se han estudiado problemas relacionados con la transparencia y la rendición de cuentas. Y también se han observado casos extremos de simulación en los que los espacios o redes de gobernanza sólo existen en papel, pero no operan en la realidad.6

      Esta creciente crítica y la cada vez más intensa necesidad de estudiar a las estructuras de gobernanza ha dado pie a una forma alternativa de entender a la gobernanza, que denominamos analítica, en el sentido que se le reconoce simplemente como “todo acto de gobernar, sin importar si se trata de un proceso encabezado por un gobierno, un mercado o una red; si se ejerce sobre una familia, una tribu, una empresa o un territorio; o si se lleva a cabo a través de leyes, normas, poder, o el lenguaje” (Bevir, 2013:1). Es decir, la gobernanza “es un término más amplio que el gobierno porque ésta no sólo se centra en el Estado y sus instituciones, sino también en la creación de reglas y ordenamientos en las prácticas sociales”, pero que implica la participación colegiada de actores sistémicamente diferenciados, con el objeto de incidir en la dirección de las decisiones que afectan a la colectividad. Es interesante observar que esta forma de entender a la gobernanza reduce significativamente la carga normativa que tenía la primera forma de comprenderla. Con este reciente desenvolvimiento teórico, la gobernanza se convierte en un concepto más neutro y, ciertamente un instrumento más útil para el análisis político y académico, en la medida que no implica per se una forma en que deberían ser las cosas en materia del gobierno colegiado o de coordinación social.

      Desde esta forma de comprender a la gobernanza, ésta ya no se encuentra asociada intrínsecamente a la democracia, tan sólo está orientada al análisis del gobierno o más precisamente a las tareas contemporáneas de coordinación social y política. La gobernanza, entonces, puede ser no buena, no adecuada o no democrática y es por derivación objeto de un análisis que permite discernir y discutir sus componentes, características y cualidades, y la cuantificación específica de estas últimas. En este sentido, también se debe reconocer que en la medida en que hay procesos de coordinación social que no requieren del concurso, o más aún en los que no se recomienda la participación de múltiples actores, la construcción de amplios y profundos procesos deliberativos y el establecimiento de normas de convivencia asociadas con prácticas democráticas, hay momentos en los que la gobernanza no es recomendable como práctica de coordinación.

      Por ello, en ciertas circunstancias muy puntuales la existencia de espacios o estructuras de gobernanza no democrática es explicable e, incluso, justificable. Por supuesto, nos referimos a labores específicas de seguridad nacional, respuesta urgente ante desastres naturales y algunos otros asuntos de competencia estatal que requieren acciones inmediatas y puntuales en donde la deliberación y el concierto multiactor puede ser más un obstáculo que una oportunidad. Pero más allá de esto, lo interesante de esta versión del concepto es que también es útil para estudiar a las estructuras, redes o espacios de gobernanza en clave de eficiencia técnica, desempeño organizacional, autoorganización, racionalidad y/o legitimidad democrática.

      La discusión hasta aquí presentada pone énfasis en las características generales del concepto de